Revista Cultura y Ocio

Janucá (10 entrega)

Publicado el 23 diciembre 2013 por Zeuxis
13.LOS PUNTOS ERÓGENOS DE LAS CRISÁLIDAS
Janucá (10 entrega)
Janucá (10 entrega)


Cuando era pequeño, mi padre solía llevarme a una finca no muy lejos de la ciudad, lindante a un pueblo estancado que se le veía crecer el musgo, la maleza y el olvido. La apariencia de este lugar no puedo olvidarla, no tenía cara de pueblo abandonado sino de pesebre desahuciado, era un lugar perfecto para encontrar la chispa de la vida, los huevos prehistóricos, los helechos gigantes, las leyendas y en fin, parecía ser un crepitante lugar donde todo emergía repleto de polvo y olvido. La calle principal estaba dividida por un bulevard angosto donde crecían regias palmeras de pindó, largas, mohosas y paridas de tentáculos que terminaban en manojos de frutos perlados muy suaves y venenosos. Las hojas solían pudrirse como una cañería oxidada y se desvencijaban hasta desplomarse como si fueran apenas hojas de un otoño perdido en medio del trópico. Para mí, eran remos inmensos, barcos de totorá echados a crecer en esas palmas. El espectáculo que mostraba este conjunto vegetal daba la impresión de que el pueblo era amable pero el adorno sólo era un moño de payaso puesto para ocultar la risa maliciosa de un terror que habitaba entre las casas. Una de las calles subía serpenteando hasta dar al mismo centro de la plaza de Armas donde la iglesia con su campanario amulatado por un talismán judío que representaba la estrella de David, daba que pensar del catolicismo o de los rituales de los feligreses. Nunca me percaté de este detalle sino hasta que fue bautizado uno de mis amigos de la infancia, la iglesia años después fue derrumbada debido a los daños que sufrió por un terremoto y la señal en su frontispicio fue desaparecida en aquella demolición, aquella estrella de David signo masónico de protección que se ajustaba justo en el centro donde comenzaba el campanario. La plaza estaba circunscrita al poder de una gran ceiba, la ceiba milenaria, donde solía posarse en diciembre la lechuza, una lechuza que era el orgullo histórico, el emblema, el blasón de un pueblo repleto de leyendas. Desde niño me fueron dados estos dones, estas maravillosas imágenes que quedaron como fotografías borrosas en mi memoria. La otra calle, como si fuera la cola del ocho infinito se cerraba en la esquina de la alcaldía y luego bajaba adoquinada hasta estrellarse contra el cementerio para reanudar el ciclo de la espina de pescado que daba orden a la malla urbana del pueblo. Cerca de allí había un lote de unas tres fanegadas donde crecían unos frondosos eucaliptus, era un lote plano amarillento de arbustos donde los gigantes perennes se lazaban al cielo orgullosos y frondosos esparciendo su olor alcanforado de menta fresca y liviana, sus hojas secas invadían todas las casas del pueblo, llegaban a todos los zaguanes, el viento las llevaba y las traía como las sombrillas mismas de los copos del diente de león, no era raro que todos los habitantes de vez en cuando tuviéramos una semilla, un capuchón de eucalipto entre las manos y que lo acercáramos a la nariz de vez en cuando para sentir el aroma, entre más verde y oxidada estuviese la semilla más perduraba su olor, estas viejas costumbres nacían así sin magisterio, sin ejercicio alguno, eran repentinas, se acomodaban a cada ser de forma súbita y comenzaban a definir la tradición y el carácter de todas las gentes oriundas de aquel municipio. El pueblo miraba de frente hacia un barranco austero, desértico donde un caminito apenas transitable servía de atajo entre la carretera principal y la entrada al cementerio, tenía además por horizonte el busto formidable de una cordillera exuberante de verde que se alzaba primaveral frente a los ojos como una mole indestructible, estas jorobas de dromedario serpenteaban hasta el río y allí formaban la división entre uno y otro caudal. En aquellos años hubo algo especial sobre el lomo de esa muralla; el invierno solía traer catástrofes, derrumbes, lodo que cortaba los caminos y que proponía una imagen de desconcierto y horror natural, uno de esos inviernos derrumbó una parte de las jorobas de la cordillera dejando finalmente como rastro de su desmoronamiento una bella figura de colibrí. La finca donde nos criamos quedaba a no menos de cinco minutos de la salida principal por donde se desbordaba la carretera que buscaba la vía nacional. La entrada bordeada por Yuccas gloriosas que solían florecer durante todo el año, dejando así para las noches el espectáculo de sus frondosas flores luminiscentes que como faroles guiaban hacia el patio central de la casona, creaban un espectáculo de fantasía. Este fenómeno de luminiscencia daba ya para generar toda clase de comentarios entre los pobladores ya que las plantas sugerían un embrujo o la demarcación de un lugar embrujado. Rodeada por muros pequeños de ladrillo la casa se encuadraba al fondo del cerco como si fuera un barco varado a mitad del olvido. El techo pintado de rojo llamaba mucho la atención de los gorriones y los verderones y había tardes en que se les podía ver resbalándose por entre las tejas jugueteando y canturreando a más no poder. Los niños teníamos otro interés con las yuccas, para nosotros las plantas eran productoras de nuestras armas, de nuestras espadas, las hojas secas de la planta se convertían en duras y puntiagudas dagas con las cuales enriquecíamos nuestros juegos de indios y vaqueros, de duelos de espadachines o simplemente de momentos de picardía persiguiendo a las niñas como piratas. A mí me entusiasmaba ir cada temporada de vacaciones a este lugar adánico.  Todas las tardes salía, vestido con un pesquero y un sombrerito de paja, hasta el muro de ladrillos que rodeaba la casa. Allí me acurrucaba y escudriñaba entre las luces que el cemento dejaba entre ladrillo y ladrillo y me encontraba con mi tesoro más preciado. Los niños sabemos encontrar lugares mágicos, lugares que nos llaman, que nos atraen y nos llevan a su maleström originario. En los espacios donde el cemento se había caído o no había logrado pegar del todo las dos piezas de arcilla, los gusanos se colgaban hasta convertirse en crisálidas. A simple vista, una crisálida, es algo maravilloso, sorprende por su estructura, por su morfología, pero nada más, yo, en cambio, notaba en esos capullos una vida atenta, nerviosa y expectante. Yo cuidaba más de 200 crisálidas, muchas distintas con caracteres e instintos tan definidos como el color mismo con que pigmentaban su piel casi fluorescente y clorofílica. Algunas tenían una palabra sensata con la cual podía señalarlas, les había dado no un sustantivo para reconocerlas sino que les había otorgado un calificativo para familiarizarlas con mi voz, en aquella época los nombres no existían, el mundo lo reconocía por sus propiedades, por sus cualidades y un pájaro, entonces, no era un gorrión, sino un copete y un color rojo o un pico encorvado, por eso el mejor nombre no era gorrión sino copetón. Algunas morían, la luz,  a veces la sombra o la lluvia eran los desencadenantes de esa tragedia, nada podía hacer, tenía terror  a cambiarlas de lugar, desde el día que intenté desprender una y todas las entrañas le quedaron colgando, desgarradas,  del caparazón tibio que pronto se puso pálido en mis manos, no pude volver a intentar salvamentos de urgencia o necesidad. El destino enclaustra y encapsula a cada ser en su debido tiempo y la muerte es algo que no podemos mover hacia ninguna otra parte que no sea su lugar señalado. Algo supe entonces, con miedo, con espanto, con trauma. Mi tarea consistía en consentirlas, en inflamarles aliento, ternura, en acariciarles el vientre hasta que temblaran felices de tantas cosquillas, mi misión como la de tantas otras existencias consistía en ser testigo de un universo. Así pasaba las tardes, examinando ladrillo tras ladrillo, auscultando, limpiando, jugando. Era enternecedor pasar el dedo por el cuerpecito de las crisálidas y ver como reaccionaban a mi tacto, algunas, al principio, parecían enfadarse y se sobresaltaban hurañas de un lado para otro como buscando huir de la caricia, otras en cambio se ensortijaban como un gato a la yema de mis dedos y parecían asentir con dulzura la compañía. Algunas de las más comunes eran la Antares o corazón de ganado, la Callicore astarte, la Opsiphanes, la Anteos clorinde, la Papilio sennae o mariposa amarilla, la mariposa monarca, la Heliconius erato, el El búho gigante Illioneus y La procesionaria del pino. Sólo una vez pude observar el nacimiento de la gran mariposa azul o Morpho menelaus que al momento mismo de secarse al sol salió rumbo hacia su agónica víctima, aquel día supe que alguien moriría. También hubo días que pasé persiguiendo  la oruga verde urticante para poder ver los ojos mágicos de la mariposa Saturno o Automeris amanda pero de aquella aventura infantil lo que más me producía aprensión, asco y cierto deseo era la caza de las  actias selene que muchas veces confundía con las pupas de las cucarachas, ahora las Blattodea no eran las que semejaban una capucha sino que eran las pupas de las mariposas lunas las que semejaban el cuco de esas cucarachas torpes y rápidas que entraban a la casa como fugitivas errantes de algún accidente o persecución que no lograba tener fin sino hasta que madre las alcanzaba a chancletazos. Simple y llanamente aquellas pupas podían confundirse y en lugar de ver nacer una mariposa con gotas maravillosas de rocío lunar lo que encontraba era Ootecas que pronto daban vida a las ninfas. Aquí en la ciudad es muy raro encontrar una crisálida. Aquellos años los viví tras la ignorancia de haber sido un gran entomólogo. Mi estudio no sólo se limitaba al cuidado de las crisálidas sino que obedecía a algo que con el tiempo fui comprendiendo con cierta ataraxia amarrada a los nervios; En las noches solía buscar nidos de arañas. Qué impulso lleva a un infante a concretar estas nimias aventuras y hacer de ellas la gran historia del universo, había en mi rostro cierta seriedad que parecía retar la inocencia para dar paso, desgarrando aquí y allá, en la carne tierna, a las arrugas, al tono reseco y de cuero que va adquiriendo el cuerpo cuando se envejece, parecía que de aquella mirada proviniera algo de lo cual yo mismo me arrepentía.

Le temía a mi mirada ante el espejo; allí, frente a frente, intuía la zarpa de una bestia que desde el fondo poseía mejores dones, mejores atributos para dar con los secretos, sin embargo, esta tonalidad circunspecta, casi grave por estar anclada a la tragedia y al pensamiento, me arrastraba violentamente entre los rápidos de la curiosidad. De esa infinita y obsedida investigación que pujaba desde el fondo para adiestrarme en algo que me era necesario nació este recuerdo. El cabello totalmente liso caía sobre una cabeza demasiado redonda e infantil, pero en toda la cara, en todo el centro mismo de donde nace la ingenuidad y la forma más veraz para percibir y conocer el mundo, me brotaban dos ojos inquisitivos, ojos que miraban con un silencio aturdidor todas las cosas hasta agotarlas. Cuando interioricé esta enfermiza costumbre de tener en la mirada otra cosa, acepté ya sin remedio alguno que mi destino estaba circunscrito a la agonía, a esa contemplación angustiada que hunde las uñas en la nada como si lanzara en su último salto, un alarmante grito de socorro. El niño que fui se dedicó con esmero a dilucidar tras ese comportamiento extraño  los avatares que traficaban con el gesto del misterio; me era preciso auscultar en la matriz misma de mis entrañas el sentido de esa personalidad que poco a poco me fue convirtiendo en lo que fui. Las noches eran precisas para este ejercicio. El solar de la finca estaba florecido por azucenas silvestres y en su tierna tierra, al alumbrarla, podía reconocer que su misión primigenia era la de ser la placenta de toda la creación crepitante, espasmódica, cardíaca y nerviosa de la vida. Con apenas una pequeña lámpara de queroseno me daba en explorar la gruta de la noche en el patio de la casa; lombrices húmedas y caracoles adormilados de rocío, moscas petrificadas ante lo invisible, sapos babosos y tímidos, tijeretas embetunadas en un brillo ligero de afanes, junto a la sinfonía más poética de cucarrones, grillos y lechuzas completaban el tríptico nocturnal de mis consultas. Este primer tablón configurado por una orquesta invisible entre lo negro, comenzaba a ser develada por la luz que venía conmigo desde el tablón central del patio de la casa, al final todo se conjugaba, y el mundo, antes oculto, se dejaba invadir por una niebla ceniza de donde nacían todos mis descubrimientos. Ver este recuerdo a través de ese paño grisáceo causa la saudade. Allí comprometí mi vida con las picaduras de las arañas y recuerdo mucho que allí mismo vi como algunas de mis más preciadas crisálidas eran devoradas. Sólo en las noches podía avanzar en mi tesis sobre la pasión de las crisálidas por la caricia. Colgadas como una gota que no se decide al suicidio, las crisálidas eran más que la capucha de un organismo en trasformación, allí adentro se entablaba el origen de cualquier cosa: de todo el universo. Una crisálida ejemplificaba la pupa de la vida. Favio fue el primero en interesarme por este fenómeno maravilloso y fue, él, también, el primero en advertirme de su poder. En mi mente tenía todo un mapa, toda una tela de cachemir donde cada figura goteante señalaba el lugar preciso de una crisálida. Así fue como pude identificarlas, enumerarlas y con el tiempo reconocer su secreto. Toda crisálida tiene una forma cónica degenerada que pulsa siempre hacia el lugar donde sale el sol, o sea, toda crisálida adolece, busca, entabla desde su inactividad una dinámica avasalladora que contiene la mirada del aleph. Al lado de las crisálidas pude lograr un estado de diapausa sin igual, noche tras noche las observaba y me concentraba en revelar el secreto de su baja de actividad metabólica. Lo primero que encontré en este organismo fue, que para llegar a un estado de diapausa perfecto me eran necesario reconocer las señales simbólicas, pero antes de que pudiese identificar estas llaves inminentes para encausarme hacia la diapausa, tenía que aprender  a controlar mis neurohormonas, aquel estallido excitante que nos estimula y nos deja al descubierto ante el ambiente, ante el amor, el odio y toda pasión que empuje al movimiento y el temblor. Favio era un gran educador, la primera vez que me mostró una crisálida la acarició y pude observar que aquella gota, la cual pensaba petrificada, bullía desde el interior en una vida excitante y maravillosa; días después cuando comencé mi adiestramiento, intuí que ese movimiento espasmódico no era arbitrario sino que pertenecía a una exigencia estropeante de la invisibilidad, una crisálida que no logra calmar su ímpetu es presa fácil de todas las fauces. Había que inocular la fractura, había que postergar la presencia. Para lograrlo me fue conveniente reconocer cada punto donde las crisálidas podían ser vulnerables al salto. Estos lugares los llamé los puntos erógenos, los puntos que seducían, que enarbolaban la dormancia hacia el hartazgo del deseo. Los puntos erógenos eran tres, que análogamente podía hallar en la circunvalación de mis emociones. Uno se hallaba justo debajo del cremaster y tenía que ver sobre todas las cosas con la gravedad, con aquello que nos ata la realidad y desde la cual podemos también establecer el enigma, el agujero de gusano, el traspaso hacia la invisibilidad sin perder la tierra, el soporte, el pedúnculo que se afirma a al suelo o la existencia. Este punto era uno de los más peligrosos, muchas de las crisálidas que conocí se arrancaban al sentir el sobresalto, la pequeña chispa de invasión las penetraba y morían. El segundo punto se ubicaba sobre la parte más blanda de la crisálida, aquella parte lisa donde se podía sentir el movimiento de la vida dentro, el abdomen, la gran boca, el lugar del hambre de donde necesariamente toda existencia puja hacia adelante tenía que ser desmantelado hasta la mitigación, la obsesa causa de la sobrevivencia, del temor a no respirar, tragar, engullir para sobrevivir tenía que ser dominado por la sincera imantación de la sangre con la transparencia, tenía que alcanzar a entender que la reserva misma de la invisibilidad lleva presta la paciencia y la perdida por la voracidad de existir. Él último punto erógeno, se empotraba justo sobre el cascaron de la espalda de la crisálida, justo en el lugar donde se comenzaba a endurecer y a desaparecer. Esta parte craneal, medular y especular se circunscribía a el redondel sólido del conocimiento, si quería ser invisible, lograr tal quietud que pudiese desaparecer por completo, entonces debía aprender a concentrarme, a no dejarme distraer, a arrancarme las alas de mis escapulas y generar el casco férreo que posibilitase la ataraxia. Aquella noche que logré mi primera diapausa, Favio me salvó, la guerra había comenzado en aquel entonces y yo lograba mi primer don. Me encontraba en el solar cerca del muro de adobe que llevaba a los guayabos, poco a poco, mientras me embelesaba en una suspensión contemplativa, fui perdiendo los sentidos hasta quedar parcialmente esqueletizado, mi misión comenzó a perecer en la mirada de fuga hasta lograr la invisibilidad, era como estar en una niebla transfigurante, las objetos pertenecían al afuera, yo era la otredad sin espacio, sin un lugar para llamarlo lo otro pero a la vez tan veraz para ser lo otro, y desde allí veía las cosas como bajo los efectos de ingesta de varios microgramos de lsd; la última imagen que tengo fue la de una Dobsonfly (mal llamada machaca en mi pueblo y que más bien se reconocía como la mosca de la ejecución), que me miraba estática desde la pared; la mosca estaba petrificada a la cal mohosa justo detrás de mí, era como si esperase que me moviera, como si aquella criatura estuviese esperando que yo apareciera, justo para clavarme sus largos y curvados cuernos. Aquella noche recobré la conciencia mientras Lida me acariciaba el cabello sobre su regazo, Favio dijo que en un principio había pensado lo peor, que había caído bajo el hechizo de la mosca, pero luego se percató de que yo había logrado la diapausa y que eso me había salvado de Marcial. Soñé que flotaba, que desde el fondo de la guarida de la crisálida greta oto, atravesaba el solar, soñé que contra la pared de adobe un demonio especie de vaquero ocultándose en la tiniebla me miraba con sus relampagueantes ojos rojos, ahora sé que aquel demonio era Marcial y que no era un sueño; padre me llevaba sobre su hombro y la diapausa fue mi salvación.
Noche tras noche seguí practicando, ahora sabía que había un motivo por el cual tenía que aprender. Un motivo, por el cual, debía ser invisible.

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