A Alfredo Aviñó y a José Javier Quintana,
que aseguran que salieron airosos de las
correcciones de Javier Carvajal.
Yo era de la cátedra de Oíza, y mis mejores amigos de la escuela (Emilio, Paco, Joaquín, Iván...) eran de la de Carvajal. Eran dos mundos irreconciliables. Podéis reíros de los Capuleto y de los Montesco, o de los merengues y culés: Esto sí que era una rivalidad peor que la de West Side Story. Nos mirábamos los unos a los otros por encima del hombro. Nos despreciábamos olímpica y minuciosamente.
¡Bah, los de Oíza!
¡Puaj, los de Carvajal!
Los de Carvajal dibujaban en la escuela; no podían llevarse los dibujos a casa. A mí eso me parecía incomodísimo. Dibujaban en papel caballo, en un formato enorme, pegado al tablero.
El papel caballo es opaco. No se puede calcar en él. Eso les obligaba a dibujarlo todo minuciosamente a lápiz antes de empezar a pasarlo a tinta. Y, naturalmente, toda esa brega previa no podía ensuciar el papel. Recuerdo que usaban una especie de microbolitas de goma que esparcían sobre el papel para que el paralex corriera sin ensuciar. Y también polvos de talco. Las minas de lápiz eran 4H, 5H, qué sé yo.
¿Para qué servía dibujar en papel caballo? Era un sistema de tortura hábilmente diseñado. Era un sádico y sofisticado sistema de dolor. Era un taller medieval de duro y ascético aprendizaje.
Además, los chapones de tinta son muy difíciles de raspar en papel caballo. Lo que en papel vegetal es una pequeña molestia fácilmente reparable, en ese antipático papel supone un desafío muy duro, con altas probabilidades de cagarla después de tantísimas horas de trabajo. Saber raspar era aún más importante que saber dibujar.
Pero lo peor, con todo, era que las interminables horas nocturnas y finisemanales que todos nos pegábamos en casa, en nuestro cuarto, ellos se las pasaban en el aula.
Vivían en una especie de monacato, yendo a la escuela los sábados por la tarde e incluso los domingos para tirar líneas y líneas con un lápiz 5H afilado como un estilete.
También era divertido. Se despedían de sus padres o de sus compañeros de colegio mayor y se disponían a pasar unos cuantos días seguidos en el aula, con los demás monjes, todos locos de estrés.
Carvajal, al menos por esa época, ni tenía grupo de alumnos ni iba mucho por la escuela. No recuerdo con qué periodicidad iba, pero sí que iba periódicamente, y que el día que tocaba su visita era una fiesta. Cada profesor seleccionaba uno o dos proyectos de sus alumnos (los mejores), y todos los seleccionados se mostraban ante el gran maestro, que los corregía (y con ello corregía a sus profesores por la tremenda osadía de haber pretendido que esos eran buenos proyectos).
Javier Carvajal
Los seleccionados lo sabían con varios días de antelación, y temblaban ante la idea de ser juzgados por el monstruo.
Una vez Paco fue uno de los elegidos, y nos pidió a todos sus amigos -incluso a los que estábamos en la cátedra de Oíza- que fuéramos a verle para hacerle sentir arropado.
Aquello fue una masacre.
El aula estaba llena. Las paredes exhibían los tableros de los elegidos: preciosos proyectos todos ellos. Javier Carvajal era el amo. Se paseaba viendo los tableros, nos miraba a los asistentes, miraba a los profesores de su cátedra... Dominaba la situación y disfrutaba pensando en lo que estaba a punto de ocurrir.
Y lo que ocurrió fue que se lanzó sobre unos tableros que mostraban una magnífica vivienda unifamiliar. Preguntó por su autor y este (no era Paco) se acercó al maestro y se dispuso a explicar su proyecto.
-No hace falta que me explique nada, joven. Sé leer planos.
Y empezó a hablar él.
Con una enorme gracia cabrona se lanzó directo a la mala ubicación del garaje, algo alejado de la entrada de la vivienda. El autor quiso decir que había diseñado un agradable paseo desde el garaje hasta la casa, y ciertamente lo parecía. Pero el maestro le dijo que era una pena que justo ese día (el día que a él se le había puesto en las narices) estuviera lloviendo. Vamos, diluviando.
Evocó la llegada en coche, la entrada en el garaje y la carrera posterior hasta la casa. También era mala suerte que justo ese día viniera con el coche cargado con la compra del mes. Un desastre, salir del garaje con las manos ocupadas con bolsas y paquetes, correr bajo la lluvia, llegar a la puerta y no poder hurgar en los bolsillos cómodamente para encontrar la llave. Llovía y llovía, y el dueño de la casa ya no sabía si tirar las bolsas al suelo o qué.
Cada vez agravaba más la situación y los asistentes (inconscientemente crueles) nos reíamos porque la verdad era que el muy cabrito tenía mucha gracia. Carvajal había hecho presa y no la iba a soltar. Seguía añadiendo más circunstancias aciagas y destruyendo el proyecto hasta no dejar nada en pie.
La lucidez con la que este hombre destripaba el proyecto era prodigiosa. Creo que como jurado en cualquier concurso de arquitectura habría sido perfecto, pero como profesor era demoledor y esterilizante. Paralizante. Deprimente.
Lo peor, lo más indignante, fue que el profesor que había propuesto ese proyecto como el mejor de su clase se unió al jefe para echar más trocitos de leña al ya nutrido fuego. Cuánto más digno habría sido echar un vasito de agua, aunque fuera insuficiente, aunque fuera inútil. Un decente vasito de agua resaltando alguna de las cualidades por las que había decidido elegir ese proyecto para que lo viera el jefe.
Pero no; es mucho mejor hacer la pelota, ir siempre en socorro del vencedor, en ayuda del poderoso, y machacar al pobre imbécil que había tenido la osadía de hacer un proyecto precioso.
He visto esa escena demasiadas veces. Que os den a todos por ahí.
Carvajal, naturalmente, a quien en realidad estaba revolcando por el suelo era al profesor, y yo supongo que al oír sus argumentos de apoyo y de refuerzo disfrutaba haciéndole temblar de miedo y llevándole a su antojo del frío al calor como lo hacía Stalin con Beria, su repugnante pelota.
(Lo que no deja de ser una pena es que el catedrático le diera al profesor una bofetada en la cara del alumno, que había hecho un trabajo más que brillante para su nivel y experiencia).
En aquella época toda mi biblioteca de arquitectura estaba formada por dos libros de la colección Paperback de Gustavo Gili y dos números de la revista Arquitectura del COAM. Quiso la casualidad que en una de las revistas apareciera un proyecto menor de Carvajal, el Banco Industrial de León en la calle Serrano de Madrid. Aunque es muy sencillo, me demoré recorriendo las plantas con los ojos, deslizando el dedo índice por la rampa del garaje o llevándolo desde el portal hasta la escalera, hasta los ascensores, hasta las distintas plantas, recorriendo los pasillos, viendo cómo las puertas hacían filtros sucesivos. En fin, me aprendí las plantas de memoria. Era emocionante ver cómo el ser omnisciente que juzgaba tan afiladamente el trabajo de otros trabajaba a su vez con perfección y exponía y sometía su trabajo a los ojos de los demás. Era un sentimiento de poderío analizar esas plantas y criticar al crítico. Pero fui incapaz de descubrir un solo fallo. Era perfecto.
Muchos años después, con más información y algo más de conocimiento, pude comprobar que el gran maestro también tiene algunas magníficas casas (realmente fantásticas; es cierto) cuyos garajes quedan muy retirados de la entrada principal. Pero en esos casos los propietarios tienen chófer, que detiene el automóvil ante la entrada de la casa y se baja con el paraguas para abrirles la portezuela y acompañarles (incluso llevando él las bolsas y los paquetes) antes de irse ya él solo hasta el garaje.
Y, si no fuera así, desde el garaje hasta la entrada principal hay unos juegos de plataformas y de contrastes de hormigón con vegetación muy agradables para dar un hermoso paseíto.
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