T u nombre se decidió en el cine Mónaco, ya cadáver. Mamá y yo empezábamos de novios, en el Bachillerato Unificado Polivalente, que no es un hueso de dinosaurio, aunque suena parecido. Estrenaban "Novecento", una película sobre las tensiones políticas del siglo XX. Quiso el guionista que la primera noche del siglo nacieran dos niños en una hacienda italiana. Arriba, entre algodones blanquísimos, Alfredo venía a perpetuar la estirpe de su abuelo, el señorón. Abajo, de la mugre del establo, emergía el enésimo nieto de un criado que lo bautiza Olmo: "Como el árbol grande; Olmo Dalcò, campesino". No te cuento el resto, pero las cosas sucedían de tal guisa que los novios decidimos, si algún día teníamos un hijo, llamarlo Olmo.
Asomaste el pescuezo hace exactamente 26 años, como eres hoy (o eso pareces en casa), más mirador que hablador. Te veo entonces, y sigo viendo los biberones/potitos, y los primeros dientes, y el estirón, y la operación del dedo en resorte, y tus discos -¡joder, que compusieses y tocases aquello era estupefaciente!-, y veo tus últimos estudios, en Madrid... y todo me lleva a proclamar con firme convicción que es imposible (fíjate bien: im-po-si-ble, in-ve-ro-sí-mil, ab-sur-do) que hayan transcurrido 26 años.
Si viviésemos en una verdadera democracia, algún funcionario debería rendir cuentas de un cómputo tan falso y chorizo. No puedo admitir, bajo ningún concepto, que haya 26 años de intervalo entre tu nacimiento y este domingo incierto, que se debate entre un solecito andalusí y una rasca siberiana. No puede ser, algo falla en el reloj del cosmos.
Sé que te gusta "El gran Lebowsky", esa genialidad de los hermanos Coen donde Jeff Bridges borda un personaje inefable. Traducen su apodo, "The Dude", por "El Nota", y puede que acierten. "El Nota" es una reliquia del meteorito primigenio, un superviviente del desastre, un heraldo del caos. Incapaz de valerse no ya por sí mismo, sino por cuatro batallones del Ejército de Salvación, pero un tipo entrañable.
Pues bien, llegué pensar (mamá es testigo) que ibas por la senda de "El Nota". Te veía inconstante, mudable, como suspendido en un éter bohemio, surfeando olas bajo alisios notoides. Le decía yo a mamá que tú acababas de churrupita, sembrando un desconcierto neorrealista, ayudando/ocupando a las monjas en una parroquia de inadaptados sociales. Hasta el segundo disco, claro: entonces me di cuenta de que yo y mis cosas quedábamos a ras de suelo, lejísimos, en una remota nada, en la irrelevancia de un tiempo que se desvanece, liviano e insulso.
Sale Jeff Bridges en otra película reciente. Su título original, "Hell or High water", alude al dilema de transitar por lo despejado o tirar por lo espinoso, cosa difícil de expresar que han traducido por "Comanchería". Como fuere, Jeff Bridges es el sabueso, la fuerza pura del orden, a la caza de dos atracadores de bancos, y quiere que uno de los delincuentes le explique: "¿Por qué?"
Y el otro le habla de la pobreza. Es como una infección -le dice-, una infección que se contagia de abuelos a padres y gangrena a los hijos. Y Bridges no puede aceptarlo, claro, pero el otro ha extirpado el absceso y sus hijos ya no sentirán esa fiebre. Salvando las distancias, desde tu segundo disco yo llevo dentro el mismo fuego. Que mi trabajo sirva para que tú vivas otra vida, esa que yo no entiendo bien, pero que me consta que es vida y está viva.
Ahora te vas a Australia. Pasas el dedo por el mapamundi y te sale callo de tanto recorrer hasta Perth, en Australia, nada menos. Ya, ya sé que los aviones han acortado considerablemente el tiempo de travesía, pero ¡qué quieres! Alguna lagrimilla sí que he soltado, y no digamos las que espero de mamá. Sin embargo, por si no te lo he dicho antes, abrigo en mi fuero íntimo una aleación de orgullo y envidia.
Orgullo, porque das portazo deliberado a un país que, si no es mediocre, se comporta como tal. Porque te brilla en el fondo de los sesos la veta sindicalista de tu abuelo, que es cabezón como él solo y lo enchironaron por cabezón, y a mucha honra. Porque los cabezones no tragáis con salarios de 400 euros, con suerte.
Envidia, porque lo mío fue fácil: con una gruesa memoria antibalas, la selectividad y la carrera y el MIR los pasé con la gorra. Pero caí en una espiral de conveniencias; que si la plaza, que si la hipoteca, que si la inercia, que si el dinero, que si la madre que los trajo. Y no me fui cuando debía, a ver qué se cuece por ahí fuera. Ahora tú, Olmo, cuando ya no me asedian las miasmas de la pobreza, tienes otro horizonte que los Dalcò. ¡Olmo López, músico australiano! Más adelante, si eso, te cuento lo que tengo pensado para mis nietos.