Hace unos años, tocando en la plaza principal de un pueblo toledano, me encontré con un público gélido, impasible, inerte. Apenas aplaudían por educación los finales de los temas. No quedaba una silla libre, pero todas parecían pobladas por maniquíes. Para más inri fue uno de los primeros conciertos en los que me hice cargo de las presentaciones. Intenté animar el cuadro con chistes y comentarios irónicos, pero nadie reaccionaba.
Hasta que acabó el concierto. Jamás he visto a un público solicitar (exigir, diría yo) un bis con tanta pasión. Los lugareños se levantaron de sus asientos y empezaron a vitorearnos y a cantar a coro el típico "¡otra, otra!" hasta que volvimos al escenario a redondear la actuación. Una vez finalizado el espectáculo vinieron varias personas, concejales incluidos, a felicitarnos. Fue un momento tan surrealista que solo faltaban Berlanga y su cámara.