Revista Religión
Leer | Lucas 4.16-21 | Jesús no andaba haciendo alarde de su poder o grandeza. Puesto que había venido para hacer la voluntad del Padre (Jn 6.38), su prioridad era redimir a los perdidos. Sin embargo, no ocultó su identidad del mundo. Cuando fue necesario, se identificó a sí mismo como el Mesías.
Uno de los sermones más hermosos de Jesús, lo dio a una mujer que sacaba agua de un pozo de Samaria. Después de escuchar la enseñanza de Jesús sobre el agua de vida y sus profecías de un cambio en la manera que la gente adoraría a Dios, la mujer mencionó al Mesías prometido. El Señor respondió: “Yo soy, el que habla contigo” (Jn 4.26). La reacción de la mujer fue reunir al mayor número posible de personas que pudo, para que escucharan a este hombre que conocía la historia de su vida, y que le ofrecía amor y redención, a pesar de todo.
Cuando llegó el momento para que Jesús revelara su identidad a los sacerdotes y a los líderes religiosos, lo hizo leyendo la profecía de Isaías 61, y diciendo luego que ésta se había cumplido (Lc 4.18-21). Anunció que Él era Aquel que predicaría buenas nuevas a los pobres, liberación a los cautivos, y que daría vista a los ciegos. No utilizó la palabra “Mesías”, ni tenía que hacerlo. Todo Israel sabía que las palabras de Isaías se aplicaban al “Ungido” de Dios.
A algunos pensadores modernos les gustaría marginar a Jesús como simplemente un hombre bueno con un mensaje de amor. Pero Él fue el primero en proclamarse a sí mismo como más que eso. Es el Hijo de Dios, nacido de una virgen, que vino a llevar los pecados de la humanidad y a morir en la cruz. Él es el Mesías.
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