Es difícil encontrar incluso en Google datos sobre la infancia sumamente pobre de uno de los científicos más reconocidos del mundo, Juan Carlos Ispisúa, nacido hace 53 años en Hellín, Albacete.
La última de sus muchas aportaciones al conocimiento acaba de publicarse en la revista “Cell Stem Cell”: un método para la obtención de células madre a partir de células adultas, diferente y más sencillo del que le valió al japonés Shinya Yamanaka el Nobel de Medicina de 2012.
De niño, este sabio era pastor de ovejas. Otros chicos conocían las andanzas de Don Quijote por aquellas tierras de La Mancha, y él no tenía dinero para comprar libros.
Alguien descubrió su talento y peleó para conseguirle becas prercarias. A pesar de ello fue formándose, esforzándose hasta dirigir como ahora investigaciones fundamentales sobre la base de la vida, la célula.
Ahora dirige un laboratorio en el Instituto Salk, en San Diego, California, y también el Centro de Medicina Regenerativa de Barcelona.
Si se analiza la vida de muchos científicos se descubre que la pobreza no es un obstáculo para que lleguen a la sabiduría: el propio Jonas Salk (1914-1995), el creador de la vacuna del polio, procedía de una familia también pobre de judíos irlandeses inmigrantes en EE.UU.
El Instituto, que vive de donaciones y de sus patentes, tiene ahora 19 laboratorios, uno de los cuales es el Ispizúa Belmonte Lab, con cerca de ochenta investigadores entre doctores y doctorandos.
Cuando se discute sobre becas suele olvidarse que hay posiblemente bastantes Ispizúa que tienen muchos menos medios que los idóneos para permitirles explotar su genialidad.
Y que hay quienes reciben ayudas o matrículas inmerecidamente, malos estudiantes, sean pobres o ricos, quitándoselas a los genios como este.