Publicado en txt.es el 23 de julio de 2017
Mucha gente se pregunta cómo es posible que una crisis que ha mostrado tan claramente las injusticias, las estafas, la corrupción y la inmoralidad del sistema económico en el que vivimos no haya traído respuestas y cambios en una dirección opuesta a la que arruina a millones de personas y empresas, destruye el medio ambiente y multiplica las amenazas sobre las democracias y la sociedad.
Si nos ceñimos al caso europeo, lo ocurrido en Grecia es quizá lo más paradigmático de la frustración y el desastre social con que finalmente ha terminado la crisis. Pero igual podría decirse de la situación en Francia o Italia y, por supuesto, de España, donde nos sigue gobernando uno de los partidos más corruptos de toda Europa. Curiosamente, solo el Portugal gobernado por el Partido Socialista con el apoyo de las demás izquierdas, cuando todo el mundo afirma que esta crisis ha marcado el fracaso final de la socialdemocracia, es el único caso de resistencia mínimamente eficaz frente a la Troika y las políticas austericidas.
Es verdad que todo lo que ha ocurrido no ha sido negativo y que se han dado pasos adelante que suponen un empoderamiento importante de sectores sociales que hasta ahora estaban como anestesiados. En España, el 15M introdujo variables en la agenda política que ya tienen que asumir (lógicamente, con mayor o menor fidelidad y convencimiento) todas las fuerzas políticas. También se ha roto (aunque es cierto que no definitivamente) lo peor del viejo encuadre político de la transición, el pacto PP-PSOE con la muleta de los nacionalismos de derechas. El PSOE se ha situado finalmente en posiciones más proclives a plantear políticas transformadoras y en el Parlamento, en las comunidades autónomas y en los ayuntamientos hay un nuevo aire que hará inevitable que comience a regenerarse la atmósfera, en tantos aspectos corrupta, de años atrás.
Pero es evidente que nada de eso ha sido suficiente para frenar las políticas que viene aplicando el PP y para articular una mayoría política que refleje y defienda los intereses de la gente que ha sufrido los peores efectos de la crisis.
Sin duda, hay muchos factores que pueden explicar esto que me parece que hay que calificar, sin ningún paliativo, como un auténtico fracaso histórico. Yo traté de analizarlos ya en 2010, cuando -conociendo a las izquierdas de este país- anticipaba lo que me parecía que posiblemente iba a ocurrir y que ha sido exactamente lo que ha terminado ocurriendo: que la izquierda que se suponía que era quien podría dirigir un proceso de transformación y puesta en marcha de alternativas resultaría incapaz de hacerlo.
Predije que esto podía suceder en mi libro La crisis de las hipotecas basura: ¿por qué se cayó todo y no se ha hundido nada? que puede leerse en pdf aquí, pero no voy a reproducir ahora todos los argumentos que analicé entonces. Simplemente, quiero hacer algunos comentarios a partir del último párrafo de ese libro y que decía lo siguiente:
“(…) quizá si la izquierda y los movimientos alternativos en general comenzaran a trabajar para poner en marcha prácticas políticas de este otro signo, fraternales, de emociones y afectos, de reunión, de deliberación y debate para fomentar el conocimiento, la indignación, la rebeldía y el sabotaje pacífico en lugar de dedicarse simplemente a gestionar o a radicalizar sobre el papel sus programas, la salida a la crisis que vivimos y a las que vendrán serían diferentes y conseguiríamos hundir para siempre en los vertederos de la historia las prácticas sociales que crean tanta frustración y dolor innecesarios”.
Lo ocurrido ha sido justamente lo contrario. La izquierda española no ha sabido impulsar otro tipo de hacer política y cuando lo ha intentado, como en el caso de Podemos, ha terminando siendo la peor copia de los peores defectos de los partidos tradicionales. Las izquierdas españolas han sido incapaces de entenderse entre ellas, volviendo a mostrar explícitamente a la sociedad que ser de izquierdas es ser enemigo de cualquiera que no sea exactamente igual a uno mismo y de quien no se sitúe obedientemente en el mismo bando que uno (o de una, porque las mujeres que se van incorporando al liderazgo político en las izquierdas terminan ejerciéndolo como si tuvieran tanta o más testosterona que los propios hombres). Las izquierdas no han sido ni inteligentes ni generosas para unirse y siguen sin darse cuenta de que esa unidad no es un capricho sino la precondición para mejorar la vida de la gente, pues solo con ella se puede disponer de la fuerza que requiere la transformación social en condiciones tan difíciles como las que vivimos en el mundo actual. Y, sobre todo, las izquierdas no ha aprovechado la crisis para darse cuenta de que el cambio social y político que se necesita es de tal envergadura que requiere de un sujeto político y de un impulso ético tan poderosos que solo pueden venir de una mayoría social muy amplia y que necesariamente ha de ir mucho más allá de las izquierdas.
El primer uso de la palabra crisis en la Grecia clásica fue para referirse al momento en el que quien decide puede conocer mejor la naturaleza y situación que presenta un problema. Y, en este sentido, la izquierda tampoco ha sido capaz de aprovechar la crisis para analizar conjuntamente la situación, para hacer pedagogía y para dotarse de análisis rigurosos sobre lo que pasa y sobre lo que se necesita.
La consecuencia de todo ello me parece evidente: la izquierda española no dispone de los ingredientes que son esenciales para poder presentarse a la sociedad como vector de transformación, como fuerza dirigente y capaz de canalizar, liderar y hacer efectivos y positivos los cambios sociales. Y sin ellos es una izquierda inútil, no creíble y tan incapaz e impotente como indeseable.
Es duro decirlo así, pero ¿adónde puede llegar y quién puede desear que gobierne una izquierda que no tiene clara, por ejemplo, la conformación básica del Estado en el que opera, que no sabe a ciencia cierta quiénes son sus aliados para conseguir los objetivos que en cada momento se propone, o que no trata ni cuida con afecto ni siquiera a los suyos? ¿Quién le arrendaría éxitos y quién puede confiar en que su gestión, con tales carencias, no terminaría en un caos o en el desastre, como en Grecia?
No exagero. Hace unos días leía lo siguiente en el periódico digital cuartopoder:
“Iglesias, que dijo que “si fuera catalán, no iría a votar”, firma un artículo junto a Domènech en el que consideran el 1-O como una movilización legítima.
Garzón y la dirección federal de IU no dan validez al 1-O, mientras que EUiA sí considera que hay que participar en el referéndum.
En Catalunya en Comú, la postura mayoritaria es la de Domènech, pero existen otras dos: una, que hay que implicarse más con el referéndum y, otra, que no hay que participar”.
¿Alguien puede creer de verdad que la sociedad puede confiar en una izquierda con semejante galimatías en una cuestión tan esencial como es un referendum en el que se plantea la independencia de un territorio del Estado?
Algo parecido puede decirse de la discusión que se mantiene, tanto en el seno de Podemos como del PSOE, sobre las alianzas entre ambos. ¿Cómo se puede esperar que la sociedad confíe mayoritariamente para gobernar en un partido que no tiene ni siquiera claro con quién va a ir de la mano y con quién no; quién es su amigo o su socio y quién su adversario?
Y lo que quizá sea peor ¿quién va a confiar para que dirija sus destinos en una izquierda que a los suyos los trata a puntapiés y a base de insultos y descalificaciones? La fraternidad, la empatía, el respeto a la diversidad… son los prerrequisitos de la credibilidad y del afecto de los que nace el apoyo y la complicidad también en la vida política (salvo que prime el engaño). Una izquierda arisca, agresiva y pendenciera y, digámoslo claro, por tanto totalitaria, puede que resulte muy atractiva para sus militantes más convencidos pero solo podrá cosechar recelo y aversión en la sociedad en su conjunto.
En el libro que cité más arriba señalaba que para hacer frente a una crisis como la que entonces se vivía es necesario disponer de alternativas y programas puestos con rigor sobre el papel pero que eso no era suficiente. Decía entonces, y creo que los hechos me han dado la razón, que además y, sobre todo, era necesario hacer frente al “fracaso de interlocución entre las izquierdas y la gente, para lo cual hay que llevar a cabo, en primer lugar, un gran proyecto de convergencia muy sincero y fraternal, con gran lucidez y, sobre todo, sin un ápice de sectarismo sino anteponiendo a cualquier otra cosa los elementos transversales que permitan hacer mallas y construir redes para religar y coordinar lo local y lo disperso y para traducir a una única lengua los diferentes voces y discursos de la transformación social”.
Sin eso, para empezar, la izquierda es un canto de sirena, una opción inútil y a la postre frustrante, cuya acción política solo puede terminar (ahí está la historia) en fracaso o en la traición a sus ideales.