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La inestabilidad creciente en el Oriente Medio está poniendo sobre la mesa de estudio un problema que, a todas luces, plantea retos de enorme importancia para la paz en el mundo. Me refiero a la modernidad del Islam, o más bien, a cómo ve el Islam la actualidad y cómo los musulmanes ejercen su religión. Evidentemente no se puede obtener una visión única del problema, toda vez que estamos ante una religión con numerosas interpretaciones, grupos, sectas y divisiones. Siempre ha sido así, desde la misma muerte del profeta Mohammed, la paz sea con él, hasta nuestros días. Nunca hubo una comunidad unitaria de creyentes, igual que no hubo un califato universal. El Islam se ha vertebrado sobre diferentes realidades culturales que han arrojado distintos modos de entender y ejercer la religión. Esta particularidad la comparte con el cristianismo y con el budismo e hinduismo, y tiene un enorme calado para entender las reacciones del mundo islámico ante los diferentes asuntos de la actualidad internacional.
En lo concerniente a la persecución de los cristianos en países como Irak, con cientos de miles de desplazados, matanzas y barbaridades de distinta intensidad, los países de mayoría musulmana y gobierno islámico no se han pronunciado de forma clara y firme, al menos hasta ahora. No existen tampoco manifestaciones populares contra tales crímenes. En Marruecos, por ejemplo, han sido notorias las manifestaciones en días pasados protestando contra la agresión judía hacia los palestinos; pero no se ha hecho lo mismo para denunciar las persecuciones de cristianos. Estamos hablando de un país moderno, practicante de un Islam tolerante que mantiene además buenas relaciones con representantes de la Iglesia Católica y de otras confesiones religiosas.
Es cierto que a nivel individual, la mayoría de los musulmanes manifiestan repulsa por esas prácticas y las condenan abiertamente. Pero no hay extensión de la condena y las autoridades de estos países guardan un clamoroso y vergonzoso silencio. Y digo vergonzoso porque en este mundo actual, enfermo, doliente y con numerosos frentes abiertos de falta de solidaridad y pisoteo continuado de los derechos humanos en numerosas regiones del planeta, no hablar para denunciar la barbarie implica situarse, de facto, en el lado del mal y dejar que éste se propague.
El Islam está sufriendo una lenta transformación, un poco a remolque de la civilización occidental, y tiene que pasar necesariamente por una catarsis colectiva que le permita encarar los numerosos frentes abiertos por la posmodernidad, entre ellos la cultura, la ciencia, la reflexión antropológica y filosófica y, por supuesto, la defensa vehemente de los derechos humanos.
Desde diferentes colectivos, casi siempre entidades musulmanas occidentales, se trabaja en la elaboración de una teología actualizada, la construcción de una identidad religiosa que ha de pasar por la revisión y comprensión desde la óptica del siglo XXI. Esto significa que el Islam no es árabe, ni patrimonio solo de los árabes, como podría pensarse en un primer acercamiento, sino que es participado por hombres y mujeres de toda condición y grupo social. El Islam es también universal y debe situarse en primera línea de crítica, denuncia y también de estudio e investigación. Por otra parte, los países llamados islámicos deben asumir esta condición de una modernización de la religión. La tarea es ingente; pero está en juego el futuro de la Humanidad.
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