Los hechos acerca de John Huff, de doce años, son simples y se enumeran pronto. Podía descubrir más rastros que cualquier indio choctaw o cherokee desde el principio de los tiempos, podía saltar del cielo como un chimpancé de una rama, podía zambullirse, nadar debajo del agua dos minutos, y salir a la superficie cincuenta metros más allá, río abajo. Si uno le tiraba una pelota de béisbol la devolvía golpeando manzanos y echando abajo cosechas enteras. Podía saltar muros de huertas de dos metros de alto; subirse a un árbol y descender cargado de melocotones con más rapidez que cualquier otro de la pandilla. No era un fanfarrón. Era bueno. Tenía el pelo oscuro y rizado, y dientes blancos como la nata. Recordaba las letras de todas las canciones de cowboys y se las enseñaba a uno, si uno quería. Conocía los nombres de todas las flores silvestres, y cuándo salía y se ponía la luna, y cuándo subían o bajaban las mareas. Era, en verdad, el único dios vivo en todo Green Town, Illinois, y del siglo veinte que conocía Douglas Spaulding.
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John Huff, otro personaje para mi lista de favoritos, y no sé por qué no lo hice antes, pero he creado ahora una etiqueta donde están todos juntos.
Ah. Se me olvidaba. Es, por supuesto, de Green Town: El vino del estío / El verano del adiós de Ray Bradbury.