Productos de Jennifer López a la venta en tienda en La Habana (foto del autor)
LA HABANA, Cuba.- La Habana es una ciudad excesiva y generosa en sucesos. En las calles de esta ciudad se pueden recibir una y mil sorpresas cada día, muchísimas angustias.
Ayer, caminando por la calle del Obispo para llegar a la Plaza de Armas, descubrí una legión de mujeres bullangueras husmeando en las vidrieras de una tienda, haciendo lo imposible para entrar. Porque soy curioso me detuve en medio del tumulto en el instante en que una empleada descompuesta amenazaba con llamar a la policía si no dejaban la puerta libre, hasta exigió que hicieran la cola del otro lado de la calle.
Por unos instante me estuve preguntando qué tendría de novedoso aquel sitio que era capaz se convocar a tantas mujeres exaltadas. ¿Se trataba de una reunión de mujeres federadas? Decidí quedarme, averiguar.
No fue difícil descubrir lo que sucedía. El alboroto tenía que ver con un establecimiento muy discreto que tenía una flor grabada en los cristales de la puerta de entrada, y más abajo, como si la imagen no fuera suficiente, se insistía con adornadas mayúsculas que el nombre del lugar era: “La Rosa”.
Pero esa mañana, aquellas mujeres curiosas y apostadas frente a la tienda no usaban ya el apelativo que exhibía la puerta. Ellas habían rebautizado el lugar. Ahora lo llamaban: “La Boutique de Jennifer López”.
Entonces descubrí dos imágenes de la cantante neoyorquina en las vidrieras anunciando la venta de algunas líneas de ropas que ella misma había lanzado por el mundo. ¡J.Lo había llegado a La Habana! Esa era la causa de tanta algarabía.
Cualquiera que lea estas líneas sin conocer la realidad, pensará que el suceso no merece atención ninguna, que nada tiene de raro que unas cuantas mujeres quieran comprarse un vestido nuevo, algún perfume o un par de tacones que las separe del suelo. Pero la verdad es que en La Habana o en cualquiera de las ciudades de la isla sus moradores no ganan más de veinte dólares, y tampoco se puede pagar a crédito. Por eso me preguntaba cómo harían aquellas que estaban en la cola para llevarse una pieza a casa. Eso lo sabría después…
Solamente avivé el oído, y escuché. Supe que las dos mujeres que me antecedían en la cola eran militares. Sus charreteras me advirtieron que una era teniente y la otra capitana. La más interesada en comprar era la de más alta graduación. Por ella supe que su hija estudiaba medicina, que sacaba notas excelentes y que sentía vergüenza cuando la miraba mal vestida. Me enteré también de que la capitana, con mucho sacrificio, había conseguido algún dinero.
“Tengo doscientos CUC (pesos convertibles)”, dijo, y también que no se arrepentía de haber engañado a su marido. Aprovechó que Carlos, también militar, estuvo movilizado durante cuarenta y cinco días y se fue a dormir a la pequeña cama de su hija para poder alquilar el cuarto matrimonial a una estudiante de Camerún. En un mes consiguió el dichoso dinero, un poquito menos de lo que gana en todo el año. “Lástima que ya volvió mi marido”. La capitana gastó casi todo para que la hija estuviera mejor vestida, y recordó los años en que ella era una joven estudiante en los Camilitos y en lo que hubiera significado ponerse una ropita Made in USA. “Tanto nadar para morir en la orilla”, dijo la capitana y salió de la boutique.
Estudiantes fuera del preuniversitario de La Habana Vieja (foto del autor)
Aunque las tenderas me miraran, inquisidoras, permanecí en la tienda, simulé interesarme en una pieza y luego en otra. Gracias a mi insistencia escuché un montón de historias, pero ninguna más angustiosa que la de Yasmín.
La jovencita cursaba el onceno grado en el preuniversitario de La Habana Vieja, y su profesora de Historia la había expulsado del aula después de dar respuesta a su pregunta. La profe quiso saber de la importancia de la invasión de Oriente a Occidente. Ella respondió con otra pregunta: “Ah, ¿esa que trajo a un montón de palestinos desde Guantánamo y Santiago hasta La Habana…?”. La maestra no encontró mejor solución que expulsarla de la clase, y Yasmín consiguió lo que quería. Ya se había enterado de la nueva la tiendecita de Obispo.
Sus compañeros la llamaban J.Lo porque pasaba gran parte de su tiempo tarareando los números más famosos de la cantante. No conseguía aprobar los exámenes pero nadie imitaba mejor que ella a Jenni. Eso era, para ella, lo más importante, y vivir en Miami, y conseguir un Marc Anthony.
Yasmín se empinó frente a cada pieza, como si detrás tuviera a Pitbull. Yasmín, es decir, J.Lo, revisó los precios. Ninguno le pareció bien, no tenía dinero pero era perseverante… Yasmín aseguró, a la amiga que la estuvo acompañando, que esa tarde tendría aquella pieza que tanto le gustaba. Habló del dueño de un bicitaxi que hacía piquera a un costado del preuniversitario donde ella estudiaba. Él le propuso tener sexo, estaba dispuesto a pagar bien…
J.Lo abandonó la tienda tarareando “On the floor…”
Via:: Cubanet