Revista Cultura y Ocio
John Barleycorn. Las memorias alcohólicas, por Jack London
Publicado el 24 marzo 2013 por David Pérez Vega @DavidPerezVegEditorial Valdemar. 163 páginas. 1ª edición de 1913; esta de 1992. Traducción de J. L. Moreno.
Al final mi informático de confianza consiguió salvar todos los documentos de mi ordenador agusanado. Aquí está la reseña que tocaba la semana pasada:
Disfruté tanto de la lectura de Martin Eden –que comenté hace dos semanas– que decidí seguir con Jack London (San Francisco, 1876-Glen Ellen, California, 1916); y como recordaba que en la novela autobiográfica John Barleycorn. Las memorias alcohólicas el propio London afirmaba que él era Martin Eden, quise comprobar, acercándome a su obra más autobiográfica, hasta qué punto se había basado en su propia vida para escribirla.
Ya comenté en la pasada entrada sobre London que fue una sorpresa percatarme, al consultar mi archivo de lecturas, de que había leído John Barleycorn en octubre de 1993, y no después de marzo de 1994, una fecha importante para mí, ya que ese mes fue cuando descubrí a Charles Bukowski y mis intereses literarios cambiaron radicalmente; abandoné la literatura de género (ciencia-ficción y terror, principalmente) por la literatura realista. Compruebo ahora que el cambio no fue tan radical como había creído durante mucho tiempo; antes de La senda del perdedor y el mazazo en la cabeza que supuso para mí su lectura a los diecinueve años, había tenido dos amagos de acercamiento a la novela realista, fuera de imposiciones escolares: fueron El guardián entre el centeno de J. D. Salinger en diciembre de 1992 y John Barleycorn. Las memorias alcohólicas de Jack London en el citado octubre de 1993 (entre medias de las dos sólo hubo ciencia-ficción y algo de terror). Y estas dos obras ya anunciaban el cambio radical que se produjo en mí a los diecinueve años: cómo el caos personal al que había llegado no podía ser explicado con la literatura de género, cómo esas lecturas de evasión del mundo no conseguían explicarme el mundo, que era lo que yo deseaba a esa edad. Mi primeras inmersiones en el realismo me acercaron al malditismo, y a un autor como Jack London, del que había leído alguna obra adaptada al cómic en la infancia, y que por tanto representaba aún un territorio conocido, y suponía, por supuesto, no leer lo que consideraba por entonces una traición, la literatura seria de la que hablaban los profesores de lengua del instituto de los que yo desconfiaba (aunque también debería apuntar que a los doce años, por ejemplo, leí El Lazarillo de Tormes, gracias a un fragmento leído en el libro de lengua de sexto de EGB, y esa lectura me impactó mucho).
En John Barleycorn. Las memorias alcohólicas, Jack London hace un repaso de su vida –tres años antes de su muerte– a partir del recurso narrativo de evocar sus encuentros con el alcohol (al que personifica, y con el que llegará a conversar, otorgándole el nombre de John Barleycorn). La intención en principio parece moralista: va a explicarle al lector cómo él, un hombre sano, un joven trabajador que gracias al esfuerzo personal consigue triunfar como escritor y hacerse famoso, pudo sobreponerse a todas las trampas que le tendió en el camino John Barleycorn: “Y como cualquier sobreviviente de sangrientas guerras que grita ‘no más guerras’, yo grito: ¡No más veneno para nuestros jóvenes! Igual que se evita la guerra debe evitarse la bebida” (pág. 160). Pero la narración antialcohólica acaba siendo, cuanto menos, ambigua. Jack London sostiene que él no tiene una predisposición genética o química hacia el alcohol, lo que probaría, por ejemplo, el hecho de que cuando era muy joven, estando embarcado en alta mar, estuvo meses sin beber y no lo echó de menos (pág. 105: “Lo vengo diciendo durante todo el relato: en mí no habitaba la necesidad ni el deseo del alcohol, y ello a pesar del largo y severo aprendizaje como bebedor que hice a las órdenes y bajo la dirección de John Barleycorn”), aunque al llegar a puerto bebiera, junto con sus compañeros, hasta perder el sentido. Y el mismo hombre que lo vivió todo, que fue pobre, que a los catorce años trabajaba en una fábrica infernal, y que repasa su vida desde el confort de su rancho californiano, una vez convertido posiblemente en el escritor más popular de su país, ya cerca del final de la obra sigue sosteniendo que él sólo ha sido un bebedor social; pág. 162: “Todos los bebedores se convierten en tales por obra y gracia de las relaciones sociales (...). El alcohol tiene pues un escaso papel si se compara con el que se asigna a la relación social en que se bebe”. Y escribe esto London, en la penúltima página del libro, cuando no mucho antes ha confesado que ya no puede ponerse a escribir en la soledad de su despacho si no se toma antes algunos cócteles. El lector acabará el libro con la sensación de que, más que con un fin aleccionador o didáctico, el autor lo escribió para convencerse de que no se había convertido en un alcohólico, que él –a diferencia de los alcohólicos– conocía todos los juegos de John Barleycorn y podía lidiar con ellos. Y como el lector sabe que –aunque este libro está escrito por una persona de unos treinta y siete años– a su autor sólo le quedan unos escasos tres años de vida (una muerte que seguramente tenga mucho que ver con los excesos en su vida), la sensación que deja su lectura es un tanto amarga; lejos del aire triunfalista del párrafo con el que se cierran estas memorias: “Y, en conclusión, puedo decir, que habría deseado que mis abuelos acabaran con John Barleycorn antes de que yo naciera. Lamento que John Barleycorn florezca por doquier, en nuestra sociedad, en esta sociedad en la que nací, por lo que puedo separarme del todo de su influjo, ya que fui educado en ello” (pág. 163).
Pero, en todo caso, la lectura de estas memorias no es sólo interesante porque asistamos a la lucha, o la relación, de un hombre con el alcohol, sino porque se trata de la lucha de un hombre con la vida. Es cierto que gran parte de la biografía de Martin Eden la toma Jack London de su propia experiencia, pero también nos percatamos de que la vida de Eden está idealizada: Eden deja radicalmente el alcohol cuando decide aspirar al amor de Ruth y acercarse al mundo de las ideas, algo que el propio London no pareció capaz de hacer. Además, London otorga a su héroe la ideología individualista del superhombre nietzscheano, y en este libro él se declara socialista: “Yo era un socialista, quería salvar al mundo” (pág. 121). En estas memorias alcohólicas London elude los temas sentimentales; sabremos que se casa y en algún momento nos habla de su mujer, pero cualquier declaración sobre el amor –a diferencia de lo que ocurría en Martin Eden– no existe.
La vida de Jack London es fascinante. Pág. 45: “Yo había nacido pobre. Había vivido pobremente. En ocasiones pasé hambre. Nunca tuve juguetes como otros niños”; a los diez años vende periódicos por las calles; y los catorce esta era su situación: “Estaba a punto de cumplir quince años, y trabajaba duro, durante muchas horas, en una fábrica de frutas de conserva. Durante meses y meses trabajé durante jornadas de diez horas” (pág. 36). A los quince años decide dejar esa fábrica, pedir dinero prestado, comprar un pequeño bote y convertirse en un pescador pirata de ostras en la bahía de San Francisco, uniéndose a un grupo de hombres pendencieros, en su mayor parte fuera de la ley y bebedores. A los diecisiete años se embarca y conoce Japón y los mares del Sur. Cuando vuelve a Oakland, casi todos sus antiguos amigos, los pescadores piratas de ostras, han desaparecido. El párrafo en que habla de esto lo recordaba de mi primera lectura en 1993; no las palabras exactas, claro, pero sí la honda impresión que me produjo: “Nelson no estaba; murió borracho y resistiéndose a la justicia. Su compañero en aquel asunto estaba en prisión. Whisky Bob había muerto. El viejo Cole, y el viejo Smoudge, y Bob Smith habían desaparecido. Otro Smith, el de los pistolones del Annie, se había ahogado. French Frank, me dijeron, estaba escondido (...). Otros vestían el traje a rayas de San Quintín o Falsom. El Gran Alec, el rey de los griegos (...) había matado a dos hombres y escapado al extranjero. Fitzsimmons, con quien tanto había pescado, murió de tuberculosis. Según pude saber, por lo que me contaron a lo largo de aquel camino de muerte, John Barleycorn había sido el causante de aquellas muertes, con la sola excepción de Smith, el del Annie” (pág. 86).
Me gusta la ironía con la que London habla de la explotación laboral en las fábricas, del reverso del sueño americano, de cómo un chico pobre pero con deseos de luchar en realidad no puede triunfar en América, la tierra de las oportunidades (estas páginas, años después, las tuvo que leer con fruición el Charles Bukowski de Factotum). El joven London aspira a convertirse en electricista, pero lo contratan en la compañía de tranvías de San Francisco para echar carbón a las calderas por treinta dólares mensuales. El capataz, al observar su deseo de sacrificio y entrega, había despedido a dos hombres a los que pagaban cuarenta dólares al mes, para dejarle a él (que pensaba que su esfuerzo sería recompensado) que doblara turno por treinta. (“Pero como un muchacho americano, un muchacho orgulloso de ser americano no abandoné mi puesto de inmediato”: pág. 101). Al fin lo dejará, y el trabajo como carbonero hará que lleve las muñecas vendadas durante años.
London ha descubierto que el trabajo físico en América no conlleva al éxito; lo respetado es el trabajo intelectual, y para poder acceder a él toma la decisión de prepararse para ingresar en la universidad (algo que Martin Eden no hace). La parte del libro en la que London narra sus esfuerzos para convertirse en escritor es la que más se parece a Martin Eden; aunque queda claro que Eden, en su decisión de eludir completamente el trabajo físico, se muestra más radical –y posiblemente menos sensato– que el propio London. En la página 113 leemos: “Fuera ya de mi ciudad, en la Academia Belmont, comencé a trabajar en una pequeña lavandería, entre máquinas de vapor”. Esta experiencia de la vida de London es incorporada a la vida de Eden. En la página 117: “La situación era desesperada. Empeñé mi reloj, mi bicicleta, y el traje del cual tan orgulloso se sentía mi padre”. Esto también se incorpora a la biografía de Eden.
En la página 120 Jack London escribe un párrafo que recordaba perfectamente de la primera vez que leí la novela –en 1993– porque me emocionó, y lo ha vuelto a hacer ahora con renovada intensidad: “Los críticos han mostrado reparos ante la educación alcanzada por uno de mis personajes, Martin Eden. En tres años, llevándole desde la mar hasta una educación escolar, había hecho de él un éxito editorial. Los críticos decían que aquello era imposible. Pues bien, yo soy Martin Eden”. Me encanta esa afirmación rotunda: “Yo soy Martin Eden”, igual que Gustave Flaubert era Madame Bovary.
He entrado en la página de la editorial Valdemar; y veo que además de la edición que yo tengo (colección Avatares), comprada hace veinte años, también sacaron el libro en la colección de bolsillo El club Diógenes. Ambas ediciones se encuentran “no disponibles”. Lo que es una pena, porque Las memorias alcohólicas de Jack London es un gran libro; y creo que Valdemar debería pensar en su reedición, aunque eso sí, recomiendo que lo haga con una letra un poco más grande que la del libro de Avatares.
Yo soy Martin Eden.