María del Puerto Alonso, ocd Puzol
Santa Isabel de la Trinidad tuvo que enfrentarse a la muerte desde muy joven. Isabel nació en julio de 1880, y en 1887 sufre dos lutos que marcan su vida. Primero, el de su querido abuelo, en el mes de enero. Y luego, el de su padre, el 2 de octubre, que muere en brazos de su primogénita, que tenía tan solo 7 años, de un ataque al corazón. Nos habla de esta muerte en un poema:
«Hace diez años, oh padre,
la cruel muerte te hirió,
dejabas a tu viuda desolada,
a tus hijas muy jóvenes aún…
Fue en mis brazos débiles de niña,
brazos que tanto te abrazaban
mientras duró tu corta agonía,
último combate de la vida.
En vano traté de retener
ese tan largo, último suspiro…»
Cuando Isabel escribe ese poema, es una joven piadosa de su época. Los sermones de entonces sobre la muerte, daban pavor. Isabel toma nota en su diario de las predicaciones sobre este tema. Adornan la Iglesia de luto y el predicador comienza a hablar:
«La muerte, que viene a sorprendernos en el momento que menos la esperamos… ¡qué horrible es la muerte del pecador! Sus ojos se abren desmesuradamente, presiente, sabe que va a morir. Morir… ¡Oh!, presentarse delante del Dios que ha menospreciado… ¡Ah!, ¿qué le llevará? No ve otra cosa que pecados sin número. Oh muerte, espera, por favor. No puedo ir todavía. Mis pobres hijos. ¿Es necesario abandonarlos? Esta fortuna adquirida con tanta fatiga ¿hay que dejarla cuando comenzaba a gozarla? ¡Oh muerte! ¿Qué cosa presentaré al Señor, que deberá juzgarme? Un sacerdote. ¡Pronto, un sacerdote! Y el sacerdote llega frecuentemente demasiado tarde, para no encontrar más que un cadáver. Y además ¿qué valor pueden tener esas confesiones de última hora? ¡Ah! Estemos siempre preparados para no temer la muerte, sino poderla llamar a grandes gritos, que ella se nos presente como una liberación que debe poner fin a nuestro destierro y unirnos al Dios a quien amamos sobre todo».
Apunta Isabel:
«El sermón terminó con un acto de contrición, muy hermoso y emocionante. Cosa curiosa. Con temer yo tanto el juicio de Dios, el sermón de esta tarde no me ha impresionado lo más mínimo».
Ante esto, el acto espontáneo de Isabel es de abandono y confianza en Dios. Ha leído a santa Teresa y santa Teresita (que acababa de fallecer en Lisieux). Nuestra espiritualidad carmelitana ha hecho mella en ella y puede más que los temores.
En 1901, entra en el Carmelo de Dijon. La lectura de san Juan de la Cruz y de la Escritura Sagrada (sobre todo, las cartas de san Pablo), terminan de ensanchar su corazón hacia el infinito. No son pocas las veces que Isabel escribe cartas de condolencia por la muerte de un familiar:
«Acabo de saber en este momento que el Señor viene a usted con su cruz pidiéndole el más doloroso de los sacrificios, y le pido que sea Él mismo su fuerza, su apoyo, su divino consolador. Toda mi alma y mi corazón son una cosa con usted, pues sabe, querida señora, el profundo afecto que me une a usted. Hoy comparto todo su dolor; usted adivina, a través de estas líneas, lo que mi corazón no puede decirle. Ante semejantes pruebas solo puede hablar el Señor, que es el Consolador supremo. Se dice en el Evangelio que ante la tumba de Lázaro, viendo llorar a María, “Cristo se turbó y lloró” (Jn 11, 33-35). Este Señor, cuyo corazón es tan compasivo, está cerca de usted, querida señora. Él ha recibido allá arriba a esta querida alma, que participará cada día en nuestras oraciones y sacrificios, no lo dude usted. Viva con ella en aquel más allá que está tan cerca de nosotros. ¡Es tan verdadero que la muerte no es una separación!… Que vuestro angelito, que está en el cielo para recibir a quien usted llora, le obtenga fortaleza y ánimo. Me uno a ella, querida señora, pidiendo a Dios que le sea “todo lo que le ha quitado” y enjugue con su mano divina las lágrimas de sus ojos. Le envío lo mejor de mi corazón».
Jesús es la clave, ante el misterio de la muerte, recordarlo llorando ante la tumba de Lázaro, o pasando Él mismo por el sufrimiento y la muerte, es el mayor de los consuelos.
Bien pronto enferma Isabel gravemente, cuando lleva tan solo cinco años en el Carmelo, y tiene ocasión de hablar de la muerte y el sufrimiento por propia experiencia. Así consuela a una amiga ante el miedo por una próxima operación:
«La muerte, querida señora, es el sueño del niño que se duerme sobre el corazón de su madre. Finalmente, la noche del destierro habrá huido para siempre y entraremos en posesión de la herencia de los santos en la luz (Col 1, 12). San Juan de la Cruz dice que nosotros seremos juzgados sobre el amor. Esto responde muy bien al pensamiento de Nuestro Señor, que dijo a la Magdalena: “Muchos pecados le han sido perdonados, porque amó mucho” (Lc 7, 47)».
Nada de temor al juicio y a la condena. Todo es confianza y fe ilimitada en los brazos amorosos de Dios (como la más tierna de las madres) y en su misericordia. Y así lo transmite:
«Dios nuestro Señor es rico en misericordia, a causa de su inmenso amor (Ef 2, 4). No tema usted, pues, nada esa hora por la que todos debemos pasar. ¡Qué misterio tan insondable es la muerte!».
No obstante, ante la cercanía de la propia muerte, expresa sentimientos diversos: alegría y confianza, pero no deja de admitir que, para la naturaleza, es terrible y costoso: «Cumplo en mi carne lo que falta a la Pasión de Jesucristo por su cuerpo, que es la Iglesia (Col 1, 24). He aquí lo que constituía la felicidad del Apóstol. Este pensamiento me persigue y te confieso que experimento una alegría íntima y profunda al pensar que Dios me ha escogido para asociarme a la Pasión de su Cristo, y este camino del Calvario que subo cada día me parece más bien la ruta de la felicidad. ¿No has visto esas estampas que representan a la muerte segando con la hoz? Pues bien, ese es mi estado; me parece que la siento destruirme así… Para la naturaleza esto es a veces doloroso, y te aseguro que si me quedase ahí, no sentiría más que flaqueza en el sufrimiento. Pero esto es la consideración humana, y muy pronto ‘abro el ojo de mi alma a la luz de la fe’, y esta fe me dice que es el amor el que me destruye, quien me consume lentamente, y mi alegría es inmensa y me ofrezco a él como presa» (GV).
Los santos, como se ve, no están exentos de sentir en su naturaleza el dolor y la angustia. Pero miran con fe cada acontecimiento de la vida.
Isabel, ante los terribles dolores de su enfermedad, llega a tener pensamientos de suicidio, que vive con humildad y sencillez. No obstante, el dolor y la muerte no tienen la última palabra. Las últimas palabras esta joven de 26 años antes de morir fueron: «Voy a la Luz, a la Vida, al Amor…».
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