ISLA DIAMANTE
“UN PERIÓDICO ARRUGADO” EXTRACTO DEL INICIO
Había en su límpida mirada azul el desespero de una loba herida. Por mucho que la escultural beldad de rasgos marmóreos y alba piel ebúrnea pretendiera mostrarse impertérrita como la efigie de una diosa helena, trepidaban ostensiblemente sus labios, generosos y bermejos. Estaba muerta de miedo. A su lado viajaba un desalmado con aspecto de torvo camorrista.
Eusebio reparó en que iban cogidos de la mano, pero la disonante pareja se le antojaba del todo inverosímil.
La mujer, alta, rubia, esbelta y de facciones escandinavas, iba enfundada en un ceñido traje de fiesta oscuro con reflejos aceitunados y cruzado al cuello que dejaba al descubierto los hombros.
Su fornido acompañante era “carnaza” de penal. Eusebio observó espantado su negra chaqueta de cuero, raída y sucia, a juego con unos vaqueros astrosos y rotos a la altura de las rodillas. Completaba el ajuar del pendenciero un par de botas altas, con plumas negras a ambos lados y la blanca faz de un águila dibujada en la puntera de plata.
Era su rostro un atezado recordatorio de múltiples reyertas callejeras. En sus ojos negros no había ni rastro de misericordia ni bonhomía. Se apearon en la estación de Méndez Álvaro. Una resplandeciente limusina negra les recogió frente a la entrada principal de El Corte Inglés. Los altísimos tacones de los zapatos rojos de la mujer desaparecieron en el interior del vehículo. Eusebio, que acababa de entrar en una cafetería frente a los grandes almacenes, reparó en que en el mismo lugar donde unos segundos antes estuviera la rocambolesca pareja había ahora un periódico arrugado. ¿Se le había caído a ella o lo había arrojado adrede?
A toda prisa, “desvistiéndose” de su habitual flema, abonó su consumición: un café irlandés excelente servido con unas pastas de chocolate y trocitos de frambuesa.
Salió del local y cruzó la calle. El claxon de un Ford Mondeo metalizado sonó estridente. Eusebio no lo había visto venir y a punto estuvo de resultar arrollado.
La limusina se perdió de vista, girando por la calle Acanto en dirección sur. En el suelo había un ejemplar atrasado del periódico gratuito 20 minutos.
“ISLA DIAMANTE”
Había cogido un avión con rumbo a Atenas. Después un barco, y luego otro…
La cabeza le dolía terriblemente y los efectos de un sueño eterno proseguían clavándole alfileres de acero en los párpados. Un hombre enjuto y alto le estaba contando en un castellano deforme y ramplón que se encontraban en la isla griega de Nísiros. Muy pronto arribarían a su destino final: Isla diamante.
Sissel observó su entorno entre telarañas de una bruma espesa con aroma anestésico. Entonces reparó en que el origen de tal sensación radicaba en su paladar: por eso le temblaban las piernas como si fueran juncos contrahechos, por eso se veía todo borroso, cubierto por un manto etéreo de oscilación pendular.
La voz de aquel desconocido de apariencia paquistaní, aunque sonaba distendida, le perforaba los tímpanos.
De hecho, hasta el mismo rumor del aire era como un tronido de tambores. El paisaje que contemplaban sus entreabiertos ojos azules a través de la ventanilla del coche era de rotunda naturaleza volcánica, con abundante vegetación y fuentes termales. Algunos turistas provenientes de la cercana isla de Kos llegaban hasta allí para visitar el volcán Stefanos.
La perorata del conductor mudó hacia otros derroteros para anunciarle que acababan de entrar en la población de Mandraki, donde tomarían un barco que zarpaba a Isla Diamante.