Sobre un mar frío y agitado, un día soleado da paso a las nubes, que tienden sobre el cielo un manto plateado.
Como siempre, amenaza lluvia. El barco golpea rítmicamente contra el agua mientras nos alejamos de la Isla Valentia, frente al litoral sudoccidental de Irlanda, rumbo a las dentadas costas de lejanos islotes sin nombre.
Impedida por los pesos y por un abultado traje seco con un laberinto de tubos, no puedo inclinarme para calzarme las aletas, por lo que uno de los miembros de nuestro equipo compuesto por cuatro buzos lo hace por mí.
Al acercarnos a las rocosas torres de 100 m de altura, el timonel reduce la velocidad de la nave y me escoltan hasta la borda, donde las olas cabecean a mis pies. Cuando el mar se calma por un momento, aprieto la máscara contra la cara, respiro agitadamente a través del regulador, y salto.
El submarinismo no es precisamente una actividad típica de Irlanda, donde los cielos plomizos, las costas accidentadas y las húmedas colinas suelen impulsar al visitante a arrastrarse hacia el pub más cercano. ¿Qué incentivo puede haber para eludir una pinta espumosa y zambullirse en un trozo de Atlántico frío como la muerte y casi igual de inerte?
Simplemente, la sorpresa. Al hundirme bajo las olas a 11º C, me quedo extasiada ante la visión de anémonas rosas, verdes y anaranjadas. Los peces planos exhiben un camuflaje moteado tan perfecto que no se distinguen aunque estén a la vista. Juguetonas focas grises mordisquean las aletas de otro buzo antes de ponerse fuera de nuestro alcance.
Fuente:
- "Irlanda bajo el agua".
Comparte:
Facebook Twitter Google+