Tenía yo nueve años, unos meses más que tu hija, y ni la más remota idea de quién eras, o qué hacías a cientos de kilómetros del mar. Al final, te imagino tranquilo, concentrado en el camino y al ritmo del lerele. Te sospecho acercándote hacia donde querías estar del día uno al día catorce; no en La Moraleja; mucho más lejos.
Te escribo al rasgado de la cuerda de tus ancestros; hoy, muchos contigo, y otros aún aquí. Y lo hago para decirte que tú también sigues aquí, y que la cagaste. Que sigues aquí, en lo hondo, pero que le faltas a todos aquellos a quienes no les diste tiempo a conocerte; y a los tuyos más que al resto.
Figura de bronce de Lola Flores, la Faraona, en Jerez de la Frontera (Cádiz, España).
Te escribo como roquero y desde el corazón, como tú; como tú que por mucho que digan eras roquero y eras de extremos, y la de años que me ha costado descubrirlo. Roquero, y flamenco, y transgresor, que ha llegado el punto en el que aquí es lo mismo. Hablo de mente, y de espíritu, pero tú ya me entiendes.
Qué mierda que nadie estuviese ahí para escuchar las palabras de Paco de Lucía en el velatorio de tu madre. O que no las escuchases tú, y que hicieses caso y te cuidases.
Hoy, no sé por qué, de improviso, soy yo quien tiene un nudo en el corazón, y aunque quizá no seas el más indicado para preguntarle, ¿cómo coño se arregla esto?
Ahora, veinte años más tarde, qué más da si fue de sobredosis o de soledad, ¿no? Entre dos aguas, escogiste la más tenue de ellas; la puñalada menos profunda; tu verdad, fuera la que fuese.
Descansa anda, que yo hoy estoy destrozado.