Revista Ciencia

José Bonaparte, una excelente idea con un soberano fallo

Por Carlos Carlos L, Marco Ortega @carlosmarco22
Anónimo.

El afán patrio por descalificar todo aquello que atravesaba no sin cierta dificultad los impermeables Pirineos, nos llevó durante un tiempo a perder ángulo de visión hasta convertirnos casi en miopes recalcitrantes, y lo que es peor, con pocas ganas de redención.

Habituados a estar enfadados casi siempre con el vecino de al lado, o con el de al lado de al lado -deporte nacional por excelencia-, no nos dimos cuenta de que podíamos haber hecho un fichaje brillante, a la par que deshacernos de un par de mendaces monarcas venidos a menos y mal avenidos entre ellos, y de paso, dar un espectacular salto histórico hacia adelante, que era lo más natural. Pues no, el paso lo dimos, sí, pero hacia atrás otra vez, para variar.

En los balbuceos del siglo XIX, las puertas del reino eran tocadas discretamente por los nudillos de la adversidad, que casi siempre con discreción venían avisando del acumulado de problemas que la dejadez y la roña política habían convertido en incomodos invitados a perpetuidad. Éramos un imperio enorme, gestionado por alfeñiques; modelo que desde entonces no ha cambiado mucho.

La demanda perentoria de una flota de ultramar ágil y expeditiva para mantener a raya a los anglos no acababa de concretarse a pesar de los esfuerzos de dos enormes marinos, Jorge Juan y el Marqués de la Ensenada, que a punto estuvieron de revertir el signo de nuestra historia. Mientras tanto nos iban ganando terreno por aquí y por allá.

El becerro de oro colonial se estaba revelando como un enorme trampantojo con una tramoya muy surtida de problemas de todo tipo que revelaban otro desconchado importante. Aquí, en nuestra domus aurea, las trifulcas y la apatía de los monarcas se mezclaban mermadas en su verdadera dimensión trágica de incompetencia en bellos lienzos donde la suavidad y elegancia de los trazos dibujaban idílicas escenas campestres con pajaritos ruborizados ante tan banal factura artística.

Mientras tanto, unos comían y comían, y otros cientos de miles, medraban en torno a los conventos e instituciones de caridad, casi siempre religiosas. No había, ni se le esperaba, un gobernante comme il faut. ¿O sí?

La oportunidad estuvo ahí, a la par que la ceguera secular propia de nuestra suerte desviada. Una suerte de iluminados, los ilustrados patrios, eran como almas en pena, voces insustanciadas, eco sin repetición, una especie de apestados que aportaban reflexión y formas de pensamiento avanzadas.

Intentando agradar:

El reinado de José I de España, hermano mayor del sobredimensionado Napoleón, estuvo marcado permanentemente por la Guerra de la Independencia. Su búsqueda de apoyo entre los grupos de ilustrados españoles, básicamente entre los llamados con desprecio afrancesados por su simpatía con las ideas de la revolución y más permeables a la ideología del invasor napoleónico, fue continua y desasosegante.

José I Bonaparte utilizó todos los recursos a su alcance para potenciar una imagen pública con la que ganarse al pueblo español tras la cruenta y artera invasión napoleónica.

Lo intentó hasta la saciedad. Para dar imagen de católico de toda la vida, no escatimaba en sus visitas a los templos, cuando era más que notorio por su currículo de libertino ma non troppo que los besamanos a los purpurados le causaban estragos estomacales. Sus salidas al teatro, fiestas de la nobleza local, capeas, etc., no acababan de construir esa imagen pública que con tanto ahínco buscaba. La realidad es que cuidó su imagen pública al milímetro, pero inútilmente.

La cofradía de amigos encargados de velar por la salud espiritual de las neuronas locales mantenían un rifirrafe secular con todo lo que oliera a ventilación del pensamiento dominante, con la salvedad de los integrantes del mundo artístico y algunos políticos de raza que se daban cuenta que de vez en cuando había que dar luz verde a las nuevas apuestas.

José I era un diplomático convencido y un intelectual avanzado que devoraba literatura casi con delectación mística, y un monarca especialmente involucrado con las reformas modernizadoras de España. En absoluto era el rey violento y agresivo que la propaganda local había diseñado para expiar su incapacidad de aceptar a un entrometido que deseaba vehementemente congraciarse con sus "súbditos". Más bien fue un hombre bondadoso y pacifista que, obligado a hacer la guerra en España, intentó por todos los medios evitar males mayores y cualquier sufrimiento al pueblo, como así lo indica su correspondencia con Murat y su propio hermano. "Estaba muy angustiado por España, y se puso muchas veces en contra de los ejércitos de Napoleón. Su tristeza por estos motivos era tal, que se encerraba en palacio, con largas angustias psicológicas", aclara el historiador alicantino Antonio Piqueres.

José Bonaparte, una excelente idea con un soberano fallo
Los fusilamientos del 3 de mayo, de Francisco de Goya.

No era precisamente tonto:

Para desmontar su "proverbial estulticia", estado en el que al parecer según sus detractores estaba instalado permanentemente, en el colegio de los jesuitas en Autun, en el que entra el día 1 de enero de 1779 para salir cuatro años después, es considerado un alumno excepcionalmente brillante y aplicado por sus tutores. Cabe decir, que en solo seis meses se doctoró en Pisa como abogado y cum laude. No era exactamente el tonto que nos han pintado.

El anuncio de la fundación de un museo de Bellas Artes más conocido como Museo Josefino, pretendía equiparar Madrid a otras capitales europeas que ya contaban con museos reales abiertos al público al tiempo que buscaba retener las obras de arte que su hermano Napoleón y la aristocracia militar gala "deslocalizaban" en dirección a Francia. Fue su sucesor en el trono español, Fernando VII de España, quien remataría su creación inaugurando en 1819 el que sería, junto con el Louvre y el Hermitage, uno de los museos más famosos del mundo, el Prado.

La única desgracia de este ilustrado donde los haya fue la de ser hermano del elemento que pasó a los anales de la historia por su certificado e inveterado pantragruelismo imperial.

Su proclamación como monarca se aceleró tras el incremento de la violencia sobrevenido tras el levantamiento del 2 de mayo que culminó en un convulso periodo de intrigas políticas instigadas por la estrategia del emperador Napoleón I para forzar arteramente la abdicación del trono de la dinastía reinante en España.

Incrementar la dependencia española para con los intereses políticos, económicos y militares del bonapartista especializado en malas artes y zarandajas varias era el objetivo último del pequeño gran corso. Sin embargo, lejos de obtener la legitimación ante la mayoría de la opinión pública y de frenar la dinámica de enfrentamiento armado, su desmedida ambición lo comenzaría a enterrar en vida. Muchos frentes abiertos y una sangría demoledora para quien pretendía promocionar una revolución ilustrada, pero sin contar con el factor humano. La generalización del conflicto devino en lo que hoy conocemos como la Guerra de la Independencia Española. La primera de las tres tumbas del enormemente ambicioso y mal calibrador Napoleón Bonaparte, que no se sabe cómo ni porque, pasó a la historia como un gran estratega. La invasión de España fue probablemente el mayor error de su alocada (según otros brillante) carrera militar.

La propaganda patriótica también se encargaría de ensuciar el perfil intelectual de José I con caricaturas y textos que aludían al mayor de los Bonaparte como un Rey de "poca sesera". Sin embargo, fue un monarca preocupado por la cultura, protector de las artes, e invirtió gran parte de su fortuna personal en educación y ciencia. Era un rey que estaba presente, pero era un rey impuesto e invasor, digestión esta última, difícil de asimilar.

José Bonaparte, una excelente idea con un soberano fallo
Retrato del rey José I, por Joseph Flaugier. (c. 1809)

Un programa reformista:

Una concepción del Estado más liberal y avanzada era la clave para hacer triunfar un programa reformista para el cual el pueblo español y las instituciones no estaban, ni de lejos, preparados. Siglos de apolillamiento y telarañas por doquier además de unas maneras intrusivas por parte del ejército napoleónico poco acordes con formas de persuasión medianamente asumibles y muy alejadas del lenguaje diplomático, habían condenado una idea brillante a ese lugar donde el cálculo de probabilidades se queda en un mero principio de incertidumbre. Pudo ser, sí; pero de otra manera.

La abierta oposición del pueblo español ante los modos y maneras de la troupe transpirenaica, más la mala predisposición de rey Borbón, Fernando IV, hermano de Carlos III de España, cuya atiplada consorte María Carolina odiaba a Francia por haberle hecho unos recortes a la esbelta figura de su hermana María Antonieta, no auguraban nada bueno.

Al final de su efímero reinado peninsular, ya de retirada hacia tierras francas, la enajenación de las joyas de la Corona Española sería un baldón en su comprometida actuación en aquel juego de equilibrios entre su complicidad con España y sus fraternales obligaciones con el Gran Hermano. ¿Tomó esta decisión para ponerlas a buen recaudo de los ingleses? ¿Para engrosar las ya de por si sobredimensionadas incautaciones de su hermano en los mares artísticos de Europa? ¿Un lapsus cleptocrático desatinado e inoportuno en la correcta factura de su gestión en la península? El caso es que en su posterior exilio americano rodeado de los ínclitos masones de su logia, se "fundió" una buena parte de los dividendos que tan amablemente le acompañaron en sus días postreros. El tesoro que configuraba la Corona Española en su viaje allende los mares sería un bálsamo para la maltrecha economía del " petimetre " francés.

Algo más de un siglo después, ironías del destino, los alemanes repararon en el rico patrimonio artístico francés "cambiando de lugar" algunas señaladas obras maestras para su solaz. Francia puso el grito en el cielo, pero para entonces éste estaba decorado con Stukas y Heinkel.

La "grandeur" a veces tiene mezquinas y misteriosas pequeñeces.

Fuente: Álvaro Van den Brule.

C. Marco


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