En los últimos años se ha hecho evidente la crisis política, social y económica que atraviesa Japón, especialmente tras el tsunami de Tōhoku y la posterior crisis de Fukushima en la primavera de 2011. No obstante, los rasgos de la actual crisis son anteriores al accidente nuclear, más allá incluso del inicio de la crisis económica global en 2007. Las dificultades del sistema de la posguerra empezaron a comienzos de los años 1990, y desde ese momento el país nipón parece haber entrado en un callejón sin salida, incapaz de alcanzar una solución a los principales problemas que Japón viene atravesando desde entonces.
La política nipona se encuentra inmersa en una situación de punto muerto, víctima del propio sistema, incapaz de reinventarse y de ofrecer una alternativa estable que permita acometer las reformas que el país requiere. La única fuerza política que ha sido capaz de mantenerse en el gobierno de forma continuada en las últimas décadas no ha emprendido o no ha sido capaz de acometer una reforma general. Por ende, el sistema económico también se ve lastrado en parte por esta crisis política, ya que el Estado sigue teniendo un papel importante en la economía (muy especialmente a través del Banco de Japón), aun cuando el país es una economía de mercado. La deuda nipona se ha convertido en uno de los caballos de batalla para el gobierno, a pesar todas las privatizaciones y liberalizaciones realizadas desde los años 1980. Abenomics, la última iniciativa económica emprendida por el gobierno nipón, no termina de dar sus frutos y se ha convertido en un reflejo de la situación que vive el país.
En consecuencia, el viejo ave fénix japonés debe hacer frente al imparable ascenso de China, que en 2010 superó a Japón al convertirse en la segunda economía mundial. De hecho, la situación en el Pacífico ha sufrido una rápida transformación en los últimos años y las previsiones apuntan a que se seguirán produciendo importantes cambios en los años venideros.
De la bonanza de los años 80 a la crisis económica
En la década de 1980 la economía japonesa era el modelo a seguir para cualquier país que tuviera puesta la vista en labrarse un crecimiento fuerte y consolidado. Al frente del país se hallaba Yasuhiro Nakasone, un político de corte nacionalista y conservador que logró reflotar el Partido Liberal Democrático (PLD) tras una sucesión de escándalos y crisis políticas en una época anterior. Bajo su gobierno se dio un giro en la política económica, con una línea de privatización de empresas estatales, desregulación financiera y apoyo financiero estatal para determinados casos. La privatización más emblemática fue la de los Ferrocarriles Nacionales Japoneses, muy afectados por el desorbitado déficit que acumulaban y los carísimos proyectos de líneas de Alta Velocidad que constituían los trenes bala. A diferencia de lo que había ocurrido en las décadas anteriores, la oposición parlamentaria y los sindicatos no lograron ofrecer una respuesta lo suficientemente fuerte como para que el gobierno alterara sus planes.
En ese momento de gran bonanza económica parecían quedar atrás los años 1970, donde la gestión del PLD había quedado en entredicho por la corrupción de miembros del partido, pero muy especialmente por las consecuencias de la primera crisis del petróleo en 1973. Como consecuencia de esta bonanza y la imagen internacional que proyectaba el país, el sentimiento nacional japonés se vio muy reforzado, algo a lo que el primer ministro Nakasone contribuyó con su retórica oficial marcadamente nacionalista y su creciente actividad diplomática en el exterior.
La realidad, sin embargo, aguardaba a la vuelta de la esquina y supondría una desagradable sorpresa. En realidad, durante los años 1980 se estuvo incubando una mastodóntica burbuja financiera que conllevó un aumento de precios y del coste de la vida. También se produjo una gran fiebre constructora que implicó una subida sin precedentes del precio del suelo y la urbanización salvaje de un gran número de terrenos. Consecuencia de la fiebre constructora, muchos bloques de viviendas y oficinas o bien quedaron abandonados o bien quedaron sin ocupar durante muchos años. La sensación de desigualdad creció sobremanera, provocando a la larga una situación que se volvería contra el PLD. Pero todo tiene un límite y fue la llegada de los años 1990 la que marcó el fin de la gran época. El cambio de década vio venir el hundimiento bursátil del índice Nikkei, que comenzó su caída imparable desde los 40.000 puntos que había llegado a alcanzar en 1989. Al año siguiente el Nikkei se había desplomado hasta los 25.000 puntos y dos años después se situaba por encima de los 15.000 puntos. Fue también cuando el desorbitado precio del suelo se hundió, perdiendo la mitad de su valor durante los siguientes cuatro años.
Todo esto constituyó el comienzo de lo que se llamó la Década Pérdida. La crisis económica produjo una quiebra del sistema que había visto nacer al Japón de la posguerra, una crisis que se extendió por todos los ámbitos de la vida diaria y de la confianza misma en el funcionamiento del sistema. Consecuencia de los excesos y de su gestión económica, el PLD también se vio afectado por numerosos escándalos de corrupción y finalmente quedó fuera del gobierno por primera vez en 40 años, aunque sería por poco tiempo. En 1997 sobrevino el último gran coletazo de todo este proceso de crisis cuando, por influencia de la crisis financiera asiática, estalló la burbuja financiera japonesa y muchos bancos quebraron.
El país quedó muy afectado tanto en lo económico como en lo moral, ya que constituyó una quiebra de un sistema en el que había existido una sólida confianza durante décadas.
¿Democracia de un partido?
El conservador Partido Liberal Democrático ha sido la formación política hegemónica en el sistema de partidos, y también el partido que ha formado parte o liderado casi todos los gabinetes que han gobernado Japón desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. Durante los años de la Guerra Fría los dos únicos partidos fuertes en la oposición fueron el Partido Socialista (PSJ) y el Partido Comunista (PCJ), pero ninguno de los dos tuvo a su alcance el poder acceder al gobierno. El caso de Japón es difícilmente comparable al de otros sistemas parlamentarios similares. Aun así, ha habido dos períodos en los que partidos de la oposición han logrado formar gobierno. Ambos períodos comparten muchas similitudes entre ellos y explican el devenir actual.
El primer caso fue durante los años noventa. A comienzos de aquella década, el PLD se encontraba muy desgastado tras tantos años en el poder, y con una élite política envejecida o afectada por la cascada de casos de corrupción que recayeron sobre el partido. En 1993 una amplia coalición compuesta por varios partidos de la oposición logró ganar las elecciones frente a un erosionado PLD, que quedó fuera del gobierno. En medio del crash económico, se abría la posibilidad de un cambio político que reformara el rígido sistema japonés y la que entonces parecía una economía viciada y desgastada.
Sin embargo, tras apenas un año, el gobierno colapsó por las numerosas divergencias internas que existían entre los distintos partidos. Parecía ser el momento del Partido Socialista (PSJ), largamente esperado durante décadas, pero para sorpresa de todos, el líder socialista Tomiichi Murayama formó un gobierno junto a los conservadores PLD y el centrista Sakigake. Su gobierno aprobó algunas tímidas reformas, pero su acción se vio frenada cuando a comienzos de 1995 tuvo lugar el Gran Terremoto de Kobe. El desastre natural fue uno de los más graves en la historia de Japón y causó numerosos daños materiales y un elevado número de víctimas. La mala gestión gubernamental y la respuesta tardía empañaron aún más la imagen del gobierno. Por el contrario, el gabinete de Murayama sí destacó positivamente en su amplia actividad diplomática, en especial por el quincuagésimo aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial. En las elecciones generales de 1996 el PSJ sufrió un brutal descalabro, consecuencia directa del desengaño de muchos votantes y de la propia desintegración del partido, que poco antes se había renombrado como Partido Socialdemócrata. Un renacido PLD volvía al poder, aprovechando que la oposición se hallaba prácticamente deshecha.
Los años 2000 se distinguieron por los gobiernos de Jun’ichirō Koizumi, que dio un giro en su política de amistad con EEUU, una vuelta a las políticas económicas neoliberales del gobierno de Nakasone y contribuyó a revitalizar el nacionalismo japonés. Algunas de sus políticas nacionalistas tuvieron mucho apoyo entre los votantes japoneses, pero generaron un volcán anti-japonés entre sus vecinos, especialmente China y Corea del Sur; por el contrario, la privatización del servicio postal nipón y algunas de las políticas económicas no terminaron de cuajar en el electorado japonés.
Fue entonces cuando el PLD, sin el liderazgo de Koizumi, empezó a ser visto otra vez como un partido viciado e ineficiente. En las elecciones de 2009 los conservadores sufrieron un fuerte descalabro electoral del que salió beneficiado el Partido Democrático (PD) de Yukio Hatoyama, que obtuvo una aplastante mayoría absoluta. El PD llegó al poder con un clima muy favorable por parte de la sociedad japonesa. Creado por varios partidos de la oposición a finales de los años 90, el Partido Democrático heredó el problema estructural de contar con un gran número de familias políticas, algunas de ellas muy distintas entre sí. Hatoyama llegó al gobierno con un gran número de promesas bajo el brazo, entre otras revisar la alianza militar con EEUU y la presencia norteamericana en la base militar de Okinawa, o una profunda reforma del sistema japonés. Las luchas internas en el PD fueron fuertes y tras menos de un año en el poder Hatoyama presentó su dimisión, en medio de una gran impopularidad y sin haber aprobado ninguna medida de calado. Le sucedió Naoto Kan, de corte más conservadora, y cuyo programa de gobierno se centraba más en materia economía, especialmente por el agravamiento de la crisis económica que había comenzado en 2007. Kan nunca logró recuperar la popularidad que había disfrutado Hatoyama, y su acción de gobierno quedó hecha trizas cuando en marzo de 2011 sobrevino el terremoto de Tōhoku y la crisis nuclear de Fukushima.
Naoto Kan se vio obligado a dimitir unos meses después y su sucesor no pudo hacer mucho más que gestionar la transición hasta las siguientes elecciones, las de diciembre de 2012. Tras estos comicios el PD salió gravemente afectado por su escasa iniciativa gubernamental, aunque también es cierto que el desastre del terremoto y la crisis de Fukushima acabaron con cualquier posible iniciativa de calado, especialmente en lo que a grandes inversiones estatales o reformas fiscales se refiere. Una cifra de la magnitud del desencanto: entre los comicios de 2009 y 2012, el PD perdió 20 millones de votos y 173 escaños, y su situación interna no era mucho mejor tras no pocos conflictos surgidos entre las familias políticas del partido.
Igual que en los años 90, otra vez una alternativa política al PLD fracasaba estrepitosamente y dejaba al sistema político sin una opción viable y atractiva para el votante medio japonés. Por el contrario, en la actualidad muchos jóvenes que en 2009 votaron al PD se sienten enormemente decepcionados y alejados de la política, siendo muy posiblemente la razón del gran aumento de la abstención en los últimos años. Así, la tercera edad, sector abundante en el país, se ha convertido en el gran objetivo de la política nipona.
Abe returns: la historia que se repite
El actual primer ministro Shinzō Abe ganó las elecciones generales de 2012 con un amplio margen, en medio del naufragio del Partido Democrático. Es la segunda vez que Abe ocupa este puesto, ya que en diciembre de 2006 había sucedido a Koizumi como jefe de gobierno; sin embargo, no duró más allá de un año en el cargo, abandonando el ejecutivo en medio de varios escándalos y una gran impopularidad.
Tras aquel paréntesis, podría haber pasado a las páginas de la Historia como otro político japonés, pero en 2012 apostó por volver. El nuevo Abe ha demostrado ser muy distinto al de su primera etapa de gobierno y por traer un programa preconcebido. Parece venir con la idea de seguir el esquema de gobierno que ya siguieron en su día sus antecesores Nakasone (1982-87) y Koizumi (2001-2006): una apuesta en pos de reforzar el sentimiento nacional japonés y a la espera de que la economía entre en un nuevo boom, pero sin comprometerse con otro tipo de reformas. La reforma de la Constitución es la única gran apuesta reformista que se ha marcado el gobierno, aunque centrada en política exterior.
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La nueva política exterior nipona está llamada a ser el gran caballo de batalla durante su mandato y también su carta de presentación con la que pasar a la Historia. Sin embargo, esta se trata de una apuesta muy arriesgada, ya que es evidente que ninguno de los últimos primeros ministros que le antecedieron se tuvo que enfrentar a la situación que actualmente atraviesa el Pacífico, y mucho menos a una China que se ha convertido en la segunda economía mundial. Por otro lado, la política revisionista del gobierno de Abe (continuación de lo que ya se hizo durante los gobiernos Nakasone y Koizumi) puede reportarle cuantiosos réditos electorales en el ámbito interno, pero es poco probable que sea bien acogida por sus vecinos e, incluso, por Estados Unidos. El gobierno de Seúl, aliado estratégico de los norteamericanos en aquella zona, difícilmente aceptará la nueva coyuntura y mucho menos probable es que estreche su cooperación con Tokio.
Dos años después de anunciar la implementación de los llamados Abenomics y sin que haya ningún resultado de envergadura, su última victoria en las elecciones extraordinarias de diciembre de 2014 parece consolidarle en el poder y darle un nuevo margen de cuatro años. Hasta ahora las principales iniciativas económicas han consistido en una inyección de liquidez por parte del Banco Central de Japón y algunos estímulos fiscales, pero en la práctica esto son poco menos que parches para el problema real. El riesgo de caer en una deflación y una caída prolongada del consumo parece haberse evaporado por ahora. Tradicionalmente, los gobiernos japoneses han confiado en la gran capacidad ahorradora de los japoneses, y de hecho la emisión de deuda del estado nipón está sustentada por los propios japoneses. Hasta ahora. Después de veinte años en que se ha venido emitiendo deuda (actualmente es el 200% del PIB), este modelo empieza a ser evidente que tiene los días contados y que antes o después deberá ser sustituido. El gobierno Abe ya anunció una reforma de la política fiscal (muy criticada), buscando una subida de impuestos que ayude a equilibrar las cuentas estatales, pero a corto plazo no parece que vaya a proponer nuevas reformas.
En el ámbito interno, la deriva conservadora de la administración Abe está empezando a recibir críticas incluso desde sectores tradicionalmente moderados como el periódico japonés Asahi Shimbun. Falto de oposición en el arco parlamentario, el gobierno sí parece estar encontrando resistencias en otros ámbitos.
En su edición del 5 de enero de 2013 el diario británico The Economist publicó un duro artículo donde ponía en duda las promesas del entonces nuevo gabinete japonés, especialmente en lo que se refería a los compromisos con la implementación de reformas, puesto que consideraba esto algo incompatible con un “gobierno de nacionalistas radicales”. Muchos de los miembros del gobierno Abe proceden de anteriores gabinetes, la media de edad del actual gobierno está por encima de los 66 años y la mayoría mantiene una posición política muy alejada de las generaciones más jóvenes. Un buen indicador de esto es la participación en las elecciones: desde los comicios de 2009 la participación ha caído 17 puntos, desde el 69% al 52%. Hace unos cuantos días el PLD obtuvo una potente victoria en las elecciones locales, lo que le garantiza todavía más estabilidad para los próximos años, pero la participación fue del 41%, la más baja que se ha registrado nunca en unas elecciones locales. En definitiva, el PLD dispone de una importante base electoral y social, pero sus aplastantes mayorías electorales no reflejan el progresivo distanciamiento de las nuevas generaciones de la política, y muy especialmente, la falta de una alternativa política viable.
Una reforma de gran envergadura es probable que encontrara una enorme respuesta por parte de una población tradicionalmente silenciosa y apolítica. Por el contrario, la patronal y la clase política no parecen muy dispuestas a realizar cambios importantes en la situación actual, mucho menos ante un futuro que se dibuja incierto. En cualquier caso, está claro que el primer ministro Abe no está dispuesto a pasar a la historia como ya lo hicieron algunos de los muchos jefes de gobierno que tras un corto mandato abandonaron el poder sin mayor pena ni gloria. La cuestión es si el sistema japonés continuará en la misma situación que hasta ahora, o por el contrario, Japón queda atrapado en un callejón sin salida mientras el resto del Asia oriental se reinventa a sí misma. Hasta ahora el país ha capeado el vendaval mejor de lo que cabía esperar, pero nada es eterno.