No había leído buenos comentarios sobre La última astronave de la Tierra, de John Boyd, no porque fuera mala, sino sencillamente porque no hay mucho escrito en la red sobre esta novela. La única que encontré decente fue la de Juan Carlos Planells, publicada en el número 127 de Nueva Dimensión, del año 1980 (¡Casi ná!), en forma bastante elogiosa. Me resistí a leerla, aunque ahora no recuerdo el motivo. Boyd, seudónimo de Boyd Bradfield Upchurch, es uno de esos escritores que aparecieron en el panorama de la ciencia-ficción como un paracaidista: a los cincuenta años dio rienda suelta a su vocación oculta. Y aprovechó un tema que nunca pasa de moda, el sexo mezclado con la rebeldía light. A La última astronave de la Tierra (1968), le siguieron Mercader de inteligencia (1972) –sobre la potenciación de la inteligencia- y Los polinizadores del Edén (1979) -las flores utilizando a los humanos como fecundadores-.
decir, la posibilidad de alterar la Historia a través de un viaje en el tiempo, y que su resultado sea chocante. Boyd no aborda este tema hasta el final de la novela, aunque toda la trama se desarrolla en una Tierra que ha corrido una suerte distinta a la conocida porque Jesucristo no murió crucificado. En realidad, hasta el final la existencia de una Tierra paralela no es la clave. Y el desenlace que crea Boyd es una enorme broma que carece de lógica a tenor de la personalidad del protagonista: un chico de 20 años, estudiante de matemáticas, que pertenece a la casta de los “profesionales”; es decir, un burguesito. Aquí falla la novela porque le falta un poco de profundidad o de explicación de los motivos. Haldane V, el prota, es enviado al pasado como Judas Iscariote para provocar la crucifixión de Jesús y que su muerte liberara al Hombre –cogiendo la Historia, la de verdad, esto no se sostiene-. Pero Haldane, en lugar de esto, y de forma insospechada, coge a Jesús, lo mete en su nave (un "taxi espacial", joeee) y lo manda al futuro en su lugar. Esto sólo funciona como broma, porque desde un punto de vista teológico es absurdo, y siguiendo la lógica del personaje más todavía.
El segundo tema que trata es el de la Iglesia, a la que pone a la misma altura que algunas ciencias, como la matemática, la sociología y la psicología. En la Tierra de Boyd el conflicto entre razón y fe se saldó con la construcción de un Papa computerizado. Fairweather, una mezcla de Washington y Edison, tradujo a las matemáticas los preceptos morales y construyó una máquina. La idea es buena, pero el motivo real, que se conoce al final, defrauda: que el hijo de Fairweather, un rebelde con causa, desterrado en el planeta “Infierno”, estuviera acompañado de gente similar. Boyd introduce el cristianismo como si solo fuera un decálogo moral, lo que es una reducción interesada. ¿Por qué? La razón es que el autor quiere que el lector ponga en tela de juicio las normas morales tradicionales. Sin embargo, la explotación del tema de la moralidad como algo cultural y predecible y, por tanto, reducible a un código al que se le pueden aplicar valores y medidas, es muy pobre. John Boyd lo reduce al tema sexual y de las relaciones amorosas, cuando en realidad es mucho más amplio. Por ejemplo; el que la sociedad esté dividida en “proletarios”, que curran, y “profesionales”, que desprecian y marginan a los primeros, parece que no importa. Aquí el autor peca de comercial; esto es, darle a los jóvenes lectores de 1968 lo que querían leer: sexo e inconformismo facilón.
El tercer tema es precisamente el generacional. Boyd escribe en plena
