Revista Cultura y Ocio
Fotografía: Richard Avedon
He aquí un hombre de cine, aunque hubo otros. Una de las cosas que hizo fue poner el western en la cultura global del siglo XX. Puedes haber nacido en las antípodas de los paisajes con los que nos contó el mundo para sentir que te pertenecen, aunque no puedas salir con el coche y buscarlos en tu comarca. El western es el género que mejor se incrusta en todos los demás géneros. No hablo del spaghetti-western, esa especie de pequeña aberración de masas, ni de la serie B, noble y sencilla de factura y de afectos, sino del gran cine del Oeste. Películas de Hawks, de Wellman, de Daves o de Zinnemann. Se me ocurren películas cuyo guión hubiese conmovido al mismísimo Shakespeare. La diligencia, Pasión de los fueres o Centauros del desiertos, tres de mis favoritos, son argumentos universales, no se adscriben a una topografía, ni siquiera precisan que los caballos o las pistolas sean imprescindibles. Son clásicos porque se revisan con absoluta novedad, no se relacionan en absoluto con el tiempo en que fueron creados y, sobre todo, exhiben arquetipos, es decir, constructos intercambiables, fiables, útiles para cualquier modelo de sociedad en cualquier tiempo en que esa sociedad se desarrolle.
La habilidad de John Ford, lo que le hace un clásico, es que informa con una verosimilitud absoluta. Uno ve un plano y sabe qué ocurrió antes y qué podría ocurrir después. Su único ojo vale más que cientos de otros directores fascinados por la técnica, sí, pero huérfanos de emoción. John Ford amaba los mitos, que son las historias fantásticas del pueblo, las que tocan las fábulas y las metáforas, la épica y la aventura. No hay pueblo que no posea los suyos. Tampoco ninguno impermeable a los mitos ajenos. El hombre sólo anhela que le cuenten el mundo en el que fue depositado. Las narraciones mitológicas son las que hicieron que medrara y se convirtiera en el dueño de la creación. De esos mitos hasta nacen los dioses. Se les inventa para que el tránsito por la realidad sea menos laborioso, no contraiga dolores tan grandes y, al final, cuando todo se apaga, tengamos esa conjetura maravillosa de que hay otro mundo que hará que no nos perdamos del todo. Por eso hay películas de ciencia-ficción que se contemplan como si fuesen películas del Oeste americano. Star Wars es un western antológico. Está el mundo civilizado y el que planea su aniquilación. Están los héroes y los villanos que los justifican.
A Luke Skywalker lo descubrimos en una especie de granja. Cuando la devastan, clamando venganza, sale de su apacible vida de granjero y se convierte en un héroe de la resistencia. El caballo es una nave espacial. Lo lamentable es que no sólo esté muerto John Ford, sino que se haya firmado el acta de defunción del género que engrandeció. El western está en todos lados, se aprecia en casi cualquier película, pero no en las obras inherentes, en las particulares, en las que podrían llevar el sello de la casa. Quizá lo que sucede sea que la moral del western no esté de moda y ya no se pueda hablar con libertad de algunos de los valores que el género esgrimía con desparpajo, desprejuiciadamente. Ahora hay abundante violencia, se exhiben miembros amputados, se privilegia la dinámica de la fuerza, pero se silencia el odio, se censura que alguien conjure su vida para dar con quien hirió o mató a los suyos. Se ha banalizado la violencia, pero se ha encallecido su discurso, se ha hecho fuerte la idea de que la justicia no se puede tomar con la propia mano. Nos escandalizamos más y más frívolamente. Se tachó a Ford de misógino, se le colocó la etiqueta de que era un hombre de derechas, una especie de caballero altanero y feudal, poco o nada humano, que narraba con pulso colonialista los mitos fundacionales de una nación que, al tiempo, fascinaba y repugnaba. Eran otros tiempos, ahora son otros también. La gente joven de ahora no ha visto El hombre que mató a Liberty Valance. No porque no sea una obra maestra, sino porque alguno (leído y formado) cree que la firma un fascista de tomo y lomo, un reaccionario, un tipo incendiario como pocos hubo en el cine. El patriotismo de John Ford repugnaba entonces y, mucho tiempo después, sigue levantando las mismas airadas reacciones. El Ford rojo, el liberal, el que filmó Las uvas de la ira o Qué verde era mi valle, crea la paradoja de que también era capaz de mirar el otro lado de la historia, el de los desvalidos, el de los desheredados, pero es que todo su cine tiene esa fascinación (y esa ternura) por los parias de la tierra, por todos los tonos grises de los paisajes menos festivos.
No hay posibilidad de que encontremos una comedia en su filmografía. El gesto de Ford es adusto. Viene a ser como una especie de Van Morrison del cine. Que defendiera a Nixon cuando lo de Vietnam no empuerca nada. El cine es un asunto; la vida privada, otro. Quien los mezcle se arriesga a perderse una visión lírica del mundo, una épica también. El cine de ahora viene de John Ford. Quizá la ideología no sea el instrumento con el que deberíamos abrir la caja de las maravillas del arte. Anoche, viendo por tercera o cuarta vez Centauros del desierto, sentí que este hombre me había hecho sentir feliz muchas veces. Todo lo demás es literatura.