En 1544, Enrique VIII afrontaba la fase final de su Reinado. Aquejado de varias enfermedades y sacudido por el dolor que le provocaba la infección constante en una herida de su pierna izquierda, el monarca inglés buscaba dejar en buena posición a su Reino ante un final que veía ya cercano.
En 1537, su tercera esposa, Jane Seymour, le había dado el heredero varón que tanto había deseado. La Reina murió doce días después a causa de una infección derivada del parto. Enrique se sumió en una profunda depresión que le acompañaría el resto de su vida. Ninguna de sus tres esposas subsiguientes consiguió mitigar ese pesar. Su última voluntad, antes de morir, fue la de ser enterrado en Windsor junto a la noble Jane.
Pero el Rey tenía un heredero varón en la figura del Príncipe Eduardo. Decidido a aprovechar todas las posibilidades estratégicas que estuvieran a su alcance, se puso como objetivo obtener un enlace que garantizara la unión futura con el Reino de Escocia. Su plan consistía en firmar un acuerdo para el matrimonio futuro de su hijo con la recién nacida María Estuardo, heredera del trono Escocés. Este enlace pondría fin a un enfrentamiento entre ambos Reinos que se libraba desde hacía cuatro siglos.
En Escocia, tras la muerte del Rey Jacobo en 1542, el poder recaía en una regencia cuyo titular era James Hamilton, Conde de Arran. En un principio, el noble pareció dar el visto bueno al acuerdo de boda pero, al establecer conversaciones con sus ministros, y oir la opinión de la madre de la futura Reina, la católica francesa María de Guisa, su parecer cambió por completo.
Escocia era un país profundamente católico y mantenía un firme vínculo con Francia quien, a su vez, había empezado una guerra contra la Inglaterra de Enrique VIII con el fin de recuperar sus posiciones en Bretaña y Normandía. Esta situación táctica y estratégica aconsejaba a Hamilton no implicar a Escocia en una futura alianza con el vecino protestante del sur.
Así fue como, en 1544, Escocia respondió negativamente a la propuesta de Enrique Tudor. El temperamental Rey inglés que, al envejecer había aumentado aún más su crueldad y brutalidad, ordenó a su principal asesor y ex-cuñado, Edward Seymour, liderar una campaña de castigo en la frontera.
Seymour, Conde de Hertford, reunió a un ejército y marchó hacia el norte penetrando unos 30 kilómetros en tierra Escocesa. A lo largo y ancho de la frontera, dirigió una serie de ataques contra varias abadías católicas. Las tropas saquearon, mataron, y destruyeron, dejando un panorama desolador que no pudo ser respondido por un débil y dubitativo gobierno de Regencia.
Una de las Abadías católicas que más fuertemente recibió la ira de Enrique VIII fue la de Jedburgh. Fundada en el siglo XII por monjes agustinos, la Abadía había sido uno de los templos católicos más prósperos de la frontera con Inglaterra.
Las tropas de Seymour incendiaron parte de la estructura provocando la caída del techo de madera de la Abadía. Destruyeron también los corrales anexos y confiscaron todas sus riquezas. Los monjes que lograron sobrevivir continuaron unos años más en el lugar de culto pero, en 1560, con el advenimiento de la reforma protestante en Escocia, el templo fue definitivamente transferido a los sacerdotes de la nueva religión. Se realizaron obras de rehabilitación que alargaron la vida de la Abadía hasta el siglo XIX. En ese momento se consideró peligroso seguir utilizando el recinto y, en 1917, al pasar a formar parte del patrimonio nacional, se decidió conservarla sin techo, dejando sólo la estructura de piedra.
Visitarla constituye una experiencia diferente y magnífica. Admirar sus poderosos muros ante el firmamento abierto es algo difícil de explicar. La luz natural ilumina la estructura y le confiere una apariencia mágica, casi irreal.
En un artículo anterior ya me referí a las diferentes caracterizaciones de Enrique VIII en la historia del cine pero este episodio de Jedburgh ha vuelto a mi mente tras visionar los recientes capítulos de la última temporada de Los Tudor. La serie está narrando la etapa final del Reinado de Enrique y ha contribuido enormemente a acercar este apasionante periodo de la historia a una nueva generación. La cuidada puesta en escena, el vestuario, los elaborados guiones creados por Michael Hirst, y las brillantes interpretaciones de un reparto que lidera, con luz propia, Jonathan Rhys Meyers han convertido a Los Tudor en una de las mejores series históricas que se han realizado.
Con la muerte del soberano concluirá un proyecto que ha sido el buque insignia de la cadena Showtime en los últimos años. Pero el éxito del mismo ha persuadido a los ejecutivos de la cadena para dar luz verde a la nueva serie que Michael Hirst les planteó. Y es que quien puede rechazar a los Borgia...