Gris
Estaba en el Pueblo Nuevo. Pero no el Pueblo Nuevo de ahora sino uno gris de fabricas y de manzanas vacías, sin tiendas, sin vida; por la noche daba miedo. Sin embargo, el local donde trabajaba aun tenia un aire de principios de siglo (XX). Se entraba por un callejón por el que seguro antaño entraron carros por las marcas que aun había en el suelo. A izquierda y derecha estaban los locales (en dos pisos). No costaba mucho imaginar el bullicio que antes debía haber allí, herreros, carpinteros, mil y un oficios y artes ahora olvidados o eso parecía por lo vacíos que estaban, de los veinte locales solo estaban ocupados cuarto o cinco.
La construcción era de ladrillo vista y debió ser bonita cuando se edificó, ahora era gris y sucia. Hacia frío y era pronto, de hecho era de noche, el sol aun tardaría en salir en esa mañana helada de diciembre de 1980, yo tenia 17 años y pensaba que tenia el peor de los destinos, una especie de purgatorio en la tierra donde expiar mis malas notas de la escuela. Al entrar en el local, era el cuarto de la derecha y arriba, enseguida te golpeaba el olor a disolvente y al entrar en el vestuario un olor dulzón de cuerpos calientes no muy limpios.
Era una fabrica pequeña, solo nueve personas trabajábamos allí. Estaba Manolo, un gitano de la mina casado y con dos hijos, muy buena persona, muy joven y prácticamente un analfabeto (tendría 18 o 19 años). Manuel, también de la mina, era un cazurro cejijunto rubio con un acento como si acabase de llegar de Jaén (había nacido en Barcelona hacia 18 años). José era una especie de trasgo con facciones simiescas absolutamente analfabeto y con dificultades para mantener una conversación; de la mina también. Ahora bien, eran sencillas, bravuconas y gritonas pero buenas personas al fin y al cabo. Estaba Luis, un risueño chaval un poco más mayor que yo. Y el señor Julián, un andaluz de cincuenta y tantos, encorvado y cojo que no paraba de fumar Rex. Abría los paquetes por la parte de abajo ayudándose con una pequeña navaja que poseía. También estaban las dos mujeres, la señora Maria una rechoncha y baja mujer que en otros tiempos debió ser guapa pero ahora, arrugada y pintarrajeada, con el cabello largo suelto, desdentada y con una horrible halitosis daba mas pena que otra cosa. Carmen era como el reflejo en femenino de José, una gordita baja analfabeta y, seguro, con alguna deficiencia mental. La chica de la oficina apenas la conocía, solo la veíamos cuando nos daba el sobre con la mesada. Por ultimo estaba el encargado el Señor Jaume (el único que hablaba en catalán) un casi sesentón que de joven debió ser apuesto pero que la edad había vuelto irascible, gritón y malhumorado. De tanto en tanto venia por allí el dueño, a veces acompañado de su hermana, un hombrecillo delgado, rubio, con la mirada huidiza, susurrándole Dios sabe que cosas al señor Jaume.
Aunque parezca un escenario de Dickens no es que esto sea una denuncia social. Siempre me trataron bien, trabajaba mis horas y recibía mi sueldo (41 mil pesetas).Pero no me negaran que los personajes eran, por lo menos para mí, extraños cuando no demenciales. Pasar de 2º de BUP a esto es un cambio ¿no? Me olvidaba de Ramón (de los jóvenes el mayor) que estaba en la mili en esos momentos.
El local era altísimo (y frío) con unos ventanales translucidos en el techo de Uralita, tendría unos 30 metros por 15 y estaba completamente cubierto por una fina capa de purpurina sucia en los rincones y paredes y limpia en las mesas de trabajo y el suelo. Hacíamos metalizaciones de todas clases: asas y crucifijos para ataúdes, trompetas (de todos los tamaños) para niños, espadas de juguete, piezas de coches y aviones para montar. En general eran piezas de plástico para ferias y cosas así, aunque regularmente hacíamos piezas pequeñas de precisión y embellecedores de todas clases. El proceso es como sigue: Primero se montaban las piezas en unas largas tiras metálicas, las piezas se podían perforar, sujetar con alambres o con pinzas según su tamaño, forma o dureza. Esas tiras metálicas que naturalmente también eran metalizadas cada vez que se usaban, acababan deformadas por capas y capas de metalizaciones y regularmente se tenían que limpiar golpeándolas con un martillo provocando nubes de purpurina. Normalmente los plásticos semiblandos requerían que los pasases por el soplete una vez montados. En una pared una especie de biombos viejos y erosionados y más sucios que una pocilga hacían de pared por la que bajada una cascada constante de agua mezclada con disolvente, el agua acababa en un deposito de donde era bombeada hacia arriba para completar el ciclo. Allí era donde se ponían manolo, Manuel, José y el señor Julián para cubrir las piezas de resina mezclada con disolvente o colorearlas. La idea era ponerse delante mismo de la cascada y con unas pistolas de aire comprimido (de esas con deposito en la parte superior), pintar de arriba a abajo las piezas y esperar que Dios y la cascada se llevasen la nube toxica que acababa de crearse.¿El resultado? Es fácil: Un penetrante olor a disolvente, el suelo y las paredes cerca de los biombos resbaladizos y pegajosos y una capa como de plastelina blanco-amarillenta flotando en la piscina. Una vez rociadas con resina se ponían en unos carritos y los llevábamos al horno. Era un horno de baja temperatura (unos 80 grados) donde se quedaban una hora. Después a la maquina de metalizar, una especie de altar en forma de cápsula de medicamento de dos metros donde se producía el milagro de la metalización. El señor Julián, después, les daba el toque de color creando otras nubes toxicas (esta vez multicolores). La señora Maria desmontaba y ponía en cajas las piezas y el proceso volvía a comenzar.
Siempre había la radio de Carmen encendida, ese día sonaban los Beatles. Las dos mujeres y el Señor Jaume llevaban un delantal azul. Pero los demás llevábamos ropa vieja e íbamos todos cubiertos de resina y purpurina, la ropa se nos quedaba acartonada y sucia. Manuel siempre llevaba trajes de ciclista viejos que le dejaba su hermano. Cuando salíamos a comer la gente que pasaba en coche o por la calle se paraba a mirarnos, imagínense: un gitano,con enormes patillas, una especie de mono, un ciclista loco, un tullido que parecía el jorobado de Nuestra Señora y un chavalito (yo) todos con la ropa sucia y acartonada brillando como un traje de lentejuelas. !Que espectáculo!Parecíamos vagabundos…
Carmen tenia una edad indeterminada (mas de cuarenta) era mala por naturaleza, desconfiada y con una nube permanente de vapores de Agua del Carmen, de la que era adicta. Era de aquellas personas que miran de reojo como si no les viera nadie. Una pobre mujer solterona y un poco ida… Y montadora de piezas como yo.
Siempre me han gustados los olores fuertes. Y allí había un montón de ellos. Por ejemplo la maravillosa (y mareante) mezcla de gas butano quemándose con el plástico blando caliente. El tórrido y asfixiante olor del horno recién abierto al que teníamos que entrar para sacar los carros, con menos oxigeno que en la Luna. O el olor metálico y, (estoy seguro) venenoso del altar metalizante a juzgar por el tono de piel de Luis, el operador de la maquina. Allí nadie usaba mascarillas ¿para qué? No solo eso sino que no paraban de fumar todo el rato. Había unas mascarillas de esas de papel pero no las usaban porque se llenaban de resina y no les dejaban respirar (ni fumar). Pulverizando resina con disolvente y fumando, a veces pienso como no explotamos todos. Y el ruido…Ah el ruido. Tres compresores a toda marcha, la bomba de los depósitos de agua, la cascada, cuatro pulverizadores haciendo ¡SSHHH!!, el horno y su enorme ventilador, el altar metalizador, que cada diez minutos soltaba su orgasmo, un agudo chillido metálico, la radio a toda leche y cuando menos dos tíos cantando a voz en grito. Éramos siete pero parecíamos legión. Entonces pensaba (y también lo pienso ahora) que aquel ambiente era de otra época, de otra época para entonces claro. Me parecía estar en la posguerra o algo así. El encargado gritaba a cualquiera que, según él, se lo mereciera, y ha decir verdad algunas veces nos lo merecíamos.
-Oye que han matado a no sé quien -me dijo Carmen…”Central Park” -el locutor casi gritaba- “a las puertas de su casa en el edificio Dakota un perturbado de nombre Mark Chapman ha asesinado de varios tiros a John Lennon…”
Siempre se acuerda uno de lo que estaba haciendo cuando se entera de algo así…
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Hoy hace 30 años del asesinato de John Lennon. Además de la lógica tristeza por la absurda y trágica desaparición de un ser humano, se suma la perdida de la música que nunca oiremos, los temas que nunca pudo componer. Nunca sabremos que podría haber hecho Lennon en estos 30 años. Una pena.
Como homenaje os pongo dos temas: Cold Turkey, un tema grabado en directo por la Plastic Ono Band en 1969 – el tema fue presentado por Lennon a McCartney para un posible sencillo de los Beatles pero este último lo rechazó – y Mind Games, un tema editado en 1973 dentro del elepé del mismo nombre. Los dos temas han sido reeditados en un álbum llamado Power to the People: The Hits lanzado en octubre de 2010.