El buen chico es amable, sonriente, piensa en los demás, quiere hacer feliz al mundo, siempre abre la puerta, ayuda a la ancianita a cruzar la calle.
El buen chico quiere a los demás, busca su bienestar, y se sacrifica por otros.
El buen chico sonríe, agradece, a veces incluso cuando no se siente con ganas para hacerlo, con tal de ser una fuerza del bien en el mundo. Se esfuerza por agradar aunque él se encuentre a veces mal.
El buen chico dice que sí, incluso cuando, para su propia sorpresa, quiere decir que no.
El buen chico busca la paz, no el conflicto. El buen chico concede victorias con tal de no luchar, de no enfrentarse, de no dar un disgusto. Que ganen otros, pero él no irá a la guerra.
El buen chico calla, no molesta, se guarda sus pensamientos, filtra lo que dice, no contraría a nadie. Prefiere la tranquilidad del status quo llevar la contraria.
El buen chico consigue alabanzas y vítores, por ser tan buena gente, siempre tan suave, siempre tan bondadoso, no tiene enemigos. Es el rey de las buenas impresiones.
El buen chico se culpa a sí mismo por tener, a veces, ganas de decir que no, de expresar lo que realmente quiere, lo que le parece mal. Alguien tan bueno como él debería, sin duda alguna, estar por encima de estos conflictos, volar más alto que las tormentas. Y se esfuerza, mucho. Es su misión en la vida.
El buen chico guarda rencores porque nunca soluciona los conflictos. El buen chico empieza a odiar, a rabiar por dentro, pero nunca dirá nada, porque eso no sería bueno, eso supondría que es malo, que no tiene corazón, que es vulnerable a oscuros sentimientos, que podría causar problemas y destruir esa imagen de buena gente que tanto le ha costado construir.
El buen chico deja de dormir por las noches, deja de brillar, le consume la ansiedad, el rol que ha elegido para sí mismo. Si es tan bueno ¿por qué nunca es del todo feliz? ¿Por qué se le escapa todo entre sus dedos? Si es tan bueno, alguna recompensa debería tener.
El buen chico se pregunta por qué se siente solo. Por qué, siendo tan bueno, no conecta íntimamente con nadie y solo roza la superficie.
El buen chico tiene miedo de que, si alguien le viera por dentro realmente como es, descubriría conflictos, rencores, deseos, violencia, y eso sólo le hace trabajar más fuerte en ocultarse, y seguir trabajando en esta imagen de sí mismo de absoluta bondad.
El buen chico se pregunta por qué no atrae a las mujeres que realmente desea, y sólo acaba con personas que quieren decirle lo que hacer, cómo ser, cómo vivir. El buen chico se pregunta por qué nadie le ofrece un ascenso o le da más responsabilidades. El buen chico acaba creyendo que, naturalmente, no es suficientemente bueno, tiene que seguir intentándolo.
El buen chico también cree que no hay nadie suficientemente bueno para él, para su nivel de bondad, de tranquilidad, de ecuanimidad. Está claro que nadie le entiende, o puede ver su inmenso corazón. Se queda más solo que la una.
Y un día, cuando la olla a presión que es su alma, rompe, sale todo de golpe: todo el dolor, el odio, la vergüenza, los deseos ocultos, las lágrimas acumuladas de años y años fracasando en construir un ideal irrealizable y no obteniendo resultados.
En ese momento, durante un segundo, se vuelve humano. Todo es vida en estado puro, aceptación, serenidad en medio del huracán.
En ese momento, el buen chico puede elegir: aceptar que es humano, falible, con deseos, opiniones, conflictos, rabias, amor, lágrimas y risas... O volver a intentar ser perfecto, sin conflicto, con sonrisas falsas, con silencios, y volverse una fachada que dar al mundo mientras vive, día a día, tremendamente solo.
El buen chico, a base de ser bueno, se ha convertido en un hombre gris, triste, solitario, asexual, complaciente, sin vida o fuego que ofrecer. Sin dar calor a nadie. En lugar de ser bueno, es simplemente uno más de esa masa de humanoides olvidables, sin impacto, sin luz propia.
Le conoces: son los ojos perdidos en el ascensor, la mirada apagada en el bar de la esquina, el silencio paciente y resignado en medio de cada bronca, los sueños nunca realizados, la derrota aceptada por no querer entrar en lucha.
El buen chico es olvidado, descartado por los demás, porque primero eligió descartarse a sí mismo para no molestar a nadie, para no ocupar su legítimo espacio en la humanidad y hacerse hueco. Ni era tan bueno, ni era tan malo, pero eligió no ser ni lo uno ni lo otro, sino callar, fingir, pacificar, agachar la cabeza y nunca levantar el vuelo.
Por eso el buen chico es el enemigo a batir, es la materialización del engaño de que, ser bueno de verdad, es no decir nunca que no, es no tener opinión, dirección, coraje, sueños que luchar, enemigos que batir y montañas que conquistar llenos de cicatrices.
Porque ser bueno de verdad es una lucha, y tiene sangre, sudor y lágrimas. Tiene victorias y derrotas, encuentros y desencuentros, tiene gritos, abrazos, noches sin dormir y días de fiesta. Ser bueno de verdad es tener los santos huevos de decirle al mundo quién eres y darlo absolutamente todo de ti, y eso incluye lo malo, lo oscuro, lo que no nos gusta nada pero está ahí, y es parte de quiénes somos.
Porque solo cuando nos aceptamos al completo, aunque no nos entendamos, podemos dar el siguiente paso con integridad. Si no, vamos dejando partes de nosotros por el camino, poco a poco, dejando sin decir una opinión, dejando enterrado un desacuerdo, olvidando un sueño... hasta que solo queda nuestra mascarada, nuestra piel vacía y descartada como la de un reptil que ha mudado, pero no ha ido a ningún lado. Simplemente se perdió por el camino.
No hay más ideal que perseguir que dar al mundo quiénes somos al completo. Lo demás es un contrato de compraventa, un intento de obtener lo que queremos a base de ir poniendo buena cara, y siempre salimos perdiendo, porque lo que ofrecemos está incompleto, desnatado, vacío de calorías. Es como intentar alimentar al mundo con preciosísimas latas vacías.
No quiero volver a ser el buen chico, prefiero ser un hombre imperfecto.
Fuente: https://jonvaldivia.com/el-buen-chico/