Revista Solidaridad

James Levine en su silla de ruedas eléctrica acaba de cumplir 2.500 funciones como director en la ópera de Nueva York.

Por Aparcamientodiscapacitados

Los espectadores aclaman a James Levine (Cincinnati, 1943) en cuanto el cañón de luz identifica su melena rizada en el foso, pero no se han percatado probablemente de que el maestro aparece varios minutos antes de la función en una silla de ruedas eléctrica. La necesita para desplazarse, como necesita la colaboración de los técnicos del Metropolitan para colocarse en su puesto de director. Allí empieza su terapia preferida, sin importarle el tiempo ni el espacio. Con mayor razón cuando tiene delante la partitura de 'Los maestros cantores de Nuremberg', cinco horas de ópera wagneriana que Levine convierte en un fabuloso ejercicio de clarividencia, desquitándose de las tiranías corporales, procurando a los espectadores la ocasión de abandonarse también.
James Levine en su silla de ruedas eléctricas cuando acaba de cumplir...
Siempre fue Levine un director wagneriano. Y puede que nunca lo haya afrontado con la lucidez de ahora, por mucho que la producción escénica de Otto Schenk, espectacular a la antigua usanza, lo retrotraiga a los tiempos de sus mayores facultades físicas, cuando Levine devoraba el gran repertorio y cimentaba una carrera de expectativas hiperbólicas. Tan hiperbólicas que ha cruzado el umbral de las 2.500 funciones en el Met. Nadie ha alcanzado esa cifra. Nadie la alcanzará nunca, aunque se antoja demasiado restrictivo convertir a Levine en un referencia estadística y en un 'recordman'. De hecho, la faceta más deslumbrante de su carrera en el foso de Nueva York no radica tanto en la cantidad como la calidad, expuesta en un catálogo versátil, 'omnívoro', que se acerca a los 90 títulos y que acredita su afinidad a la música de Verdi y de Wagner, sin menoscabo de Mozart ni de su categoría en el verismo o en el gran repertorio 'pucciniano'.

Levine es un símbolo neoyorquino, como las ardillas de Central Park y las hamburguesas de Peter Luger. De otro modo, no estaría a punto de cumplir cuatro décadas como director musical absoluto del Metropolitan. Le ofrecieron el cargo en 1975 entre suspicacias de escaso fundamento. Que si era judío. Que si era norteamericano. Semejantes evidencias sobrentendían, claro, un ejercicio de discriminación positiva, más o menos como si Levine no estuviera a la altura de Bernstein y hubiera accedido al cargo por las presiones y el 'chauvinismo' del 'lobby' cultural predominante.Lo adoran hasta en privado
Se han demostrado improcedentes tales especulaciones. El mérito de Levine no fue llegar al puesto, sino conservarlo. Aumentar su poder (se convirtió en director artístico en 1986), granjearse una fama insólita entre los cantantes de ópera. Que lo adoran hasta en privado. Pese a ello, ha estado muy cerca de retirarse. Los problemas derivados de la columna vertebral y las operaciones quirúrgicas le constriñeron a variar y suspender su agenda desde 2011 en adelante. El colega italiano Fabio Luisi lo sustituyó para remediar la emergencia del vacío de poder, pero Jimmy Levine ha logrado sobreponerse a la fatalidad sin miedo a comparecer en una silla de ruedas. Quizá porque su profesión es de las pocas, de las poquísimas, que la sociedad contemporánea tolera en la decadencia. Quiere decirse que los viejos directores ganan en reputación con los años. Por mucho que Levine no sea todavía un anciano. Ha cumplido 71. Lo ha hecho recuperando su puesto sagrado en el Met, triturando las estadísticas.
Conviene tenerlas en cuenta para ubicar su proeza, con más motivos cuando el maestro de Cincinnatti ha establecido una relación de práctica exclusividad. Es verdad que aceptó el puesto en la Sinfónica de Boston, como es cierto que asumió la batuta de la Filarmónica de Múnich, pero el hábitat de Levine ha sido siempre el foso del Metropolitan. Lo prueban las 8.000 horas de vuelo que ha dirigido en directo -ensayos excluidos-, las 32 veces que ha abierto la temporada, las 82 funciones que dirigió de Otello -tantas de ellas con Plácido Domingo-, las 13 óperas que nunca se habían concebido en el Met -de 'Idomeneo' de Mozart al 'Benvenuto Cellini' de Berlioz- y su compromiso con la vanguardia.
Viene a cuento señalarlo porque Levine ha bregado muchas veces con el estereotipo de conservador, pero esta conclusión se ha demostrado tan superficial como otras tantas. Lo demuestra que él mismo estrenó en el Met las óperas capitales del siglo XX -'Lulú' de Berg, 'Moisés y Aaron' de Schoenberg, 'Edipo Rey' de Stravinsky- así como fomentó las premières mundiales de 'El fantasma de Versalles' (John Corigliano) y 'El gran Gatsby' (John Harbison) en el impulso de las obligaciones contemporáneas. Otra cuestión es que Levine sea más feliz que nunca abriendo delante de sí la partitur de 'Los maestros cantores', evocando al zapatero Hans Sachs en su compromiso con la música que se le desliza entre las manos: "Puedo sentirlo, pero no puedo entenderlo. No consigo retenerlo, pero tampoco olvidarlo. Y si pretendo abarcarlo, no puedo medirlo".
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