Los últimos cineros Muchos de los locales invadidos por las tiendorras fetén que infestan la Gran Vía madrileña los ocupaban hasta hace poco algunos de los cines más emblemáticos de la capital, que fueron cerrando a medida que enflaquecían las taquillas. Siempre me ha llamado la atención que en un país como el nuestro, que favorece con subvenciones la producción cinematográfica, se haya permitido la muerte por inanición de tantas salas de proyección. Aquí se podrá objetar que el cierre de las salas de antaño, espaciosas y vetustas como basílicas de una religión que se ha quedado sin fieles, se ha compensado con la apertura de esos horrendos hangares llamados «centros comerciales», que cuentan con multicines a modo de establecimientos de fast-food en reata; y que el auge de tales «centros comerciales», frente al ocaso de las salas tradicionales, ejemplifica el cambio en los «hábitos de ocio» de la población. Con la expresión «hábitos de ocio» se alude eufemísticamente a la brutalización y gregarización de la gente, que en vez de llenar sus horas de asueto dando un paseo por el parque, tomándose unos vinos o haciendo manitas en un cine, se encierra en manada en un horrendo hangar para que le ordeñen concienzudamente la tarjeta de crédito, comprando cacharritos que no necesita, atiborrándose de hamburguesas hediondas y matando el tedio en un gimnasio que más bien parece un quirófano con olor a sobaco; atracciones hipermegachulis que se completan con el «visionado» de un bodriete en 3D, previo pago de esas gafitas oscuras, como de panoli o chuloputas, que nos sumergen en un mundo de «nuevas sensaciones». Se trata, naturalmente, de un cambio en los «hábitos de ocio» inducido por los apóstoles del consumo bulímico y los promotores de la desesperación disfrazada de juerga que, sin embargo, hemos interiorizado como si de una elección propia se tratase. Y aunque, a veces, mientras recorremos la árida geografía de estos horrendos hangares sentimos una suerte de desazón metafísica (que no es sino nostalgia de una vida que merezca el calificativo de humana), la espantamos con artimañas rocambolescas, convenciéndonos de que tales «centros comerciales» nos hacen la vida más cómoda y grata (aunque, allá en el fondo de nuestras entretelas, sepamos que fueron creados a modo de manicomios o clínicas en las que, a la vez que nos pulen los ahorros, nos anestesian la acedia de vivir). Uno, que tal vez necesitaría que lo encerrasen en un manicomio o una clínica (con tal de que no sea de adelgazamiento), no ha frecuentado jamás tales «centros comerciales» pues mi abuelo me inculcó desde niño una aversión inexpugnable y tenaz hacia ese artefacto a modo de ataúd con ruedas que misteriosamente denominamos automóvil (aunque no se mueva por sí solo, sino a costa de nuestros nervios y del dineral que le inyectamos en gasolina); y, no teniendo automóvil, la tentación de frecuentar tales hangares ni siquiera me ha surgido. Además, me he buscado una novia que profesa la misma antipatía o desdén hacia el automóvil; de modo que nuestros «hábitos de ocio» se han quedado descatalogados y obsoletos, y tan a gusto que vivimos con nuestra obsolescencia. Y así, como príncipes orgullos de su rareza, nos metemos en los cines de la Gran Vía madrileña, en los pocos cines de la Gran Vía que aún sobreviven a la plaga de tiendorras fetén abiertas en los últimos años; y, sin descuidar las manitas (que es práctica en desuso, deliciosamente obsoleta y reñida con esta época sin misterio y sin temblor que nos ha tocado en desgracia), nos adentramos en esas salas espaciosas y vetustas, como basílicas de una religión que se ha quedado sin fieles, y saboreamos cada instante con fruición y presentida melancolía, como quien asiste a una ceremonia que tiene los días contados. Pero mientras los días se puedan contar al menos habrá días, que es algo que no se puede decir de los nuevos «hábitos de ocio», que hacen del tiempo un páramo indistinto y mazorral; y en estos cines supervivientes de la Gran Vía cada día trae una exultación nueva, una perplejidad recién estrenada, un escalofrío o una risa inéditos. Y así, exultantes o perplejos, escalofriados o risueños, refugiados en la oscuridad de los cines de la Gran Vía como en una placenta de gozos recónditos, mi novia y yo disfrutamos de los días contados como de un paraíso sin fecha de caducidad, descatalogados y obsoletos ambos, como Adán y Eva en un jardín del Edén del que hubiesen arrancado el maldito árbol de la ciencia del bien y del mal, que hoy habría adoptado la forma de uno de esos horrendos hangares llamados «centros comerciales». |