Revista Cine
A estas alturas de su carrera, Clint Eastwood no se iba a conformar con elaborar un biopic al uso. Y su nueva película, J. Edgar, no lo es. Su retrato de J. Edgar Hoover, el primer director del FBI, pionero en algunas técnicas de rastreo e investigación, es cualquier cosa menos complaciente. Su Hoover es un hombre reprimido, dominado por su madre, homosexual, manipulador, mentiroso, retorcido, maquiavélico… Pero Leonardo DiCaprio construye con estos materiales un personaje tan complejo que logra que veamos su humanidad, aunque el espectador jamás pueda identificarse con un individuo tan negativo. DiCaprio está fabuloso, como era de esperar. La dirección de Eastwood es, como siempre, sobria, clásica y magistral, con una fotografía que reduce los colores y envejece cada escena. Y hacia el final uno de los personajes aporta un dato que nos obliga a replantearnos cuanto hemos visto en las dos horas previas (pero no voy a desvelarlo).
Pese a esas virtudes, que no son pocas, J. Edgar carga con un par de lastres: el maquillaje de viejo del ayudante (y amor secreto) de DiCaprio resulta tan artificial que dicho personaje parece momificado y, además, contrasta con el fascinante y trabajado maquillaje de Hoover, lo cual, en conjunto, resta cierta credibilidad; y el guión contiene algunos elementos confusos, de tal manera que en un par de ocasiones el espectador no familiarizado con la historia de EE.UU. y sus mitos puede despistarse (por ejemplo: en cierta secuencia tardé en entender si estaban escuchando ilegalmente a Luther King o a JFK). Pese a ello, esta nueva obra de Eastwood perdura en tu cabeza y contiene ese ingrediente, ya apuntado, mediante el que la película, en realidad, consta de dos versiones: la que nos cuentan y la que ese personaje nos obliga a imaginar.