Revista Sociedad
Salvador de Madariaga, republicano y antifranquista de sangre mas no de etiqueta, sentenció con la inapelabilidad de una sibila eritrea: «Con la rebelión de 1934, la izquierda española perdió hasta la sombra de autoridad moral para condenar la rebelión de 1936». Y razón no le faltó al que fuera ministro de Instrucción Pública durante el Gobierno de Lerroux, pues la intención por parte de las izquierdas de despertar la bestia de la guerra misma a fin de instalar la dictadura del proletariado fue tan evidente como que el fuego calienta. Así lo demuestran las miles de perlas brillantes que la Historia, esa alcahueta que todo lo canta, nos ha ido dejando con el correr de los años. Verbigracia: esa sentencia ya olvidada por los izquierdistas de hogaño pero inmortalizada en El Socialista que rezaba: «renuncie todo el mundo a la revolución pacífica, que es una utopía; bendita sea la guerra». O lo que fuera auténtica antesala al conflicto: el asesinato de Calvo Sotelo, asaetado por la guardia personal de Indalecio Prieto y que supondría el inicio irremisible de la Guerra Civil como bien le comunicara al Ministro de Gobernación. Sí, el mismo Prieto que declamó públicamente que «habrá una lucha entre las dos Españas». Pero la verdadera semilla negra del fratricidio que comenzaba a mellar se hallaba en una Constitución que mandaba al frío de las catacumbas a una mitad del país: los católicos. Y en virtud de la misma, una serie de leyes y decretos a contrapelo que culminaron con la Ley de Congregaciones del 1933, por la cual fueron nacionalizados los bienes de la Iglesia, prohibido el derecho a la docencia, así como las manifestaciones y procesiones fuera de los templos. De esta manera, se le daba alas a una persecución que comenzaría en el 31 con la quema de iglesias y que continuaría el Frente Popular pasando por el potro de tortura a más de seis mil religiosos en lo que fue la mayor sangría contra los cristianos desde tiempos de Diocleciano. Un odio cainita, primitivo, casi atapuercuense que desgajaba cualquier esperanza de modernización en un país que históricamente se ha movido a dos tiempos. Y de aquella siembra...
Durante esta semana pasada ha tenido lugar en Madrid la Jornada Mundial de la Juventud, a la cual han llegado jóvenes adolescentes de todos los rincones del planeta por tierra, mar y aire a fin de acrisolar su fe y desnudarse ante Benedicto XVI. Han sido unas jornadas en las que, más allá de creencias individuales, la emoción y el recogimiento han penetrado por cada milímetro de epidermis de quien ha tenido la oportunidad de seguirlo sobre el terreno o por televisión. Desde el discurso en El Escorial frente a los jóvenes profesores universitarios en el que el Papa subrayó la importancia de levantar límites morales y éticos a una ciencia desaforada, al emotivo acto en la Fundación San José de Madrid en el que Antonio Villuenda, un chico sordo y que nació al borde de la muerte, heló la sangre de aquellos que lo escuchaban con los ojos vidriosos mientras contaba su experiencia de dolor y soledad; pasando por el sobrecogedor Via Crucis en el que jóvenes sudaneses e irakíes perseguidos en el mundo por su creencia, así como distintos disminuidos, ex drogadictos y víctimas de los terremotos de Haití y Japón portaban la Cruz por cada una de las estaciones mientras sonaba un imponente In Manus Tuas, Pater. Por no hablar de la espectacular Vigilia en Cuatro Vientos, con unas nubes oscuras que casi besaban el suelo sobre el que cerca de dos millones de jóvenes conformaban un mosaico abigarrado de vida, dejando una estampa pocas veces vista en nuestro país, por no decir ninguna. Unas jornadas de tolerancia y libertad elevadas a la máxima potencia.
Pero ocurre que de la oveja mansa vive el lobo, y aprovechando que el mal nunca descansa, aparecieron los alabarderos del totalitarismo dispuestos a dar la guerra. Esos indignados para los que existen dos tipos de Libertad: la suya y la del resto del mundo. Caines cargados de odio que hacen de la purga su forma de vida. Auténticos guerracivilistas del tres al cuarto, como a bien tuvo llamarlos Esperanza Aguirre, apiñados como cerdos en torno al dornajo por una causa tan pobre como intolerante. Lo cierto es que, en contraposición al espectáculo de tolerancia y respeto de las JMJ, el numerito revanchista de los afines al 15M que participaron en las distintas marchas laicas no hizo más que retratar y colocar a cada cual en el lugar que le corresponde. Por un lado, unos jóvenes católicos pacíficos hasta la humillación dispuestos a poner la otra mejilla y capaces de hacer del Perdón su propia muralla; y por el otro, esos trasgos resentidos, incapaces de volver la mirada hacia sí mismos y alumbrar su maledicencia, ansiosos por imponer sus ideas, si acaso las tuvieran, a golpe de mamporrazo. Lo visto en las marchas laicas de Madrid fue hiriente, sin más. Intimidaciones, golpes y escupitajos a miles de adolescentes indefensos y que, aun pudiendo hacerlo, rehusaron de cualquier tipo de violencia. Unos jóvenes capaces de perdonar mientras una cuadrilla de hampones les robaban la dignidad humana delante de sus propias narices. Puro espíritu chekista. Triste pero cierto.
Pero si lamentable y doloroso fueron las formas, peor aún lo fue el fondo. Las letanías anti Papa iban desde la crítica a la pederastia, dando como hecho probado que la Iglesia la encumbra y permite, hasta el dispendio de dinero público destinado a la financiación de las JMJ, o ese rebuzno intelectual de trazar una relación parvularia entre las hambrunas de Somalia y el dinero que maneja la Iglesia Católica. Todo ello sin pasar por alto el pasado de sangre y fuego de la Inquisición. Auténticos mugidos animales que no resisten el más mínimo análisis serio. Consignas de mercadillo. Pura indigencia mental.
Muchas fueron las críticas y humillaciones destinadas a los adolescentes de la JMJ llamándoles pederastas. Desde luego no sólo se trata de mala baba sino, además, de necedad. Seguramente entre los indignados hubiese algún profesor de colegio o familiar de ellos. Y seguramente no se le pasara por la quijotera hacer semejante juicio con el gremio de la educación cuando, tradicionalmente, ha cargado con un gran número de abusos a menores. Y es que, quien con niños se acuesta, meado se levanta. Cualquier estructura corporativista tendrá sus garbanzos negros en el saco, pues personas son aquellas que lo conforman. Y de éstas, las hay buenas y malas, sea en la Iglesia, en los colegios o en los ambulatorios. Lo demás es ladrar a la Luna. Dañar por dañar. Y cargarse el principio jurídico más valioso con el que cuenta Occidente: la presunción de inocencia.
En cuanto a la financiación de la Jornada Mundial de la Juventud, los indignados de las marchas laicas embistieron como toro bravo contra la financiación pública de un acto religioso cuando se trata de un país aconfesional. Falso de toda falsedad, pues un setenta por ciento de la misma vino de los propios peregrinos y el resto de empresas privadas. Pero, aunque llevaran razón, ¿legitima tanta furia y violencia desatada? Nadie ha podido decirlo mejor que Salvador Sostres, pues, en efecto, tampoco somos un Estado Deportista y financiamos unos Juegos Olímpicos, ni un Estado Gay y lo hacemos con las fiestas del Orgullo y así hasta el infinito. ¿Acaso no mantienen los defensores de la socialización de los recursos que éstos tienen que cubrir todos los estratos sociales? ¿Y los cientos de millones que anualmente caen en manos de sindicatos y proyectos de cooperación internacional?
Pero la corona de laureles al absurdo se la llevó la manera tan burda de trazar una relación entre el hambre en África con la opulencia de la Iglesia, como si una fuera consecuencia de la otra. Y es que, no sólo en los rincones del continente africano, sino que en esta misma España tísica es la Iglesia la que llena el estómago de cientos de miles de ciudadanos que apenas pueden alimentarse por sí solos. Se trata de los comedores de Cáritas, desbordados y cada día más reclamados. Los mismos comedores que se levantan céntimo a céntimo con donaciones privadas. Unas bocas a las que ni llegan ni quieren llegar esos sindicalistas de chicha y nabo que manejan partidas millonarias sin saber lo que es encender el fogón de una cocina para alimentar al hambriento. Es la auténtica prédica con el ejemplo. Un ejemplo que va más allá de nuestras fronteras, pues son los misioneros quienes queman sus vidas en Senegal, Etiopía y cualquier rincón de África hasta convertirse en polvo. Nada que ver con esas ONG de pandereta que llegan, descargan y vuelven a su país con el alma satisfecha en busca del aire acondicionado a contarnos lo buenos que son. La labor de la Iglesia va mucho más allá. Es el auténtico trabajo sobre el terreno, el convertirse en báculo, rodrigón de esos brotes que crecen lenta y parsimoniosamente, demostrando que obras son amores y no buenas razones. Servicio y Caridad.
Respecto a las crudas relaciones mantenidas entre el Clero y el absolutismo durante la alta Edad Media y la instalación de la Inquisición, hay que señalar que fue una época sangrienta, cruel y vergonzante. Pero no podemos olvidar cómo ya Juan Pablo II, entre otros, pidió perdón en el Jubileo 2000 por los crímenes cometidos. Claro que eso no devuelve la vida a los ajusticiados, pero existiendo una brecha de siglos, no es de despreciar. Otras religiones e ideologías con mucha más sangre en su haber aún no han entonado un solo Mea Culpa. Por otra parte, en honor a la verdad, conviene recordar que, en el caso de la Inquisición española, de los 125000 procesados durante los casi tres siglos que estuvo vigente, tan solo el 1,5% acabaron en condena. El resto se trató de penas espirituales. Así, resulta paradójico que aquellos que caen de hinojos mientras se golpean el pecho declarándose comunistas derramen sus ataques más furibundos contra la Iglesia Católica por el papel jugado por la Santa Inquisición, como ocurriera en las marchas laicas de Madrid, cuando defienden un tipo de totalitarismo que no encuentra parangón en toda la Historia de la Humanidad en cuanto a crímenes se refiere. Incluso a día de hoy. Cien millones de muertos, la inmensa mayoría obreros. Y no es pura mitología. Se trata de los veinte millones de muertos a manos de la URSS, entre los que se encuentran los cinco millones de víctimas de la hambruna planificada de 1922, al igual que los seis millones de ucranianos caídos en el 32, a los que hay que añadir las víctimas de los campos de concentración, la Gran Purga, los kulaks, los alemanes del Volga o las deportaciones de polacos. Todo ello documentado a raíz de la desclasificación de los archivos de la KGB, convirtiéndose en la auténtica Piedra de Rosetta del comunismo. A las montañas de cadáveres de la Unión Soviética hay que añadirle los dos millones de Camboya, el millón de los regímenes de la Europa del Este, los sesenta y cinco millones de la República Popular China, aún triturando carne, al igual que en la vecina Corea del Norte, con dos millones de muertos. Etiopía, Mozambique, Angola, entre otras tiranías africanas, completan la que fue y sigue siendo la mayor degollina que ha conocido el ser humano: el Comunismo.
¿Y alguien ha oído el más mínimo atisbo de autocrítica? Nadie. Silencio sepulcral. Es más, seguirán venteando las mismas recetas de antaño sin el más mínimo rubor, como si los crímenes del comunismo fuesen fruto de una macabra alineación de los planetas o juego de dados. Hayek ya se encargó de demostrar hasta qué punto el comunismo se vuelve más sangriento cuanto más se ajusta a la doctrina misma. Pero son muchos los que pretenden presentarnos el mismo producto con distinto pelaje, como si eso cambiara la naturaleza del compuesto. Leche vieja en botella nueva. Y aquí llega el punto fuerte y cruel del comunismo: condenar aquello que practica. O lo que es lo mismo, atacar a la religión cuando sus propios planteamientos no son más que auténticos dogmas de fe con cierto ropaje teórico, irracionalismo al cubo. Lo que se nos vendió como sesuda filosofía, el materialismo dialéctico en concreto, resultó ser una religión tan fiel a dogmas como otras religiones. De ahí su fundamentalismo a la hora de sacrificarse como mártires por una ideología destinada al fracaso, el hambre y la miseria. El mismo libro de recetas de la abuela que nos tratan de imponer los indignados del 15M y demás fauna presente en las marchas laicas de Madrid.
Así las cosas, no hace falta ser católico para vislumbrar la enorme diferencia entre la moral y el ejemplo de los unos y los otros, de igual que no hace falta ser astronauta para saber que la Luna no es un queso manchego colgado de las nubes. Y conviene recordar que el canto del gallo no hace salir el Sol. Mientras unos buscan en fórmulas anacrónicas la manera de acabar con un hambre del que, en gran medida, son ellos mismos responsables, otros tantos, al arrimo y al abrigo de la Iglesia, le ahorran al Estado treinta y cinco mil millones de euros anuales con sus cinco mil colegios, más de cien hospitales, ambulatorios, centros de discapacitados, asilos y reinserción social. 155 millones anuales de Cáritas. 45 millones de Manos Unidas. 21 millones en Obras Misionales Pontificias. Y ni la más leve sombra de corrupción generalizada, como ocurre con otro tipo de instituciones dadas al altruismo y la filantropía.
Es el momento de traer, ahora más que nunca, las palabras de Valle Inclán al recordarnos que «existe honra en ser devorado por los leones pero ninguna en ser coceado por los asnos». Unos intentarán dar con sus cascos hasta imponer sus ideas a base de coces, pero otros muchos seguiremos apostando doble sobre sencillo por la Libertad y los valores cristianos en los que se sustenta Occidente. Y a partir de ahí, que giren los cangilones de la noria...