Revista Opinión
Hay rincones que sólo por casualidad los descubres. Si alguna vez te hablaron de ellos, no lo recuerdas y nunca pensaste en conocerlos. A decir verdad, ni siquiera sabías que existían. Hasta que alguien o algo te obliga, por circunstancias relacionadas más con el azar que por el afán de conocer, a visitarlos. Es la displicencia de los ignorantes que les induce a minusvalorar o despreciar cuanto ignoran y los circunscribe al microcosmos particular de sus comidas, tradiciones, trabajos, ambientes y vecindario. De alguna manera, circunstancia que le ha beneficiado, Isla Cristina no es lugar de paso y no se acerca uno a ella sin referencias previas.
Porque venir expresamente a esta localidad de la costa occidental de Huelva, arrinconada entre el mar y los meandros de un río, no es fácil si no se tienen noticias de su existencia. Las autopistas y autovías que atraviesan el país la eluden para escupirte a Portugal o Sevilla antes que a sus playas doradas y sus plazuelas de pausada convivencia. Es por eso que, sólo por casualidades de la vida o carambolas del destino, se puede tener la fortuna de esquivar lo habitual, abandonar los caminos trillados por la masificación y enfilar ramales que te desvían hacia espacios nuevos, recónditos y bellos que enseguida te atrapan con el encanto de su singularidad virginal, fiel a sí mismos y a la llaneza de sus gentes y su geografía, libres de esa plaga de vulgaridad aparentosa y artificial que parece exigir el turismo de masas aborregadas.
Fue así cómo, hace una friolera de años, tropecé con una localidad que, nada más cruzar el puente que salva un cauce fluvial sobre el que reposa un enjambre de barcas adormiladas, me cautivó al primer vistazo. Y es que lo primero que uno contempla al entrar en Isla Cristina es su ría y el puerto pesquero que insufla vida al pueblo y sustento, también disgustos, a sus habitantes. Barcos de pesca para el atún, las sardinas o el marisco y frágiles barquitas, casi de papel, para buscarse la vida con las menudencias que la arena o el fango quieran proporcionar a los lugareños. Ya antes, nada más descender desde la carretera nacional y atravesar el poblado de Pozo del Camino, llama la atención la blancura rectangular de unas salinas a pie de carretera y el olor impregnado a salitre y salazones que advierten al foráneo de que arriba a un pueblo auténtico que explota con honestidad y el sudor de su esfuerzo la riqueza natural que le brindan el mar y el Sol.
Es un descubrimiento deslumbrante, el de Isla Cristina, que se acrecienta cuando aflora ante los ojos, desde el instante en que se accede a ese puente de entrada, un horizonte abierto, hacia donde se oculta el Sol, de aguas y marismas que se amanceban con el mar y toleran el vaivén de sus mareas. Y otro horizonte de suaves colinas verdes, hacia levante, donde se alternan tierras de labor con desperdigadas arboledas empeñadas en mantenerse en pie en el lugar donde brotaron, entre las cuales serpentea la lámina del río Carreras que abraza al pueblo antes de entregarse resignadamente a las olas del mar. Tal cúmulo de sensaciones y estampas impactan por primera vez en el visitante de manera indeleble hasta el punto de convertirlo en un embajador de Isla Cristina casi tan entusiasta como su vecino más ilustre. Ya no podrá jamás sustraerse del encanto que le causa esa primera impresión y querrá volver a sentirla en cuanto quede asimilada por la experiencia. Pero no se trata de la ceguera o el flechazo de un enamoramiento, sino del convencimiento racional de hallar un lugar donde aún es posible la convivencia entre la naturaleza y la cotidianeidad de un pueblo con el descanso y la tranquilidad que busca el visitante ocasional o de vacaciones.
Y aunque he de reconocer que lo que me trajo a Isla Cristina por primera vez, de la mano de un amigo, fueron sus playas, pronto tuve la satisfacción, en sucesivas visitas, de conocer su trama urbana y el pulso humano que late en ella. Recorrer sus calles, sentarse en las plazas, saciar la sed en bares, contemplar la vida a ras del suelo y entablar conversación con la gente son síntomas de una integración en la localidad que resulta irremediable. Porque si placenteras además de hermosas son sus playas, de fina arena blanca como limpia y fría el agua del océano las bañan, más grato es aún un pueblo que, sin darle la espalda a su costa turística, no deja de conservar y mantener su vitalidad urbana en las collaciones de su callejero. Para quien guste deambular, Isla Cristina se presta al paseo sosegado gracias a sus dimensiones contenidas y la llaneza del terreno. Su contorno en forma de una abarcable “ele”, favorece que el admirador curioso descubra su alma urbana y la calidad humana de su población.
Así, se distingue enseguida que la característica más notable de este pueblo, su verdadera personalidad, la constituye la pesca y la industria derivada de ella. Se percibe en cuanto se recorre en toda su longitud la avenida que bordea, desde que se cruza el puente, todo el margen izquierdo del río hasta, cercano a su desembocadura, el puerto deportivo, donde se explaya la vista en atardeceres anaranjados y en los surcos que dejan sobre el agua las embarcaciones que entran y salen a mar abierto. Un edificio de viviendas, semejante a un faro, señala el punto más expuesto y pintoresco del perímetro urbano hacia las brisas frescas de poniente y las imágenes marineras de gaviotas y barcos. Al otro lado del río, la Punta del Moral ayamontina, tan cercana a la vista y tan lejana por carretera, y en este lado, en el que nos encontramos, la verdadera Isla Cristina, la que tiene rostro de pescador con la piel curtida por el Sol y el trabajo duro en la mar. Ello se percibe porque, antes de llegar hasta este extremo de la ciudad, hemos recorrido los muelles del puerto pesquero y la lonja del pescado, donde atraca una flota compuesta por cerca de dos centenares de embarcaciones que se dedican a la pesca de cerco, arrastre y draga hidráulica, cuya actividad hace de este puerto el más importante de Andalucía y uno de los primeros de España.
Merece la pena entretenerse en contemplar esos barcos, de toda modalidad y tamaño, atracados en el puerto, algunos de los cuales sometidos a reparaciones y limpieza por parte de su tripulación, las labores de reparación de redes que realizan los pescadores sobre el muelle, las cintas que transportan el hielo desde las fábricas hasta las bodegas de los buques, las descargas de las cajas de pescado y marisco hacia la lonja y el movimiento constante de camiones frigoríficos que distribuyen esa mercancía por todo el país. El trajín que genera toda esta actividad es, ya de por sí, todo un espectáculo que delata la identidad de este pueblo y su carácter laborioso. También da pie a reflexionar sobre el devenir de una industria, sin caer en la nostalgia pesimista, poder apreciar en la orilla opuesta al muelle el esqueleto de viejos astilleros y restos de diques secos de una olvidada carpintería de ribera que evocan épocas de pasado esplendor en la construcción de barcos y demás tareas auxiliares de la pesca. Una reflexión a la que invita, con merecido orgullo y reconocimiento, la sala de exposiciones que encontraremos en esta avenida, ubicada en la antigua fábrica de conservas Mirabent, rehabilitada para tal fin y convertida en Centro de Innovación y Tecnología de la Pesca, en la que se muestra un conjunto de maquetas a escala de barcos, elaboradas por un prestigioso carpintero local. Y es que el patrimonio cultural pesquero que atesora Isla Cristina es amplio y singular. Todavía se mantienen en pie, por ejemplo, los edificios de antiguas fábricas conserveras, de finales del siglo XIX y principios del XX, cercanos a los muelles. O las chancas (fábricas de salazón), transformadas en almacenes, de las que se conservan parte de su estructura arquitectónica. Incluso algunos miradores de observación, construidos por los propietarios de esas fábricas para recibir señales de los barcos, como el que se encuentra en la calle Real, que data de 1880, que aún conserva el soporte para el telescopio.
Llegados a este punto, continuamos el recorrido apurando un breve tramo balaustrado que comunica la esquina más occidental de Isla Cristina, donde sobresale el edificio faro, con una de sus playas más populares, la Punta del Caimán, formada por una lengua de tierra a la que se accede, para evitar un rodeo, a través de un puente de madera que cruza una cuña de agua embalsada, conocida como la Gola, que se acumula entre la playa y el paseo marítimo. La zona está catalogada de gran valor ecológico por hallarse integrada en el paraje natural de Marismas de Isla Cristina. Es un espacio carente de dunas y cubierto de matorral en el que anidan aves y se esconden ágiles cangrejos asustadizos. En la actualidad, la pasarela de madera se sustenta sobre pilares clavados firmemente en el fondo que la dotan de sólida estabilidad, pero antiguamente se apoyaba sobre estructuras flotantes que la hacían balancear cuando subía la marea, sirviendo de diversión a la chavalería e inquietud para adultos con problemas de equilibrio.
Desde la Punta del Caimán se puede ir en línea recta hasta el centro de la ciudad, enfilando la Gran Vía, arteria principal de Isla Cristina, pletórica de actividad comercial, a la que asoman edificios modernos y oficinas. La vía nos hará pasar justamente delante de las instalaciones abandonadas del antiguo Ayuntamiento, pendientes de una restauración que se hace esperar para un edificio de tan noble planta, que está levantado en el centro de una plaza ajardinada. A poco que se recorra la calle, se vislumbrará la esbelta torre del campanario de la Iglesia Nuestra señora de los Dolores, rematada por nidos de cigüeñas que crotoran indiferentes a los viandantes y sus miradas. Junto a la fachada de la iglesia, se halla la estatua del Padre José Miravent, el primer sacerdote de la ciudad. Pero antes habremos pasado junto al Instituto Social de la Marina y el Monumento al Marinero, formado por las esculturas de tres marineros que izan artes de pesca. En un emplazamiento ajardinado a su alrededor existen sendas lápidas que recuerdan algunos naufragios especialmente dolorosos para la población. Prácticamente paralela a la ría, esta calle discurre muy cercana a centros neurálgicos de la población, como son el Centro de Salud, Correos, el Teatro Municipal Horacio Noguera y el Mercado de Abastos, de obligada visita para todo “gourmet” que se precie o que valore la calidad exquisita de los productos del mar y del campo que exhiben sus puestos.
La Gran Vía desemboca, como hemos señalado, en el centro del casco histórico, donde tropezaremos con una de las plazas más señeras de la localidad: la Plaza de las Flores, que constituye el centro social al que encaminan sus pasos los vecinos y foráneos durante sus andanzas por el pueblo. Por tal motivo es una de las plazas más concurridas de la población y lugar donde se celebran todo tipo de actividades y espectáculos no sólo durante la época estival, sino también durante el Carnaval, que goza de fama nacional. Si a ello añadimos que está rodeada de bares, restaurantes, heladerías y otros establecimientos de hostelería, entre los que habría que incluir el antiguo Círculo Mercantil y un Casino de principios del siglo pasado, no sorprenderá la atracción que concita este lugar que, por si fuera poco, tiene el encanto de ser una plaza popular, bonita, con una fuente en un extremo, y peatonal, ideal para dejar correr a los niños. Unas jardineras laterales cubiertas con gran variedad de flores justifican el nombre de la plaza.
Partiendo de cada lado de la plaza se puede encaminar uno a los cuatro puntos cardinales de la ciudad para respirar, perdiéndose entre callecitas y plazoletas, la atmósfera sencilla y familiar de Isla Cristina. De esta forma, sin abandonar el bullicio que se forma en las tardes veraniegas, podemos escoger la ruta peatonal que transcurre hacia el palo vertical de la “ele” del mapa isleño, por la antigua calle del Carmen o alguna paralela, para dirigirnos hacia el Paseo de las Palmeras. Transitar por este Paseo largo y de colorido pavimento, flanqueado por esbeltas palmeras que derraman su sombra sobre los peatones, es andar sobre los primeros asentamientos que dieron lugar a un poblado estable que, a partir del terremoto de Lisboa, allá por 1755, se denominaba La Higuerita, por ser donde se recogía agua dulce de un pozo junto a una higuera, para más tarde convertirse, cuando consigue el autogobierno como entidad municipal, en la Real Isla de la Higuerita, hoy Isla Cristina, en honor a la Reina María de Cristina de Borbón por los favores que brindó a la localidad durante una epidemia de cólera que, en 1833, azotó gran parte de Andalucía y Extremadura. Andar, pues, sobre el Paseo de las Palmeras es pisar el suelo de la Historia de esta población meridional de España.
Antes de completar su recorrido, que acaba frente a la Iglesia de Jesús del Gran Poder, segunda parroquia que se consagró en Isla Cristina, hallaremos una escultura que reproduce en bronce la figura de un hombre sentado en un banco, leyendo. Se trata del Monumento a la Cultura y el Saber, inaugurado en 2006, que rinde homenaje a los bancos-bibliotecas, con baldas para libros, diseñados por el arquitecto regionalista Aníbal González, que existían en esta calle a finales del siglo XIX. Es un recordatorio, que podemos fijar en una fotografía, de un hábito que no deberíamos olvidar.
Al final del Paseo de las Palmeras se nos presentan varias opciones: bien girar hacia la izquierda para buscar otra vez la ribera del río Carreras en la Ronda Norte, o bien tomar la Avenida de España hasta alcanzar, pasando por las inmediaciones del Estadio Municipal de Deportes o Campo de Fútbol, una glorieta “fantasmagórica” con árboles desnudos de vivos colores, que constituye la puerta de entrada “oficial” en automóvil a Isla Cristina. La primera opción nos lleva, en dirección hacia la carretera de La Antilla, hasta el cementerio de la localidad, paseo nada siniestro porque nos recrea con los paisajes ribereños del Carreras, donde fondean barquitas para la pesca de almejas y otros moluscos, que se extienden hacia las lomas del interior, y en el que nos sorprenderá el monumento de un barco de pesca auténtico varado en la acera. La segunda opción nos permitirá la posibilidad de seguir el recorrido por una calle estrecha, delimitada por chalets y eucaliptos frondosos de gran altura, que nos conducirá hasta la Playa Central, la playa urbana principal de Isla Cristina, situada en el extremo opuesto al puerto pesquero. Desde su paseo marítimo podremos apreciar los arenales de una extensa costa, de más de 10 kilómetros de longitud, en la que se suceden las diversas playas de Isla Cristina: hacia la derecha, las de la Punta del Caimán y la Gaviota; y a la izquierda, las de la Casita Azul, del Hoyo, la Redondela, la de Urbasur y, la más distante, la de Islantilla, que limita ya con las del municipio vecino de Lepe. Todas son playas de fina arena dorada y aguas transparentes, con fáciles accesos señalizados.
Pero lo que distingue a estas playas y el pueblo al que pertenecen es su enclave natural y la respetuosa integración que conforman. Porque desde la Playa Central hacia el núcleo urbano de Islantilla se extiende un Parque Litoral, que comienza en el espigón de Isla Cristina, de enorme diversidad biológica. Se trata de un espacio boscoso, en el que abunda el pino piñonero, la retama, enebros y el junco, que discurre, a lo largo de 11 kilómetros, paralelo al sistema dunar de la costa. Se puede recorrer a pie o en bicicleta a través del Sendero del Camaleón, un camino que se interna en el Parque, enlazando el Monte Público de “Dunas de Isla Cristina” con Islantilla, y que pasa por la playa de la Casita Azul, donde se halla un Centro de Interpretación de la naturaleza. Todo su recorrido está jalonado de carteles explicativos sobre la ruta y acerca de la fauna y flora que caracteriza este entorno tan extraordinario, milagrosamente virgen y a salvo de las piquetas de la construcción turística. Aparte de la multitud de aves que compondrán la melodía del paseo, como el jilguero, el mirlo común o el rabilargo, también será fácil descubrir lagartijas, escarabajos negros, ratón de campo y otros animales menos visibles. Pero el más escurridizo de ellos, por ser un experto en el camuflaje, es el camaleón común, que da nombre al sendero, único saurio arborícola presente en el litoral andaluz y que goza de la mayor protección, por lo que su captura está prohibida, así como alterar su parsimonioso estilo de vida.
Como colofón, no es necesario aclarar que el recorrido por Isla Cristina aquí descrito, entre exploratorio y turístico, es aleatorio y a título particular como visitante, puesto que existen otras rutas urbanas, marítimas y de naturaleza oficiales y perfectamente organizadas por profesionales y agentes turísticos. Su intención es poner de relieve que el mayor encanto de esta población no son sólo sus playas, sino el respeto y la armoniosa relación que guarda con su entorno natural, aún virgen y salvaje. Y que esa protección y conservación del valiosísimo patrimonio natural, pesquero y cultural de Isla Cristina se debe, en gran medida, a su aislamiento de las vías que vomitan una masificación incontrolada de visitantes, que nada respetan y todo lo arrasan. Y es que, afortunadamente, Isla Cristina no es un lugar de paso. A Isla Cristina se viene intencionadamente o no se viene. Pero si se viene, se vuelve porque te atrapa con su sencillez, llaneza, belleza paisajística y nobleza de sus gentes. No necesita ningún otro reclamo promocional más que la impresión que causa en el visitante. Cosa que aquí le agradezco.-------------------------------- Referencias:-Monumentos. Ayuntamiento de Isla Cristina. wp.Islacristina.org-Ruta del camaleón. Ayuntamiento de Isla Cristina. wp.islacristina.org-CT Garum. www.ctgarum.com-Patrimonio culturl pesquero. www.huelvabuenasnoticoias.com-Isla Cristina. es.wikipedia.org