Rosa Montero acaba publicar el recuerdo de su entrevista con el ayatolá Jomeni, en 1979, en Francia, antes de que el clérigo chiita tomara el poder en Irán para arrastrarlo al medioevo: en aquel encuentro intuyó que el bien no siempre sustituye al mal.
Quien firma esta crónica conocía el Irán del Sha Reza Palhevi: un país sin libertades democráticas, regido por una clase política corrupta y con grandes masas de estudiantes e intelectuales aterrorizados por la Savak, la temible policía política.
Pero también era un país que se modernizaba aceleradamente. Las mujeres se liberaban de la esclavitud religiosa y comenzaban a gozar de numerosas libertades, con excepción de las políticas.
Había una creciente clase media, esa que, donde existe, genera prosperidad y consigue libertades. El caso español es paradigmático a partir de los años 1960.
Pero un mundo altamente polarizado por la guerra fría, Europa dirigida chauvinistamente por Francia, y un débil Jimmy Carter, forzaron la destrucción de aquel régimen iraní en evolución, y su sustitución por otro que supuestamente representaba la esencias nacionales, que son la religión y el nacionalismo.
En Europa, las denuncias contra el déspota Sha eran alabanzas y parabienes hacia el siniestro ayatolá, que le exigía a las periodistas aparecer enlutadas, bajo velos, y arrodilladas ante él. El progrerío más prosoviético, menos formado pero más exaltado, llamaba fascistas a quienes anunciaban que Irán iba a ir de mal en peor con Jomeni.
Rosa Montero describió ya entonces al Jomeni peligroso. Otra periodista en plenitud de su talento, la magistral y políticamente incorrecta Oriana Fallaci, lo describió sin piedad: un fanático, oscurantista, machista, y bárbaro destructor.
Las involuciones por fanatismo, religioso o ideológico, y por nacionalismo pueden darse en muchos lugares, incluyendo España, porque el bien no siempre sustituye al mal.