María del Puerto Alonso, ocd Puzol
Isabel nace y crece en la Francia de finales del siglo XIX. La mujer, en esa época, aprendía también lo “fundamental” para su sexo: saber leer y escribir, coser y, tal vez, tocar algún instrumento. Fruto de esta mentalidad social, la joven e inteligente Isabel, apenas aprendió las normas gramaticales básicas. Eso sí, fue una buena pianista desde su infancia. Pero al entrar al Carmelo hubo de renunciar a su amada música (en aquella época, esto era así).
Cuando Isabel escribe en sus diarios en 1899 y 1900, los apuntes que toma en las Misiones acerca del tema de la mujer, son muy elocuentes sobre cómo se entendía que debía ser esta: piadosa, trabajadora, sufrida, obediente…
Así describían a la “mujer mundana” en esos apuntes que Isabel tomaba de los sermones de la época: “La mujer mundana solo se ocupa de modas, vestidos, visitas, bailes, fiestas de gala. Ni un pensamiento elevado, ni una idea alta, sino mil preocupaciones a ras de tierra.” “La mujer mundana se cree dispensada del trabajo. Ignora estas palabras de Dios: “Comerás el pan con el sudor de tu frente” (Gen. 3, 19)… La mundana ignora lo que es la penitencia voluntaria y si la llega el dolor, ¿qué sucederá? ¡Cuántos suicidios para acabar con la vida!”. Y también: “La mujer mundana se aburre. Entonces el mundo, que lo prevé todo, le ofrece sus malos libros, que van a cautivarla…”
Y esto era lo que predicaban sobre la mujer “piadosa”: Las tres cualidades de la mujer cristiana A) La fe. Ella la aprecia y da gracias al Señor todos los días. De joven instruirá a los niños pobres sobre estas verdades grandes y consoladoras. Madre, esposa, las hará conocer y amar de los que la rodean. Preferirá ver morir a su hijo que verle perder la fe… B) La castidad. Es la virtud más hermosa, la que Jesús prefiere. San Alfonso ha dicho que de cien condenados al infierno, noventa y nueve lo eran por haber perdido esta virtud. Invirtiendo la frase, puede decirse que si se posee la más hermosa de las virtudes se tienen noventa y nueve por ciento de probabilidades de ir al cielo, pues Jesús no puede condenar a vivir eternamente lejos de Sí al alma pura que siempre ha estado vigilante sobre ella. Los que Jesús ha preferido eran muy puros: su Madre es una virgen; Juan es también virgen. Margarita María… C) La entrega. Es un privilegio de la mujer tener un corazón compasivo. Dios ha puesto en ella tanta capacidad de entrega… La ha colocado en la tierra para enjugar las lágrimas, aliviar… todas las penas y permanecer firme al pie de la cruz…”
Y así describen a “la mujer de vida interior”: “Para amar su interior, la mujer debe: A) Llevar una vida ordenada, imponerse algunas prácticas religiosas, las suficientes, no demasiadas, pues el exceso podría hacer mal a sus familiares. B) Debe trabajar: a) de una manera espiritual; b) intelectual, y c) manual. C) Debe obedecer. D) Debe mandar bien. Debe tener adornada con gusto su casa, pero con un gusto cristiano…La mujer interior debe, pues, tener en su casa algunas estampas piadosas, un Crucifijo, hacia el que dirigirá sus ojos para reavivar su fe.”
Poco tiempo después (en 1901) Isabel entra en el Carmelo y lee y profundiza la Escritura, nuestros santos: Teresa de Jesús, Juan de la Cruz y Sta Teresita (todavía sin canonizar). Medita todo esto en su corazón. Cuando ella escriba y dedique –enferma ya de muerte– a su hermana casada y con dos hijas los ejercicios espirituales llamados “El cielo en la fe”, nada de todo esto se reflejará en estos ejercicios. Nada de objetos piadosos, nada de estampas y novenas… Ella, a su hermana Guita (Margarita) le hablará de que tenemos a Dios habitando en el centro de nuestro corazón. Que, por lo tanto, tenemos al mismo cielo habitándonos. ¡No hemos de esperar a morir para vivir en el cielo! Basta activar la fe, para poder vivir ya en él. Todo esto fundamentado con citas bíblicas y avalado por la propia experiencia de Isabel.
Quizás se pueda creer que Isabel vivía esta presencia de Dios continuamente porque se le “revelaba” de forma extraordinaria. Pero no era así en absoluto. En una carta a una amiga le explica el estado de sequedad interior en la que vive y cómo afrontar esta sequedad: “Pida mucho por mí, amadísima hermana. También a mí no es un velo, sino un muro grueso, quien me lo oculta. Es muy duro, verdad, después de haberlo sentido tan cercano; pero estoy dispuesta a permanecer en este estado de alma el tiempo que quiera mi Amado, pues la fe me dice que Él está ahí también. Y entonces, ¿de qué sirven las dulzuras y los consuelos? No son Él. Y es a Él solo a quien buscamos. ¿No es así, mi querida Margarita? Vayamos, pues, a Él en la fe pura. (Oh, hermana mía! Nunca he sentido tan al vivo mi miseria. Pero esta miseria no me deprime. Al contrario, me sirvo de ella para ir a Él y pienso que es por ser yo tan débil por lo que me ha amado tanto y me ha hecho tantos favores. El otro día era el aniversario de mi primera Comunión, hace diez años. ¡Ah, cuando pienso en las gracias de que me ha colmado!… ¿No le parece que esto dilata el corazón? ¡Ah, cuánto amor! Hermanita, procuremos responder a él… Ya ve, si Él nos prueba, ocultándose así a nuestra alma, es por saber que ya le amamos demasiado para abandonarle. Que Él dé, pues, sus dulzuras y consuelos a otras almas para atraérselas a Sí, y amemos esta oscuridad que nos conduce a Él.”
Isabel se escribe fundamentalmente con mujeres: su madre y su hermana, por supuesto, pero también con amigas. A todas ellas les va compartiendo desde el primer día su gozo de estar en el Carmelo y su creencia de que ellas también pueden vivir en su corazón lo mismo que está viviendo ella.
Esto hoy puede parecer una obviedad, pero ya hemos visto cómo creían que era la mujer creyente y piadosa. En ningún momento se les habla de una relación íntima con su Dios. Isabel insiste una y otra vez en la importancia de vivir una vida contemplativa para vivir una auténtica vida cristiana. Y explica cómo esa vida contemplativa no consiste en fenómenos místicos extraños sino en mirar al Dios que nos habita en el fondo de nuestro corazón.
Isabel no negó su ser femenino al entrar en el Carmelo. Ella vive su vocación como una llamada a ser Esposa de Cristo (deseo ansiado desde su juventud) y Madre de las almas por la oración. Ese desposorio y esa maternidad eran como una cruz invisible que la atravesaba: el palo vertical sería el ser Esposa de Cristo y el horizontal esa maternidad espiritual que ciertamente ejerció con sus amistades y sus familiares (incluyendo su propia madre).
Este extracto de una de sus cartas a la Señora Angles, mujer casada, es una muestra de cómo ella no creía que vivía su desposorio con Cristo solo por ser religiosa y de cómo vivía este apostolado epistolar: “Nosotras, que somos suyas, como esposas, querida señora, debemos, por consiguiente, identificarnos con Él; me parece que al final de cada una de nuestras jornadas deberíamos poder repetir estas palabras. Tal vez usted me diga: ¿Cómo glorificarle? Es bien sencillo. Nuestro Señor nos enseña el secreto cuando nos dice: “Mi alimento es hacer la voluntad de Aquel que me ha enviado” (Jn. 4, 34). Únase, querida señora, a la voluntad del Maestro adorable, vea cada sufrimiento y cada alegría como venidos directamente de Él y entonces su vida será como una comunión continua, ya que cada cosa será como un sacramento que le comunicará a Dios. Y esto es muy real porque Dios no se divide; su voluntad es su ser. Él está todo entero en todas las cosas, que en cierta manera no son más que una irradiación de su amor. Ya ve cómo puede glorificarle en esos estados de sufrimiento y desaliento, tan difíciles de soportar. Olvídese de sí todo lo que pueda. Es el secreto de la paz y de la felicidad.”
Para ella es tan fundamental el vivir este ser Esposa-Madre, que habla de ello en casi todos sus escritos. Sobre todo en un par de oraciones de las más conocidas de la Santa: La “Elevación a la Santísima Trinidad” y “Ser Esposa de Cristo”, donde explica que serlo es vivir en fe y atención amorosa al Dios que nos vive, en imitación de Cristo, la unión indivisible de las voluntades y corazones de Dios y el alma.
Isabel se siente mujer, mujer desde lo más profundo de su ser. Y por ello, llamada, como toda persona, a la unión con Dios, a la intimidad con Él por el amor y la fe.