Aeropuerto internacional Arturo Merino Benítez, matando mis últimas horas en Chile. Me sorprende que ya haya transcurrido casi una semana desde que escribí el capítulo anterior; señal de que los eventos viajeros se han sucedido con rapidez, sin dejarme un momento para actualizar el diario. Ahora mismo, en cambio, no tengo nada que hacer durante las nueve horas que faltan para coger el avión, salvo poner mis notas al día y derrochar mi dinero pagando cervezas a diez dólares en cualquier restaurante aeroportuario; así que vamos a ello; a ambas cosas.
Dejé atrás Pica con algo de pena, ya que era mi última etapa en el desierto, lejos del mundanal ruido. Pero todo tiene su fin, y a mis días en ese pequeño pueblo les llegó el suyo. Era un lunes al mediodía cuando desalojé mi habitación, me despedí de mis hospitalarios anfitriones y me fui a paso tranquilo hacia el cruce del que salen los transportes a Iquique, la ciudad más cercana donde podía coger un bus con dirección sur. Ya se iba un transfer cuando llegaba yo a la esquina, pero al hacerle señas se detuvo a esperarme. Aquí los conductores son pacientes y los horarios y paradas bastante informales, lo cual tiene ventajas e inconvenientes: por un lado, mayor flexibilidad; por otro, pésima puntualidad.
El trayecto hasta Iquique (cinco lucas por barba) es largo y soñoliento: leguas y leguas de pampa, haciendo numerosas paradas junto a caminos perdidos que llevan a ignotas chacras, o bien en míseros poblados que han nacido sobre pequeños oasis: Matilla, La Huaica, Canchones, Chintahuay, La Tirana... En Pozo Almonte se demora el micro quince minutos por ser localidad más importante, cruce de carreteras y centro comercial; después para, a demanda, en Humberstone y ya no se detiene hasta Alto Hospicio, una fea población industrial y dormitorio al borde del altiplano, donde la carretera emprende su vertiginosa y tangencial bajada hacia el mar esquivando una larga, inverosímil e impresionante duna llamada Cerro Dragón, tan alta que su cresta llega a tres quintos la elevación del talud. Según la sensacionalista Wikipedia, se trata de la duna urbana más extensa del planeta.
Allá al fondo se veía la elongada Iquique, ribeteada por la espuma del Pacífico cuyas aguas relucían bajo los rayos del sol. La ciudad extiende sus calles entre la playa y la base misma de la duna, que parece a punto de querer sepultar los edificios derramando sobre ellos sus quilómetros cúbicos de arena, como amenazando con un ejemplarizante castigo bíblico.
El transfer me dejó en el mercado, de donde fui al terminal de buses en un colectivo tal como me habían aconsejado, para evitar salvar la peligrosa zona intermedia; pero al pasar por ella me pareció que no era para tenerle miedo, al menos a plena luz del día. Quizá de noche fuese más arriesgado, no lo sé. Lo que sí me intimidó fue la propia terminal, que parecía convocar a toda la escoria de la población inmigrante: allí los jamaicanos con sus rastas pulgosas, allí los venecos con su pinta de chulos playa, allí los descalzos y mugrientos colombianos, unos y otros acampando en -y adueñándose de- los espacios comunes con sus puercas mantas y mochilas esparcidas por el suelo, fumando en prohibido, la mirada siempre desafiante...
El autobús de la Pullman para el que yo tenía billete venía de Arica e iba nada menos que hasta Santiago, en un recorrido de más de veinticuatro horas; pero yo me bajaría en Vallenar, a donde se suponía que debíamos llegar a las ocho y media de la mañana siguiente. Como me había presentado en Iquique con tiempo holgado y el Pullman venía, cómo no, con retraso, me tocó esperar en la estación más de dos horas intentando esquivar a toda aquella chusma. Habría podido buscar refugio temporal en algún local de los alrededores, pero aquel era un sector bastante deprimido de la ciudad y no me pareció prudente. En cualquier caso, mi principal aprensión era que alguno de esos grupos de gitanos amerindios abordase el mismo autobús que yo y me arruinase el viaje como me había pasado yendo hacia Arica dos meses antes. Por suerte no sucedió tal cosa, y aunque el largo trayecto distó de ser todo lo tranquilo que yo habría deseado -pues hubo mucho movimiento de pasajeros y no faltaron los de ese género que se empeña en que todos los demás escuchemos su música, películas, conversaciones telefónicas y cretinoides chistes de Whatsapp- la verdad es que pudo haber sido mucho peor. Lamentablemente, eso sí, casi no pude hacer fotos, porque los vidrios iban muy sucios y las tomas me pillaban a contraluz.
Mi asiento, en el lado derecho de la máquina, me permitió disfrutar todo el rato, hasta la noche, de los fantásticos paisajes del litoral chileno, que me recordaban en cierto modo a Islandia por su extraño aspecto lunar; en especial, me chocaron unas zonas arenosas llenas de enormes rocas que parecían haber llegado allí no rodando desde unas inexistentes alturas, sino caídas del espacio sideral o -con menor fantasía- vomitadas por algún lejano volcán durante violentas erupciones en otras eras geológicas. También me sorprendieron unas salitreras sobre la misma costa, donde se obtenía la sal no por evaporación del agua marina sino extrayéndola directamente de la tierra, como si hubiese estado allí depositada durante eones esperando sólo a que llegase el hombre a necesitarla y recogerla.
Unos buenos cien quilómetros de la carretera, si no más, estabn en obras, y en ellas regulaban el tráfico unos semáforos de paso alterno cuya absurdamente larga cadencia llegaba a durar, en una ocasión, hasta media hora. Esas obras retrasaron aún más nuestra marcha, y era ya medianoche cuando el bus paró en Antofagasta, apenas a dos quintos de la distancia hasta Vallenar. Aproveché la parada para bajar a comprar algo de comer, y cuando volví a subir tuve que cambiarme de asiento porque a mi lado se habían sentado dos bobas con sus móviles a todo volumen, perturbando la relativa calma de las horas anteriores. No obstante, como el viaje era tan largo y yo tenía déficit de sueño, en un par de ocasiones pude echar alguna breve cabezada. Cuando paramos en Copiapó había amanecido largo rato antes, y era ya la hora en que deberíamos haber llegado a Vallenar, de donde -sin embargo- aún nos separaban más de ciento cincuenta quilómetros. Pero en esta ocasión me preocupaba muy poco ese largo retraso, ya que no tenía yo prisa alguna: seguramente no podría hacer el check-in en ningún hotel antes del mediodía.
Cuando por fin me apeé en Vallenar eran cosa de las once. La ciudad me causó una buena impresión: no muy grande ni bulliciosa, agradable temparatura, calles animadas, bastante comercio y, lo principal, una aceptable oferta hotelera. Sin embargo, pocos alojamientos gozaban de una puntuación favorable en internet: la mayoría de comentarios se quejaban del ruido, el frío en las habitaciones o la mala atención del personal. Los únicos bien valorados resultaron estar cerrados o tener unos precios abusivos, en torno a cien euros, tarifa imposible de justificar habida cuenta su poca calidad. Pronto supe la razón: Vallenar es otra de esas localidades chilenas cuya economía gira en torno a la industria minera, lo cual pone los precios por las nubes y deja sin apenas opciones al viajero ocasional. Así que después de vagabundear durante dos horas buscando en vano un hospedaje aceptable decidí obviar esa ciudad y largarme de allí: cogería otro autobús y seguiría mi viaje hacia el sur, en concreto a La Serena, donde la oferta hotelera es muchísimo mayor y más económica por tratarse de una zona turística en temporada baja por esas fechas. Volví, pues, a la estación, donde apenas hube de esperar media para subir al primer bus que pasó en dirección Santiago. Al acercarme a la taquilla para comprar mi billete, la propia dependiente me aconsejó que lo pagase a bordo porque me saldría bastante más económico. Este fraude a las empresas de transporte por parte de sus propios empleados es práctica totalmente institucionalizada en Chile y por tanto, supongo, también consentida por la dirección de dichas empresas.