En el cómic de 1991 Kid Eternity, el guionista Grant Morrison nos presentaba a un personaje aspirante a humorista que era visitado por un ente inmaterial con el que se veía obligado a viajar al infierno. En Joker (2019), el director Todd Phillips nos ofrece toda una reversión de la historia de Morrison, en la que un enfermo mental con ínfulas de convertirse en humorista de stand-up comedy se ve abocado a descender a su propio infierno personal guiado por una sociedad desconsiderada e inclemente que le empuja al caos.
Dejémonos de prejuicios. Joker bien puede ser la mejor, o una de las mejores, películas basadas en un personaje de cómic. Ahora bien, el guion firmado por el propio Todd Phillips junto a Scott Silver realiza un arriesgado juego de malabarismos para hacer pasar a un personaje tan icónico como el Joker por el espejo de la realidad más cruenta. Y el número, para qué negarlo, les ha salido perfecto.
Lo que tenemos aquí es toda una reinvención, con todo lo que ello conlleva, de un mito del siglo XX. Ni siquiera se trata de una adaptación a los nuevos tiempos, sino más bien de una reformulación de conceptos que humaniza al personaje al tiempo que lo convierte en monstruo. La manera en que la película crea contrastes es el gran acierto de Joker. La risa utilizada como síntoma de una enfermedad mental. La maternidad mostrada como una mera trampa. El amor como una simple ilusión. Pureza y oscuridad. Normalidad y caos. Un guion magistral que oculta montañas de basura bajo la invención de un chiste.
Se ha hablado de la semejanza de la película con la seminal Taxi Driver de Scorsese. No negaré tal evidencia, ya que el mismo Robert De Niro cumple con la misión de pasar el testigo a un colosal Joaquin Phoenix. Sin embargo, creo que hay referencias menos obvias como el Maniac de William Lustig en cuanto a la suciedad y turbiedad —quizá aquí más conceptual que explícita, pero aún así latente— o el Watchmen de Alan Moore en cuanto a su aspecto más contestatario y en difuminar las fronteras entre lo que está bien y lo que no.
La ambientación es otro de los puntos álgidos de la propuesta, ya que se nos traslada a una Gotham perniciosa, claro remedo de cualquier ciudad grande norteamericana en los años 70 o primeros 80, plena de crudeza y penumbra. Bastan un par de (magníficas) secuencias localizadas en el metro para que sintamos ese ambiente decadente que tantas y tantas películas nos transmitieron en su época. Un retrato que se deforma bajo la visión del protagonista para convertirse en un estado mental.
Recordando las anteriores encarnaciones del Joker en cine, pueden apreciarse pequeñas pinceladas de muchos de ellos en la interpretación de Joaquin Phoenix, aunque su trabajo va más allá al edificar algo completamente nuevo, un personaje frágil, violento y estremecedor. Su Joker transmite una locura perturbadora, por su brutal naturalidad a la hora de contraponer cierta ternura —el homenaje a Chaplin traspasa la celebración que se muestra en la secuencia del cine, para convertir al Joker en un trasunto desubicado de Charlot— con una alienación que deriva en pura demencia. Es un trabajo portentoso, admirable en detalles como esa risa que pone los pelos de punta. El resto del reparto apenas importa, eclipsado totalmente por la figura de un Phoenix del que no se puede apartar la mirada. Aún así, se agradece la sobriedad y entereza de un Robert De Niro que protagoniza la escena más impactante de la película, así como la etérea participación de Frances Conroy, cuya presencia siempre se agradece.
Al final, veo dos subtextos principales en la película que deben dejar una impresión profunda —más allá del discurso reaccionario que algunos quieren ver— en la psique del espectador. El primero es la manera en que la sociedad arrincona al diferente, en este caso representado por una persona con un trastorno mental; cómo se les deja de lado, cómo se limitan los fondos dedicados a su cuidado, cómo nos despreocupamos de ellos como si fueran la basura que atesta las calles de Gotham en el filme. La segunda huella de la obra de Phillips revela una feroz crítica sobre los medios de comunicación y su peligrosa tendencia a glorificar demonios y confundir a las masas. La reflexión queda ahí.
Pese a alguna sobreexplicación que está de más, y quizá algún pequeñísimo valle en el ritmo de la película, estamos ante uno de los títulos más potentes de lo que llevamos de año, y una demostración de lo que la retroalimentación entre cómic y cine puede llegar a generar. Para bien o para mal, aferrémonos a la risa.