Revista Salud y Bienestar
Foto de Marfis 75
La ira es una emoción flamígera y destructiva. Una fuerza telúrica que cuando emerge sacude todos nuestros cimientos. Habitualmente es un desastre en nuestras vidas, nos impulsa contra rocas y arrecifes, dañamos a otros y también a nosotros. Al final solemos terminar tirados en la orilla junto a los restos del naufragio. Sin embargo en alguna ocasión surge una ira que algunos denominan divina, con sentido. Una ira que viene de algún sitio mucho más profundo que nosotros mismos: la injusticia, el oprovio o el horror.
Esta ira es la que siento cuando contemplo como se hacen trizas los derechos de muchas personas que quedan excluidas de la sanidad. Los derechos de muchos pensionistas que tiene que pagar por medicamentos que no pueden permitirse. Los derechos de muchas personas que ven como el tiempo de espera para una intervención quirúrgica, una prueba diagnóstica o una consulta con un médico hospitalario se alargan más de un año...
Ira que surge cuando veo que en unas partes de la sanidad unos se dedican a investigar, innovar o realizar operaciones con gafas de Google mientras en otros duermen sobre jirones en servicios de guardia rurales o se ven obligados a asumir contratos basura de renovación mensual durante años.
No es bueno que haya dos sanidades, tampoco dos Españas. No es bueno que las diferencias se agranden, por que al final se rompen, y abren fuego.
En mi torpeza no soy capaz de hacer otra cosa con esa ira que escribir. Pero no es de extrañar que si todo sigue igual venga alguien con menos miramientos y provoque un incendio, un fuego que tardaremos en olvidar.