Por Giuliano da Empoli
Publicaremos en tres partes este trabajo del pensador italo-suizo Guliano da Empoli, que coteja el mundo del siglo XX con las trasformaciones producidas en los últimos tiempos.
En un momento dado, el productor de la serie repara en que el oso se está haciendo popular: “La gente quiere ver más de Waldo”, constata. La oportunidad se presenta cuando un diputado conservador se ve obligado a dimitir a raíz de un escándalo de pedofilia y Liam Monroe se convierte en candidato para ocupar su lugar. ¿Por qué no seguirlo por todas partes y ridiculizar su campaña?, imaginan entonces los productores. Mejor todavía: ¿por qué no hacer que Waldo le haga frente?
Al inicio de la campaña, Monroe trata de ignorar a Waldo, quien presta atención a cada uno de sus movimientos para burlarse e insultarlo. Pero el problema es que el oso agrada al público. Hace reír y habla sin pelos en la lengua, contrariamente a los políticos, que se expresan en lenguaje codificado. Gracias al apoyo del público, Waldo es finalmente admitido en el debate público como uno más de los candidatos. Jamie, el actor que se oculta tras el osezno, no está cómodo con la situación: “No tengo ni idea de cómo responder a una pregunta seria”, dice. “Pero nadie te pide que hagas eso”, repiten los productores, “tú eres el interludio cómico”.
Durante el debate, Monroe trata de poner fin de una vez por todas a la pantomima del oso de peluche: “Su presencia en el debate desvaloriza nuestra democracia —exclama—. Es solo un personaje de dibujos animados, no propone nada, a excepción de un puñado de chistes y, cuando se le acaban, pasa a los insultos. Detrás de él se oculta un actor fracasado que, a los 33 años, no ha logrado hacer nada de su vida. ¡Habla si tienes algo que proponer o, de lo contrario, retírate y abre paso a los candidatos reales!”
Por un instante, Waldo flaquea. Pero se recupera al instante. “Ve a hacerte mirar, Monroe. Eres menos humano que yo y eso que yo soy un oso de mentira con una verga de color turquesa. ¡Ustedes, los políticos, son todos iguales, es su culpa que la democracia se haya convertido en una burla y nadie sepa para qué sirve!”. En cuestión de minutos, la diatriba de Waldo se hace viral y registra millones de reproducciones en YouTube, así como infinidad de “me gusta”, “retuiteos” y envíos.
Es entonces cuando los comentaristas reaccionan con entusiasmo: “¡Todo el mundo está hasta el cogote del inmovilismo, este oso es portavoz de los desamparados!”. Waldo empieza a participar en las emisiones más serias, y cuando los presentadores muestran signos de indignación debido a su grosería e ignorancia, él responde: “¿Por qué no cierras el pico, hipócrita? ¡Gracias a mí vas a lograr el mayor número de menciones en redes sociales de tu vida!” De cara a la votación, los productores desarrollan una aplicación que geolocaliza a los electores de Waldo que van a las urnas y los recompensa con un dispositivo digital y una broma. Un propagandista (spin doctor) estadounidense se pone en contacto con los productores: “En estos momentos, Waldo es apolítico, ¡pero en el futuro podría transmitir cualquier contenido político! ¡Y puede funcionar en todo el mundo!”. “Como las Pringles”, responde Jamie en broma. “Exactamente como las Pringles”, replica el estadounidense sin la más mínima ironía.
El productor toma entonces las riendas de Waldo en sustitución de un Jamie demasiado escrupuloso y empieza a instigar a sus seguidores a realizar acciones cada vez más violentas. El día de las elecciones, Waldo pierde por un puñado de votos, pero qué más da. El fenómeno está fuera de control. Mientras se anuncian los resultados, Waldo ordena a sus seguidores que se quiten los zapatos y los lancen a Monroe, quien, abrumado por la lluvia de proyectiles, se descubre de repente como protagonista involuntario de un nuevo video viral. “Si esto se convierte en la principal oposición —elucubra mientras atraviesa la ciudad en su vehículo—, todo el sistema se va a revelar absurdo. Y es probable que lo sea, incluso a sabiendas de que ha erigido estas calles”. La escena final se desarrolla unos años más tarde, por la noche, en una megalópolis no identificada, al más puro estilo Blade Runner. Una patrulla de milicianos uniformados ataca a golpe de porra a un grupo de vagabundos que duermen bajo un puente. Entre ellos está Jamie, quien se detiene frente a una gigantesca pantalla. Ante él, desfilan imágenes procedentes de todos los puntos del planeta: escolares asiáticos con un uniforme turquesa inspirado en Waldo, aviones militares que lucen la efigie de Waldo. En superposición a la imagen, se suceden los eslóganes vacuos del nuevo poder, traducidos a todos los idiomas: Change, Hope, Believe, Future. Lo que era antisistema es ahora el sistema y, tras la máscara de carnaval, se ha consolidado un régimen férreo. En febrero de 2013, cuando la historia de Waldo fue transmitida por primera vez, los espectadores no italianos pudieron pensar que se trataba de una fábula inverosímil. Por entonces, Donald Trump seguía siendo el presentador extravagante de telerrealidad en el canal estadounidense NBC y, tanto en Gran Bretaña como en Francia y el resto de Europa, los políticos tradicionales de los partidos tradicionales ejercían el poder al estilo tradicional, sin que nada ofreciera por entonces pistas de lo que estaba a punto de caer sobre ellos. Sin embargo, apenas unos años después, queda claro que Waldo trata de hacerse con el poder a la mínima oportunidad. Merece pues la pena estudiar las características de esta extraña bestia que se alimenta fundamentalmente de rabia, paranoia y frustración.
En un libro publicado en 2006, Peter Sloterdijk reconstruía la historia política de la ira. Según él, un sentimiento irreprimible corría a través de todas las sociedades, alimentado por aquellos que, con razón o sin ella, creen que están siendo perjudicados, excluidos, discriminados o a duras penas escuchados. Históricamente, había sido en primer lugar la Iglesia quien había canalizado esta enorme rabia acumulada. Luego, los partidos de izquierda habían tomado el relevo a finales del siglo XIX. Estos últimos habían asegurado, según Sloterdijk, la función de “bancos de indignación”, al acumular las energías que, en vez de liberarse al instante, podían destinarse a construir un proyecto más ambicioso [2]. Un ejercicio difícil porque dependía de, por un lado, inflamar constantemente la furia y el resentimiento y, al mismo tiempo, de controlar estas emociones para que no derivaran en episodios individuales, sino que se pusieran al servicio de la ejecución de un plan general. Según este plan, el perdedor se convertía en activista y su ira encontraba una salida política. Hoy, dice Sloterdijk, no hay nadie que oriente la cólera que la población acumula. Ni la religión católica —que ha tenido que abandonar los tintes apocalípticos, las doctrinas del juicio universal y de la venganza de los perdedores en el más allá para adaptarse a la modernidad— ni la izquierda —que, a grandes rasgos, se ha reconciliado con los principios de la democracia liberal y las reglas del mercado—.
Como consecuencia, desde inicios del siglo XXI, la ira se ha expresado de manera cada vez más desorganizada, desde los movimientos antiglobalización a los disturbios en barriadas populares.
Una década después de la publicación del ensayo de Sloterdijk, es en estos momentos evidente que las fuerzas de la indignación popular se han reorganizado y expresan su voz en el seno de la galaxia de los nuevos populismos, los cuales, desde Estados Unidos hasta Italia, pasando por Austria y Escandinavia, dominan cada vez más la escena política en sus respectivos países. Dejando a un lado todas sus diferencias, estos movimientos coinciden en emplazar en primera línea de la agenda política el castigo a las elites políticas tradicionales, a derecha e izquierda. Estas últimas son acusadas de traicionar el mandato popular y cultivar los intereses de una minoría atrincherada en lugar de atender los de la “mayoría silenciosa”.
Más que medidas específicas, los líderes populistas ofrecen a los electores una oportunidad única: votar por ellos implica dar una bofetada en la cara a los gobernantes. Por ejemplo, uno de los folletos pro-Brexit mostraba los rostros complacientes del entonces Primer Ministro, David Cameron, y el del canciller del Exchequer [3], George Osborne, acompañados de un lema: “Haz que se les pasen las ganas de sonreír, vota Leave” [4]. La muchedumbre que exaltaba a Trump durante sus mítines electorales coreaba, por su parte: “Lock her up! Lock her up!” (¡Enciérrenla, enciérrenla!), en referencia a su rival electoral Hillary Clinton.
Ya en la Antigua Grecia, el castigo a los poderosos siempre encabezaba el programa de medidas de los demagogos. Y, si bien el resto de las promesas populistas son nebulosas y poco realistas, hay que admitir que, al menos en este primer punto, cumplen su palabra. Un voto de protesta a su favor —o incluso una simple preferencia expresada en una encuesta— es capaz de sembrar el pánico entre las elites políticas tradicionales. Por tanto, quienes declaran que la llama populista durará poco —porque, una vez en el poder, las fuerzas que la encarnan no lograrán mantener sus promesas— nadan en un mar de ilusión. La promesa central de la revolución populista es humillar a los poderosos y este hecho se materializa en el mismo momento en que llegan al poder.
Detrás de la ira pública, hay causas reales. Los votantes castigan a las fuerzas políticas tradicionales y recurren a líderes y movimientos cada vez más extremos porque se sienten amenazados por la perspectiva de una sociedad multiétnica y, en general, penalizados por procesos de innovación y globalización que las elites les han endosado en dosis de caballo a lo largo del último cuarto de siglo.
No estaríamos hablando de Waldo, de Trump y Salvini, del Brexit y de Marine Le Pen si no hubiera una realidad material en la que los nuevos populistas pudieran confiar para desarrollar sus reivindicaciones. No obstante, cuando se examinan los datos más de cerca, estos elementos, si bien relevantes, no son suficientes para explicar la magnitud de la agitación actual. Así lo atestigua, por cierto, el simple hecho de que, casi en todas partes, no sean necesariamente los más pobres o los más expuestos a la inmigración y el cambio quienes se echan en brazos de Waldo. Los votantes de Trump registraron mayores ingresos en 2016 que los votantes de Hillary Clinton, mientras que en Europa los partidos xenófobos obtienen sus mejores resultados en las regiones con menos inmigrantes.
Si bien la desconfianza contemporánea se basa en razones objetivas cuya importancia nadie pretende negar, también se alimenta de un factor a posteriori, el auténtico tabú que nadie se atreve a mencionar: no son solo las elites las que han cambiado, sino también “el pueblo”.
Como dice el escritor estadounidense Jonathan Franzen, es posible que “todo el mundo, cada uno por su cuenta, haya acabado de improviso sospechando de las elites” [5]. Pero es más probable que Internet y el advenimiento de teléfonos inteligentes y redes sociales hayan tenido algo que ver en ello. Un elemento fundamental de la ideología de Silicon Valley es la sabiduría de las multitudes: no habría que confiar en los expertos, pues la gente sabría más. El hecho de caminar con la verdad en el bolsillo, en forma de un dispositivo pequeño, brillante y colorido sobre el que es suficiente ejercer una ligera presión para obtener todas las respuestas del mundo, incide inevitablemente sobre todos nosotros.
Nos hemos habituado a recibir una respuesta instantánea a nuestras peticiones y deseos. No importa cuál sea la petición, “there’s an app for that” (Hay una aplicación para eso), precisaba un anuncio de Apple. Una forma de impaciencia legítima se ha apoderado de todos nosotros: ya no estamos dispuestos a esperar. Google, Amazon y Deliveroo [6] nos han habituado a que nuestros deseos se cumplan antes de que los hayamos formulado por completo. ¿Por qué la política debería ser diferente? ¿Cómo es posible tolerar los rituales dilatorios e ineficaces de una maquinaria gobernada por dinosaurios impermeables a cualquier solicitud?
Pero detrás del rechazo de las elites y de la nueva impaciencia de los pueblos está la forma en que las propias relaciones interpersonales están mutando. Somos criaturas sociales y nuestro bienestar depende, en buena medida, de la aprobación de quienes nos rodean. A diferencia de otros animales complejos, el ser humano nace indefenso y sin habilidades, y lo sigue siendo durante muchos años. Desde el principio, su supervivencia depende de las relaciones que logra establecer con los demás. El diabólico poder de atracción de las redes sociales se basa en este elemento esencial. Cada “me gusta” es una caricia materna hecha a nuestro ego. Toda la arquitectura de Facebook se basa en nuestra necesidad de reconocimiento, como ha admitido sin tapujos su primer inversor de capital riesgo, Sean Parker: “Nosotros te facilitamos una pequeña dosis de dopamina cada vez que alguien te consagra un 'me gusta', comenta una foto o una entrada, o cualquier otra acción. Se trata de un bucle de validación social, exactamente el género de cosa que un hacker como yo podría explotar, porque se aprovecha de un punto débil en la psicología humana. Los inventores, los creadores, yo, Mark [Zuckerberg], Kevin Systrom de Instagram, eran muy conscientes de ello. Y lo hicimos de todos modos. Esto transforma literalmente las relaciones que las personas establecen, entre sí y con la sociedad en su conjunto. Y, probablemente, interfiere con la productividad de un modo u otro. Solo Dios sabe lo que todo esto está haciendo al cerebro de nuestros hijos".
Mucho antes de los Steve Bannon y los Casaleggio, hubo el trabajo de los aprendices de hechicero de Silicon Valley. La maquinaria hiperpotente de las redes sociales, enlazada a los manantiales más primarios de la psicología humana, no fue diseñada para apaciguarnos. Por el contrario, fue construida para mantenernos en un estado de incertidumbre y de vacío permanente. El cliente ideal de Sean Parker, de Zuckerberg y del resto es un individuo compulsivo, incitado por una fuerza irresistible a volver a la plataforma docenas o incluso centenares de veces al día, en busca de esas pequeñas dosis de dopamina con las que ha establecido una relación de dependencia. Un estudio realizado en Estados Unidos ha demostrado que cada uno de nosotros ejerce, como promedio, 2.617 acciones diarias sobre la pantalla de nuestro teléfono inteligente. No es realmente el comportamiento de alguien cuerdo, sino más bien el de un yonqui en fase terminal que se inyecta toda la jornada a golpe de refrescos de pantalla y de “me gusta”.
Notas:
[1] El M5S fue fundado formalmente en octubre de 2009 por Beppe Grillo, activista político y comediante, y Gianroberto Casaleggio, estratega web contra los políticos tradicionales y la “casta”. En 2010, los periodistas Sergio Rizzo y Gian Antonio Stella publicaban La casta. Così i politici italiani sono diventati intoccabili (La casta. Así los políticos italianos se volvieron intocables; Rizzoli, Milán, 2010). Este libro vendió más de un millón de ejemplares y se transformó en el manifiesto de la rebelión del pueblo contra las elites.
[2] P. Sloterdijk: Ira y tiempo, Siruela, Madrid, 2017.
[3] En el Reino Unido se designa al ministro de Hacienda con el título de “canciller del Exchequer”.
[4] En el referéndum se votó “Leave” o “Remain” , abandonar la Unión Europea o permanecer en la organización supranacional.
[5] Francesco Pacifico: “Jonathan Franzen Tells Donald Trump” en 24 Ore, 9/3/2017.
[6] Deliveroo es una compañía británica de entrega rápida de comida, con operaciones en Reino Unido, Países Bajos, Francia, Bélgica, Irlanda, Italia, Singapur, Emiratos Árabes Unidos y en China.
Giuliano da Empoli - Escritor italiano, dirige el think tank Volta. Fue vicealcalde de Cultura de Florencia y asesor político del Primer Ministro italiano Matteo Renzi. Es autor de El mago del Kremlin (Seix Barral, Barcelona, 2023). Reside en París.
**Este artículo es un fragmento del libro Los ingenieros del caos (Oberon, Madrid, 2020).