Revista Cómics
Cuando no se sabe qué leer, lo mejor es acudir a un clásico. Eso pensé, y eso hice. Sin embargo, Bóvedas de acero, del amigo Asimov, no tuvo suerte conmigo. Los libros tienen su momento, y éste llegó a mi vida cuando un problema grave no me dejaba respirar. Finalmente lo superé, o eso parece, y con ello le llegó la suerte: un solitario viaje en tren a Granada. No sólo terminé Bóvedas de acero, sino que leí también Fuera de este mundo, de Murray Leinster, uno de mis autores ligeros favoritos.
La novela es un thriller muy entretenido. A veces, leyendo, recordaba a un tipo que en una red de ciencia-ficción defendía airadamente que tenía un trasfondo “fascista”. Ya me pareció raro entonces, antes de leerla, y ahora sé que es una absoluta idiotez. La trama es conocida, incluso muy parecida a la fantástica película Yo, robot, protagonizada por Will Smith, al que tanto le debemos los buenos aficionados al cine de ciencia-ficción. En la novela,
dos detectives –un humano y un robot- investigan un asesinato enfrentándose a las diferencias entre dos razas –los hombres y los espacianos-, y sus distintas cosmovisiones. El marco son las ciudades, auténticas bóvedas de acero –de ahí el título-.
Tres grandes ideas surcan la novela. La primera es la diferencia entre los hombres y los espacianos. La Humanidad se ha extendido por la Galaxia. Los mundos exteriores se han emancipado y adquirido costumbres e ideas propias. Pero esa expansión se ha detenido, lo que para Asimov supone el fin de la curiosidad innata al hombre, esa que le hace progresar. Los espacianos son como los vulcanos de Star Trek: controlan sus emociones, son distantes y ordenados, están más evolucionados y se creen superiores. Mantienen una alianza estratégica con los hombres después de haber guerreado con ellos. Los espacianos están muy interesados en la expansión por la Galaxia, por lo que introducen a los robots en la economía humana.
Y aquí está la segunda idea: el problema económico y social que surge con la introducción de la maquinaria en la producción. Se podría hacer un paralelismo, quizá lo hizo Asimov, con el maquinismo y su reacción, el ludismo inglés de principios del XIX. Los trabajadores son sustituidos por máquinas cada vez más perfectas, que dejan en paro a los humanos, generando un rechazo violento contra el robot. La estulticia es la misma “xenofobia”, y queda bastante claro, ya que el problema no es el robot, sino la inadaptación. El progreso es imparable, aunque hay quien no lo ve así.
La solución a los problemas de la Tierra era la colonización, pero como ésta se detuvo, los espacianos quisieron forzarla trasformando su economía mediante la introducción del robot. Esto generó un rechazo que creó el “medievalismo”. Entonces pensaron que lo mejor sería formar un grupo de humanos que defendiera lo mismo que los espacianos.
Entonces llega la tercera idea: el medievalismo. Es una corriente, según la describe Asimov, empeñada en rechazar el maquinismo, la relación con los espacianos, la presencia de los robots y la vida en las bóvedas de acero. Lo que quieren es volver al campo, a los valores y costumbres “medievales”. Se convierten entonces en la oposición organizada y secreta, violenta en ocasiones, y sospechosa del asesinato del espaciano. En este caso es evidente que Asimov tomó esta idea del ludismo y los movimientos socialistas de principios del XIX.
Con este trasfondo, los dos detectives, el humano Elijah Baley y el robot R Daneel Olivaw, investigan el asesinato del doctor Sarton, que creía que humanos y espacianos debían mezclarse, y vivir con los robots; es decir, consolidar la cultura c/Fe.
El final es extraño. Perdonan al asesino a cambio de que convenza a los medievalistas que deben volver a la tradición, pero en otros planetas, porque así se cumple el objetivo “altruista” de los espacianos: salvar la Tierra a través de la colonización. Y le acaban diciendo “Vete y no peques más”. Vaya. Y luego dicen de los finales de Dick…