Revista Cultura y Ocio
"I like to play fast. I get excited, and I have to sort of control myself, restrain myself. But when the rhythm section gets cooking, I want to explode."
Johnny Griffin
Admiro la gente que extrema su cautela para no perder el ingenio, la chispa, esa destreza en lo exquisito que los hizo alguna vez grandes y que les confiere la voluntad de no dejar de ser grandes nunca. Gente que muere en un escenario, frisando los ochenta, discretamente imbuídos de la aristocracia de la edad, pero alejados de la soberbia, exentos de ningún tipo de dogmatismo ni de certidumbre sobre el futuro. Cuando pienso en estos términos siempre acabo buscando en mi memoria la figura oronda y campechana de B.B. King y su infatigable y dócil Lucille, que barren la ampulosa geografía del blues en Europa para regalar su talento y su divino magisterio y, al tiempo, según él mismo confiesa, poder disponer de un dinero extra con el que pagar la manutención de sus abundantes ex-mujeres. Ignoro si Johnny Griffin actuaba con estas premisas pecuaniarias. La suya era también una profesión de riesgo. Uno sólo tiene que mirar la nómina de músicos con los que tocó y babear al encontrar en ese listado a Thelonius Monk o a John Coltrane, a Wynton Kelly o a Art Blakey. Jamás vi a Griffin en directo. El impulso que me lanza a teclear estas pequeñas líneas de condolencia íntima es el hábito frío (pero indispensable) de los discos. Todavía recuerdo un disco de vinilo, grande, hermoso, que compré en una tienda que todavía existe, pero que ya ha sido devorada por las exigencias del mercado y escora su línea de trabajo a otros asuntos de más generosa caja. Hablo de una tienda de compra y venta de discos de segunda mano cerca de la plaza de la Corredera, en mi Córdoba natal. El disco se llamaba Misterioso y era de Thelonius Monk. Mi afán enciclopédico me hacía (sucede aun hoy) buscar los créditos y empaparme de los nombres de los músicos. En rock, en blues, a veces no te importa quién toca el bajo o los teclados y te limitas a saber el nombre de la formación, pero el jazz impone otras exigencias. Ahí, entonces, leí por primera vez el nombre de Johnny Griffin. Luego supe que Monk, el genio, el creador de la inmortal Around midnight, le había reclutado para tocar en el Five Spots, el club antológico del jazz en Nueva York, para sustituir nada más y nada menos que a John Coltrane. De eso, ahora, hace poco más de cincuenta años. Johnny Griffin tocaba en un escenario, ajeno al lazo de la muerte, insistiendo una y otra vez en soplar su saxofón y hacer su hardbop bruto, agresivo, de un lirismo exultante. Su corta estatura (era apoodado The Little Giant y así se llama el disco que ahora tengo de fondo mientras arranco el día garabateando esta crónica sentimental) no le impidió ser muy grande en su trabajo y jubilarse tocando Body and Soul o 63rd. street theme. Así que hoy el día acaba turbio: una de esas brumas que te descolocan y te hacen razonar la impericia del ser humano para gobernar su destino. Los hados, el concurso del fragmentado azar quiso que Griffin pudiera gobernar el suyo con más brío y pericia que la mayoría.