Revolucionario, filólogo, historiador, pero, ante todo, niño prodigio, Jean François Champollion destapó el tarro de las esencias de la cultura egipcia. Gracias a él pinturas, esculturas y papiros de toda clase empezaron a hablar, contándonos la historia de un pueblo que llevaba más de mil quinientos años en silencio…
Durante siglos, los investigadores habían estado muy desorientados, especialmente a causa de una obra del siglo IV d. C., Hieroglyphica, de Horapolo. Era una descripción detallada del significado de las esculturas sagradas egipcias, pero se creyó que se podía aplicar a la escritura. Este error persistía en tiempos de Champollion, quien tuvo una ocurrencia distinta. Al principio la desechó, pero era el germen del desciframiento: vio una cierta correspondencia entre las imágenes jeroglíficas y la representación gráfica de los sonidos. En su estudio de la piedra Rosetta identificó grupos de signos reunidos dentro de unos anillos que llamamos cartuchos. Supuso que este relieve tipográfico era digno del nombre de los reyes y comprobó que coincidían, aproximadamente, a la altura en que estos eran mencionados en el texto en griego. Los dos nombres de reyes que le dieron la clave fueron los de Ptolomeo y Cleopatra.
No vamos a dar cuenta de todo el proceso que siguió, pero sí conviene resaltar la magnitud de su empresa al enfrentarse con una escritura que contaba con tres tipos de signos: fonéticos, de palabras y de ideas; que había evolucionado a lo largo de 3.000 años; y que hay que leer de derecha a izquierda, de izquierda a derecha o de arriba abajo según la época a que pertenezca.
La piedra Rosetta y los jeroglíficos
La piedra de Rosetta es una losa de basalto negro que fue hallada en 1799 cerca de la aldea de Rosetta, durante la ocupación de Egipto por las tropas de Napoleón Bonaparte. Es un fragmento de estela, fechada en el 196 aC. en la que aparecen tres inscripciones diferentes: los primeros catorce renglones en caracteres jeroglíficos (utilizados en Egipto en los monumentos), los treinta y dos centrales en escritura demótica (una escritura simplificada y popular empleada en Egipto desde alrededor del año 1000 aC.) y los cincuenta y cuatro restantes en griego. Como compañera de viaje y después de más de diez anños de enorme esfuerzos, en 1822 el investigador Jean François Champollion descifró el misterio hasta aquel momento ‘científicamente insoluble’, de los jeroglíficos egipcios.
Desde el siglo XVII muchos investigadores habían tratado de interpretar los signos que se hallaban a la vista de todos, grabados en templos y tumbas, pero que guardaban celosamente su secreto; tanto que entre los mismos egipcios estaba extendida la superstición de que encerraban eternas maldiciones para quien intentara descifrarlos. A lo largo de los siglos, algunos de estos signos, como la serpiente, habían sido incluso mutilados para evitar su supuesto efecto maléfico.
Los jeroglíficos se usaron en Egipto entre el cuarto milenio aC. y el siglo IV dC.. Según Champollion “es un sistema complejo, una escritura a la vez enteramente figurada, simbólica y fonética, en un mismo texto, en una misma frase, en la misma palabra”. Inicialmente había signos que representaban un objeto material y también una idea relacionada con el mismo.
El profesor de idiomas
Había nacido en Figeac, una pequeña ciudad al sur de Francia, el 23 de Diciembre de 1790 a las dos de la madrugada. Hijo de un librero y de una enfermera retirada por haber sufrido un accidente que la llevó a vivir sobre una silla de ruedas, el pequeño Jean nació rodeado de una extraña leyenda. Meses antes del nacimiento, su madre había caído enferma sin auxilio posible para los médicos. Desesperado, su padre buscó los servicios de un curandero. Éste pidió a la mujer que se sentara sobre unas hierbas y que bebiera un extraño brebaje de vino caliente. Al tercer día sanó y, según cuentan numerosos testigos, el curandero predijo que en pocos meses daría a luz un niño cuya fama perduraría para siempre. Y Así ocurrió.
Quiso ser conocido como ‘Champollion el joven’ para distinguirse de su ilustre hermano mayor Jacob Joseph, bibliotecario eminente y estudioso de la arqueología pagana y egipcia. La formación en lenguas de nuestro egiptólogo la debió en parte a la dirección que recibió de su hermano: árabe, etíope, copto, hebreo, sirio, caldeo y algo de numismática. Tras sus primeros estudios en Figéac, con poco aprovechamiento, se inscribió en el Liceo de Grenoble. Con 16 años, interesado por la piedra Rosetta, escribió un artículo en el que sostenía, y con razón, que la lengua copta usada por los egipcios cristianos descendía directamente de la antigua.
Aconsejado por su hermano se fue a París, donde de 1807 a 1809, en la Escuela Especial y en el Collège de France, se dedicó intensamente a los estudios de lenguas orientales, resistiéndose a emprender de forma seria el estudio de la piedra Rosetta hasta conseguir la formación adecuada. Estableció 15 correspondencias entre los signos del demótico y las letras del copto. Parece que fue en esta época cuando contrajo estrabismo en el ojo izquierdo, a causa, según se cree, de las muchas horas de estudio bajo la luz de una lámpara mal colocada.
Sus esfuerzos por descifrar la escritura jeroglífica arrancan de 1808. Jean François Champollion, especialista en lenguas orientales, entre ellas el copto, profesor de la Academia de Grenoble a los dieciséis años, y fascinado desde su infancia por los jeroglíficos, había ya empezado unas investigaciones sobre una copia de la piedra de Rosetta, que durarían diez años. Y por fin el 22 de Septiembre de 1822, en una carta dirigida al Secretario perpetuo de la Academia de Inscripciones y Bellas Letras, Monsieur Dacier, podía ofrecer resultados concluyentes y explicar el proceso de su investigación. Había nacido una nueva ciencia: la Egiptología.
Estos hallazgos supusieron para Champollion que, en 1826 se le otorgara el nombramiento de conservador del departamento egipcio del museo del Louvre, en París. En 1828 Champollion ve cumplido el sueño de su vida: viajar a Egipto. No pudo pisar el suelo del país que tanto había amado desde que era un niño, hasta que tuvo treinta y ocho años. Le acompañan dibujantes y alumnos suyos. Recorre todo el país de Norte a Sur. Allá a donde va dibuja, copia y traduce. Los jeroglíficos no tienen secretos para él.
En 1830 es nombrado miembro de la Academia de las Inscripciones de París, ante la que lee una Memoria sobre signos egipcios para la anotación de las principales divisiones del tiempo. Al año siguiente obtiene la cátedra de Historia y Arqueología Egipcia, creada específicamente para él en el Collège de France. La abandona pronto por problemas de salud, y se retira a Quercy, donde muere el 4 de marzo de 1832, mientras preparaba la publicación de los resultados de su expedición a Egipto.
La carrera por los jeroglíficos
A la sombra de Champollion trabajaron otros científicos y filólogos de la época. Todos rivalizaban entre sí, lanzándose descalificaciones mutuamente cada vez que uno de ellos levantaba la voz para hacer públicos sus avances en el desciframiento de los jeroglíficos. El sueco Akerblad, el francés de Sacy y especialmente el inglés Young son sus competidores más cercanos. Todos trabajan a partir de copias de la piedra de Rosetta, como si se tratara de un juego reglamentado en donde el pistoletazo de salida hubiera sido el descubrimiento de esta piedra en 1799.
Hacia 1820 todos estos investigadores se encuentran en el mismo estadio de conocimientos. Quien más o quien menos ha podido traducir algunas palabras, pero siempre debido a un golpe de suerte más que al seguimiento de una metodología específica. Todos se vigilan con el rabillo del ojo. Sin embargo, solamente será Jean François Champollion quien, en un gesto de lucidez insuperable, logra dar el paso definitivo, derrotando así a todos sus contrincantes.
En una jornada de trabajo más, Champollion da con la clave exacta de los jeroglíficos. Habiendo agotado todas las combinaciones posibles entre el texto griego y el jeroglífico de la Rosettana -nombre con el que ya era conocida- Champollion se da cuenta de una ‘obviedad’ que hasta entonces le había pasado desapercibida. Si en el texto griego había 486 palabras y en el egipcio había 1419 jeroglíficos, parecía estar claro que la escritura egipcia no era puramente ideográfica, en donde cada signo es una idea, sino que debía de ser también fonética, leyéndose algunos signos y otros no. Ahora solamente tenía que buscar el punto de partida.
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