Revista Regiones del Mundo

Irlanda, Parte 2. Del hermoso oeste a la noche de Dublin

Por Arielcassan

 

Los irlandeses tenían un trabajo difícil. Mis expectativas antes de venir eran altas. Realmente muy altas. Quienes me conocen desde hace unos cuantos años, saben que es un país que me llamó la atención siempre. Su cultura, su música, sus paisajes y sobre todo, la personalidad característica de su gente, fue por varios años una atracción casi magnética para mi. Ellos no sabían de esto y eso se los hacía aún más complicado. Quizás, si les hubiese avisado con más tiempo que estaba por ir, los irlandeses podían prepararse mejor.
Pero no, no les avise. Y aún así, llegué con una gran exigencia, esperando como mínimo quedar literalmente fascinado.

Salí del pueblo portuario de Dingle con una sonrisa de oreja a oreja. Mis expectativas se estaban cumpliendo a la perfección.
Sabía bien que los campos verdes, las ovejas, los acantilados y las vistas panorámicas que había visto hasta el momento no se iban a ir de mi cabeza en un largo tiempo. Aún cuando se que este viaje va a ser largo, estoy seguro que Irlanda no va a ser sólo un país más.

Cuando caminaba nuevamente por las rutas esperando al próximo conductor que accediese a llevarme, sentí algo que no recordaba haber sentido en muchísimo tiempo. Es más, no estaba seguro de haberlo sentido anteriormente. Fue algo natural, probablemente producto de la satisfacción que tenía en el momento y de la tranquilidad de estar sólo, parado sobre la banquina, con nada más que mis propios pensamientos.

Por primera vez, caí a cuenta que no había absolutamente nada que me preocupase. Nada. Cero. Ni a corto ni a largo plazo. No había trabajo, ni parciales ni finales, nada que preparar para la semana siguiente, nada con una fecha límite. Nada. No podía considerar cosas como “¿qué voy a comer hoy?” o “¿donde voy a dormir esta noche?” como preocupaciones reales, así que la sensación de felicidad era total.
Y darme cuenta de eso, además de obviamente alegrarme, me llevó a una reflexión. En más de 20 años, ¿recién ahora me sentía sin ninguna preocupación? Algo definitivamente no estuve haciendo bien. ¿Qué piensan ustedes? ¿Por qué nos preocupamos tanto por las cosas? Siempre hay algo que solucionar, o unas cuotas, un alquiler, conseguir el dinero para comprar algo, un exámen o los problemas cotidianos de un cansador trabajo, que muchas veces es sólo para el gran beneficio de otros.
Embarcarse en un viaje así puede que sea la manera más sencilla para dejar toda preocupación atrás, pero que lindo sería poder lograr algo así en nuestro propio lugar, ¿no? En una de esas, parece más difícil de lo que realmente es, y es sólo cuestión de relajarse, cambiar nuestras prioridades y el tiempo que ocupamos en ellas…
 
Oeste Irlandés:
 
Katie y su esposo, una pareja de irlandeses, despejaron mis pensamientos al detenerse unos metros delante mío. Otros incansables viajeros, la conversación nos llevó por lugares tan distantes pero hermosos como Laponia, Australia, Egipto o nuestra querida Patagonia. Ese entretenido viaje reflejó perfectamente lo lindo de viajar haciendo autostop (“haciendo dedo”). No es sólo por el costo, sino principalmente por las fantásticas personas que se conocen en el camino. A ellos les seguirían un criador de galgos para carreras, un albañil y un policía, todos irlandeses. El último me dejó en una intersección de rutas. Una iba hacia la ciudad de Galway, la otra llevaba a varios pueblitos, con destino final a unos acantilados que visitaría unos días después.
Aunque les acabo de contar cual ruta tomé, en ese momento no sabía hacia donde ir. Ir a la ciudad era el camino más rápido y fácil por ser una autopista. El otro era más corto, pero con mas bifurcaciones. Me daba lo mismo. Preferí aprovechar otro de los beneficios del autostop, y dirigirme a donde vaya la próxima persona que se detuviese. Una estudiante polaca tomó la decisión por mi, y una hora después estaríamos llegando a Galway.

Siendo una ciudad típicamente estudiantil, puede que Galway sea la más atractiva de Irlanda. Bañada por las aguas de una bahía en la costa oeste del país, no tiene demasiadas “atracciones” para ver, pero sus callecitas peatonales, su aspecto medieval y su excelente vida nocturna, la hacen definitivamente especial.
Y además, está en una ubicación turísticamente estratégica. Es el punto de acceso a las Islas Aran, los parques nacionales de Connemara y el Burren, al monte más sagrado de Irlanda (relacionado con San Patricio) y a los increíbles Acantilados de Moher. En muchos de esos sitios, aún se habla el idioma gaélico, otro idioma de origen celta y casi tan complicado como el galés.

Galway de día

Galway de día


Galway de noche

Galway de noche

Me tomó 4 “aventones” recorrer el enmarañado mapa de rutas hasta esos acantilados, pero valió totalmente la pena. 8 km de un recorrido al borde de paredes de roca más de 200 metros de distancia al mar, te sacan completamente el aliento, y es por lejos el paisaje más famoso de la isla. Creo que en lugares como estos, las palabras nunca alcanzan, y aunque sea imposible trasmitirles la sensación de estar ahí, puede que las fotos sean la mejor manera de acercarlos a tan imponente lugar.
 

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Me habían recomendado la vista de los acantilados durante el atardecer, que en esta época del año es alrededor de las 21:30, por lo que me quedé mirando y esperando. Lo que no me dijeron es que para esa hora ya no habría servicios de bus de vuelta a Galway y que los pocos que quedaban en el lugar sólo volvían a pueblitos más cercanos. Anochecía en los acantilados y yo ahí, entre la fascinación por lo que acababa de ver y nuevamente con la innevitable necesidad de pasar la noche afuera, bajo las estrellas que comenzaban a brillar intermitentes en el nublado cielo irlandés. Dormir cerca del borde era quizás más aterrador que el cementerio donde había dormido unos días atrás, así que puse mi bolsa de dormir unos cuantos metros más adentro. No sea cosa que me ponga inquieto y se me dé por rodar un poco de noche, ¿no?

Atardecer en Moher

Atardecer en Moher

Dublin:

La tarde siguiente estaba llegando a Dublin, la capital de Irlanda. En el hostel me encontraría con 3 argentinos, los primeros que me cruzaba en el viaje. Estaban ahí buscando apartamento y trabajo, con la intención de quedarse ahí. No eran los únicos. Dublin parece ser una de las mecas de la inmigración europea, tanto que en muchos de sus barrios es difícil encontrar irlandeses. Aún siendo una ciudad agradable, por momentos parece una Londres en chiquito, así que no creo que refleje realmente la verdadera cultura irlandesa que se puede apreciar en el resto del país. Esto en realidad es exceptuando las muchísimas tiendas de regalos irlandeses desparramadas por la ciudad. En esas tiendas dan ganas de llevarse todo. Remeras, gorritos, tréboles, peluches de gnomos, decorados para los que tienen una barra de alcohol en su casa, cds de música irlandesa, tazas y chopps, que vienen en la versión verde típica del país y en la versión negra con el logo de la marca de cerveza Guinness, ícono comercial de la ciudad. Por suerte mi viaje no me permite comprar todas esas cosas y cargarlas, así que tuve la excusa perfecta para resistirme a la tentación.

 

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Pero todo cambia de noche. Bares, bares y más bares cubren barrios enteros. Uno en particular, llamado el “Temple Bar” (aunque es todo un barrio) es un espectáculo nocturno en sí mismo. La gente llena los pubs, boliches y claro, las calles también. Cómo casi todo cierra temprano (tipo 4am, al igual que en la mayoría del resto de Europa), la fiesta debe seguir afuera. Y así es como el sábado, tras el boliche, un horrible cantante pero relativamente buen guitarrista se puso a tocar por unas monedas, y la gente se fue acumulando alrededor. Nosotros, y otros cuántos borrachos y borrachas más que se fueron sumando, cantando y bailando por casi 2 horas, hasta que la policía pasó despejando la zona. Al menos esta vez, ¡no estaba durmiendo!

La noche de Dublin es una de las mejores que vi y disfrute hasta el momento. A los divertidos irlandeses nos sumamos los turistas en busca de fiesta, así que la combinación termina siendo increíble. Quizás la ciudad no representa mucho la cultura del país, pero sin duda la noche representa muy bien la alegría que uno epera encontrar.

Uno de los atractivos principales de Dublin es la fábrica de cerveza Guinness. Vendida en todo el mundo, es la cerveza negra por excelencia y la visita vale realmente la pena. El proceso de producción es interesante, también lo es la exposición de publicidades que tuvo con el tiempo, y la historia del Libro Guinness de los Récords, que fue comenzado por un director de la cervecería hace 50 años y yo nunca había pensado que tenían algo que ver.
Pero la joya del lugar está al final del recorrido. Un bar en el séptimo piso, con una excelente vista de toda la ciudad y con una pinta de Guinness de regalo. Te explican con servir la Guinness de manera perfecta, esperando 2 minutos a que se asiente y se vaya el gas, pudiendo ver el siguiente proceso:

 

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Fútbol Irlandés:

Irlanda no se caracteriza justamente por su nivel de fútbol. El rugby o los deportes celtas como el fútbol gaélico (una mezca entre rugby y fútbol, donde se puede llevarla con la mano o con los pies, y se suman distintos puntos si la pelota pasa por arriba o por abajo del travesaño) o el hurling (otro deporte gaélico, el más rápido juego de campo con pelota que existe) son los preferidos por la mayoría de la gente. Los fanáticos del fútbol siguen la liga inglesa.

Pero surgió la posibilidad de ir a ver un partido de la primera división local. Cuando años atrás tuve esa suerte de “irlandemia”, solía seguir los resultados de un equipo del campeonato irlandés: el Bohemians de Dublín.
Así que aprovechando mi estadía en la ciudad, me dirigí al estadio para ver el partido Bohemians vs. Drogheda United.

La afición alentaba pero el partido se mantuvo en cero durante la mayor parte del primer tiempo, con unas pocas llegadas de cada lado. Pero en el minuto 37, el viejo truco de no terminar de construir la platea de la cancha, permitió que el sol poniente encandile al arquero rival, y Ryan McEvoy del Bohemians conectó una maravillosa volea de zurda, poniendo el resultado parcial en 1-0.

Golazo del Bohemians

Golazo del Bohemians

La euforia y algarabía local decantaron rápidamente en tristeza cuando 3 minutos después, y tras el cobro de una inexistente falta por la que los hinchas aún seguían protestando, los visitantes encontraron un afortunado rebote en el área y volvieron a poner el resultado del partido en tablas.

“Fish & Chips”, la comida típica de las islas británicas, era lo que pedía la afición en el entretiempo, para así combatir quizás la terrible combinación de frío y aburrimiento.

Un segundo tiempo chato, con mucho pelotazo y pocas llegadas, sólo fue interrumpido por la lesión y sustitución del arquero local, quién se fue aplaudido aún considerando sus pocas apariciones. Ni los esfuerzos ni el canto de los hinchas pudo romper el empate y 1-1 fue el resultado final del encuentro.

En realidad, debo admitir que el partido fue un embole y que traté de ponerle mucha onda al breve relato. Por lo menos, me llevé el recuerdo de haber estado ahí, una bufanda del equipo y una borrosa foto en la cancha:

Tras el partido del Bohemians

Tras el partido del Bohemians

Y así finalizaron mis días en Irlanda, tras más de 2 semanas y recuerdos imborrables. O en realidad, aún no terminaron del todo. El próximo destino será Irlanda del Norte, que aunque sea un país dependiente del Reino Unido, mantiene su conexión histórica y cervecera con sus vecinos del sur. ¡Unos días más en la isla verde! ¡Excelente! ¡Allí nos veremos en el próximo post! ¡Saludos a todos!

 


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