En otros textos de este blog habréis podido leer sobre mis deseos de hallarme ante una novela negra tan importante como una novela de William Faulkner, con enjundia narrativa y creativa, que se acerque al género negro desde una perspectiva estrictamente literaria. No diré que "El huracán", de James Lee Burke, es esa novela, que cumple todo lo pedido, pero está en el camino.
La novela negra actual se halla empantanada en homenajes vacíos, investigaciones de técnicos y aficionados increíbles, sobrevive ahogada entre tantos volúmenes creados para las buenas ventas y para reportar beneficios cuantiosos y camina muy lejos de la verdad. Dashiell Hammett sigue siendo el faro porque bajó a la calle y desde allí contó lo que se cocía en su tiempo. Raymond Chandler sigue siendo un referente indispensable porque le puso literatura al invento y una dignidad creativa -en "El largo adiós" sobre todo- inigualable. Ross Macdonald nunca dejará de ser un maestro, porque dotó a los personajes de una profundidad psicológica sin parangón. Giorgio Scerbanenco añadió piedad y elegía a sus historias. Dennis Lehane trata temas con cuestiones morales al fondo que implican a la fuerza al lector. Lorenzo Silva, en nuestro país, nos ha acercado al mundo del policía realista y anónimo y sin grandilocuencia, cierto y fácilmente entendible. Y James Lee Burke, ese admirador de Faulkner que no desentona apenas, ha conseguido hacer historia con el Katrina de fondo y con un ritmo y unos personajes absolutamente creíbles y de una altura literaria magnífica.
"El huracán" es una gran novela. Quizá es un drama con ingredientes policiales, si queremos afinar en la catalogación. Todos los personajes tienen vida, se alzan ante nuestros ojos con atributos, con luces y sombras, y revelan que Burke es un escritor de gran talento, que nada tiene que envidiarle a ningún gran escritor de fuera del género. Nos habla de la pena y la redención, de la culpa y del remordimiento, de los pobres y los ricos, de los actos que condenan y los actos que ayudan a limpiar, de la familia y de los solitarios, de la venganza y del miedo, de la policía y de los delincuentes sin separarlos de manera brutal, como acostumbran en la mayor parte de las historias policiales y negras. La voz del narrador es cercana, confesional y arrebatadoramente sincera, incluso cuando habla del oficio de su dueño, un policía ex alcohólico y vulnerable que es, ante todo, persona y sabe mirar a su alrededor y sabe distanciarse y sabe criticar y criticarse. El poso de violencia de la historia no corre hacia un pozo aún más negro -o rojo, como prefiráis- y las historias que se cuentan no acaban todas en medio de escupitajos de armas de fuego. Son cuatrocientas páginas sin desperdicio, sin excesos, sin prisas pero sin pausas, que levantan una trama en la que hay lugar para lo muy destacable y también para lo reseñable a pie de página, para lo que destella y para lo que se muestra con una pequeña luz en medio de la tiniebla. Dave Robicheaux es un personaje muy faulkneriano, la novela y su ambientación son claramente faulknerianas, el acercamiento a los temas religiosos y trascendentes es faulkneriano. Y no como homenaje, sino como resultado del caminar por una senda. Burke tiene su propio mundo, pero también tiene un maestro y no oculta sus cartas. Se ha arrimado a un buen árbol.
Me gustan estas novelas en las que no hay prisas -sólo me disgusta el final, algo peliculero y ligero, algo fuera de lugar entre tantas buenas escenas-, en que los personajes se construyen ante nuestra mirada, en que se relacionan entre sí con asco, con vehemencia, con aburrimiento, con alegría o con dolor, como en la vida misma, en que vemos cómo las familias actuales sobrellevan el peso de la historia con fuerzas mermadas e ilusiones reverdecidas, en que un narrador que pertenece a las fuerzas del orden tiene los ojos abiertos y ve el mal fuera y dentro de su espacio de trabajo, en que los hombres y las mujeres luchan para mirarse en los espejos sin que haya vanidad de por medio. Me gusta que en "El huracán" no se abuse de la fuerza de un hecho histórico, que se haya integrado en la novela y en la historia no como un efecto ni como un relleno, sino como algo natural y de lo que había que hablar porque se ha vivido. Y es que, en definitiva, las mejores novelas son aquellas que nos hablan de vivencias y de recuerdos, nuestros o ajenos, posibles siempre, y nos dejan a personajes que nos hacen creer que están vivos y son tan reales como nosotros mismos.
Texto recomendado: "Revista Batarro", en el blog de Miguel Sanfeliú