IR A LOS TOROS EN LA PLAZA VIEJAEra a mediados de los años sesenta y yo ahorraba durante varios meses, porque en la Feria de San Juan, en Badajoz, siempre había un cartel de toros que se me hacía irresistible.La entrada de barrera de sol resultaba para mi bolsillo casi inalcanzable, pero siempre había manera de lograr la suma requerida, y allí estaba, como un titán de bronce, en la ladera empinada, escalonada, estrecha y calurosa. Pero, ¿hacía realmente calor a las cinco de la tarde de finales de junio, con esa multitud vociferante, los toros, los caballos, el fuerte griterío, los aplausos?He ido alguna vez pasados ya los años, en plazas mucho más confortables, a la sombra, y apenas fui capaz de soportar el bochorno, la sequedad en el ambiente, los sudores… Y, sin embargo, no recuerdo que en mis años de inicial adolescencia tuviera el mínimo agobio, ningún inconveniente por la temperatura. Tal era mi entusiasmo ante el espectáculo del ruedo.Por aquellos años, sin plantearme mínimamente -claro- lo que pudieran suponer de sufrimiento para el toro aquellas encerronas de capotes, muletas, espadas, pullas, banderillas…, para mí todo se concentraba en los lances del torero, en la “entrada a matar”, donde brillaba por encima de cualquiera el arte de Santiago Martín “El Viti”, tan serio, tan hierático delante de los toros, incluso dando la vuelta al ruedo con “trofeos”.Era curiosa mi pasión por las corridas, que veía con entusiasmo en aquellas televisiones de los bares del pueblo (en nuestras casas a duras penas llegarían a finales de la década), con un blanco y negro que coloreábamos en nuestra imaginación, y que disfrutaba en todo su esplendor una vez al año en Badajoz.Por la mañana, sería una fiesta acercarse a la Plaza, llegar hasta los chiqueros, donde estaban los toros; asistir al sorteo de la terna; ver a los mayorales, con sus sombreros cordobeses y sus trajes ceñidos, tan tiesos y tan serios; esperar la presencia de algún torero, al menos de los peones de sus cuadrillas, o sus apoderados…Por la tarde, dos horas antes, llegaba a la entrada para poder coger un buen sitio en los tendidos, que en poco tiempo se llenaban, con lo que al empezar el espectáculo llevaba uno ya más de hora y media al sol, apenas defendido por el pequeño sombrero que luego serviría para arrojarlo al ruedo, cuando dieran la vuelta los triunfadores con sus orejas y sus rabos (estos, menos), mientras se oía un pasodoble que nos sonaba a música del cielo.El tiempo pasa y uno se va desenganchando de gustos y aficiones. Cambiándolos. E incluso rechazando lo que a veces tanto entusiasmó. Pero quedan en el fondo de la memoria aquellos carteles de la Feria de San Juan, que estudiaba con minuciosidad para ver cual escogía en ese “regalo” -que me hacía a mí mismo cada año- de una entrada de sol.Desde luego, si toreaba “El Viti”, no había dilema alguno, aunque lo acompañara en cartel Curro Romero, que prácticamente siempre despachaba a los toros con unos cuantos bajonazos, en tanto le gritábamos improperios que por un oído le entraban y por el otro le salían. Si no venía el salmantino, era cuestión de elegir entre Paco Camino, Antonio Ordóñez, “El Pireo”, Jaime Ostos, Antonio Bienvenida, “El Litri”… y un poco menos Manuel Benítez “El Cordobés”, del que no me gustó nunca su “salto de la rana”, tan ordinario al lado de la elegancia serena del vitigudino.Ahora, frecuentemente, vuelvo a la Plaza de Toros Vieja, transformada en Palacio de Congresos, para asistir a las actuaciones de la Orquesta de Extremadura, y recuerdo los tiempos de sofoco (no sentido) e ilusión desenfrenada… de un niño, apenas adolescente, que no había oído en aquellos tiempos hablar de otro destino del antiguo coso taurino: la triste masacre, el terrible asesinato colectivo de agosto de 1936. ¿Debió quedar la Plaza como un legado de la sangre vertida por tantos inocentes? ¿Debió respetarse el legado de la Memoria en esta tierra nuestra donde perdemos tantas veces los recuerdos?
Estamos hechos a perder la memoria con el tiempo, o acaso nos empeñamos -con mala conciencia- en conseguir perderla. Vuela, así, como polvo levísimo. Polvo de albero, sueño que ahora se enfrenta al gigante de cemento levantado.