En 1887, José Echegaray (1832-1916), retirado de la política, escribió unas Disertaciones sobre la cuadratura del círculo. Como metáfora, vale para el mismo Echegaray, dramaturgo, matemático y político que profesaba las ciencias exactas a la vez que escribía dramas románticos. Todo lo que ocurrió en torno a él en los primeros años del siglo XX fue también bastante cuadratura del círculo: en 1904 se convirtió en el primer premio Nobel español, a la vez celebrado por las instituciones y denostado por los modernos por su lírica trasnochada, en la que ellos no se reconocían: se trata del manifiesto de los del 98 en el que tuvo un papel relevante Azorín. Pero hay más ejemplos de esa rara conjunción de aptitudes y de circunstancias (como dijo Pablo de Alzola, el historiador de las obras públicas) que concurrían en Echegaray: un ingeniero de caminos no constructor que, como responsable de las obras públicas, había adjudicado cientos de kilómetros de vía férrea y de carreteras; un prestigioso profesor de matemáticas en la reputada Escuela de Ingenieros de Caminos que, pese a ello, añoraba la posibilidad de abrir una academia privada de preparación para ingresar en las escuelas superiores, porque se ganaba más; un hombre soi-disant tímido, tranquilo y no ambicioso que se convirtió en parlamentario de oratoria inflamada, político radical librecambista y uno de los protagonistas de casi todas las batallas de la Revolución de Septiembre, tanto en lo relativo a la liberalización de las actividades económicas como en la lucha por la libertad religiosa y contra la intolerancia (además de encontrarse en primera línea de algunos de los grandes acontecimientos de entonces, como la elección de rey y la llegada a España de Amadeo de Saboya). Un personaje sorprendente, en suma, del que suele decirse que era polifacético, como si la sola palabra ayudara a entender una capacidad de trabajo y una actividad inauditas en tantos campos que produce perplejidad. Él se limitaba a decir que la dualidad es muy propia de los españoles, el poner los cinco sentidos en lo que menos nos interesa.
Se ha conmemorado en el año 2016 el primer centenario de su muerte. Con ese motivo, varios libros y exposiciones se han aproximado a su vida, a su obra y a su época, suministrándonos muchas claves del personaje y de su entorno. Se vuelve con curiosidad renovada y nueva información a la gran paradoja de Echegaray: cómo pudo ser una personalidad central de la segunda mitad del siglo XIX y a la vez un absoluto desconocido de la mayor parte del siglo XX. Parece como si la concesión del Nobel, después de los fastos del momento, se hubiera convertido en una maldición para él.
Se han publicado con motivo del centenario dos nuevos libros sobre su figura: el de José Manuel Sánchez Ron, catedrático de Física y miembro de la Real Academia: José Echegaray (1832-1916). Técnica, ciencia, política y teatro en España, editado por la Fundación Juanelo Turriano, puesta al día de un largo artículo publicado en Arbor en 2004, en el que narra la vida y explica los problemas matemáticos y físicos a que se enfrentó Echegaray; y el de José Antonio Martín Pereda, catedrático de Fotónica de la Universidad Politécnica de Madrid, y miembro de la Real Academia de Ingeniería, que lo ha publicado: José Echegaray. Semblanza de un ingeniero y su época. Con ocasión del centenario se han reeditado igualmente sus Recuerdos de mi vida, editados por el Museo Lázaro Galdiano y la editorial Analecta. Y, finalmente, de entre lo más importante, la Revista de Obras Públicas ha dedicado un número monográfico al ingeniero escritor, en el que analiza sus diversas facetas -la de matemático-físico, político, ateneísta, ferroviario, dramaturgo-, e incluso un artículo final se atreve a hacer explícita la grande e injusta paradoja: " "El viejo idiota" que llegó a ser premio Nobel". Por lo que a mí respecta, participo de quienes, estudiando el siglo XIX, en mi caso concreto el territorio, las obras públicas y los montes, tropezamos varias veces con Echegaray, sin prestarle demasiada atención (o incluso con recelo por su ultraliberalismo), y es ahora cuando, leídos sus Recuerdos, parte de su obra y lo que sobre él se ha escrito me he rendido al interés de una personalidad tan asombrosa y paradójica. Naturalmente sólo comprensible e interpretable en el contexto de su época y de sus circunstancias.
Voy a revisar aquí algunos rasgos de su vida, obra y actuación política. Adelanto que, de lo que se ha escrito últimamente, se deduce que resultan más interesantes sus facetas tanto de científico e ingeniero como de político, que la literaria, que no ha resistido el paso del tiempo, si es que alguna vez mereció el aprecio general. Como matemático, Julio Rey Pastor dijo que la matemática española empezó con él, y Sánchez Ron deja bien claro que su gran mérito fue introducir en España las nuevas teorías. Como divulgador científico, no puede negarse su sensibilidad hacia las técnicas, Martín Pereda presiente que, de ser nuestro contemporáneo, se habría decantado por la óptica y las comunicaciones. Como político, llama la atención a la vez el maximalismo de sus teorías liberales, pero también la conciencia de que no podían aplicarse en aquella época dada la inmadurez social y económica: de lo que no cabe duda es de que su posición teórica, progresista para la época, encuentra eco en los liberalismos económicos, a veces sólo liberalismos de salón y del rencor, tan extendidos en nuestros días, y no sólo en Estados Unidos. Como ingeniero tenía ideas claras sobre cómo desarrollar las obras públicas, con una apuesta decidida por el ferrocarril, pero convencido de que "de nada servía si no tenía nada que transportar"; fue clave también, por razones fortuitas como veremos, para que en España no se desechara el hormigón armado al ponerse en cuestión tras el derrumbamiento del tercer depósito del Canal de Isabel II. Y, sobre todo, como recuerda Fernando Sáenz Ridruejo, en aquellos primeros momentos del regeneracionismo en que se reclamaba "el cirujano de hierro", hizo público su convencimiento de que la guerra con Estados Unidos se había perdido, no por el ejército, sino por la falta de ciencia y de riqueza. Si hubiera que quedarse con un mensaje de Echegaray, para mí sería sin duda su apuesta decidida por la ciencia, la divulgación científica y la educación generalizada, incluida, de forma explícita, la de las mujeres.
Recuerdos y episodios nacionales
Lo que resulta, en todo caso, más atractivo de José Echegaray es su época, esa apasionante segunda mitad del siglo XIX y los esfuerzos de muchos por torcer el decaimiento español, la forma en que nuestro país se precipitaba hacia su abismo en aquellos decenios.
Tenemos la suerte de que el premio Nobel dictara (ya no escribía por su falta de vista) sus Recuerdos a solicitud de Lázaro Galdiano, que se los había pedido para su revista España Moderna en 1894. Parece que empezó desganado y fue ilusionándose hasta confesar que era con lo que más disfrutaba, ya que consistía casi en una conversación consigo mismo. A su muerte, los artículos se recopilaron en tres tomos publicados por Ruiz Hermanos (1917), que es la edición ahora recuperada: el relato llega hasta el desembarco de Amadeo de Saboya en el puerto de Cartagena, acontecimiento del que Echegaray fue singular (y divertido) protagonista, porque estaba en la comitiva de tres ministros que habían ido a buscarlo después del atentado contra Prim. Para la continuación hay que acudir a los artículos que siguió publicando, en este caso en Madrid científico. Algunos de ellos se encuentran también en la Revista de Obras Públicas.
Lo que más apasiona en José Echegaray es su época, esa segunda mitad del XIX en que muchos se esfuerzan por torcer el decaimiento español
De todos cuantos hemos leído (o releído) en los últimos meses los Recuerdos de Echegaray no conozco a nadie a quien no le hayan entretenido, divertido e ilustrado. Por las circunstancias del personaje, desde luego, pero también porque, de forma hábil, los utiliza para ir contando la historia de la segunda mitad del siglo XIX, llena de acontecimientos, revoluciones y personajes. Como bien ha visto Martín Pereda, es, efectivamente, la historia de una época. Lo interpreta incluso en términos de dramatización buscada: cuando se levanta el telón, la acción alcanza su clímax, para acabar cayendo el telón. Llama, en efecto, la atención hasta qué punto Echegaray juega con el tiempo y con el espacio; él, tan individualista, tendría, dice, una memoria socialista, de modo que todo lo recuerda en su cuadro correspondiente, con sus figuras y su acción formando un todo. Las escenas con sus compañeros de Caminos en la Escuela, como espectador de teatro, o las de las Cortes constituyentes de la revolución, son estampas inolvidables.
Es más, logra en muchas ocasiones vincular recuerdos particulares a los grandes acontecimientos del siglo, de forma que su biografía queda jalonada por ellos, algunas veces con bastante ironía. Cito algunos de los mejores ejemplos: justo el día de la abdicación de María Cristina y del inicio de la regencia de Espartero, pudo desechar un odiado "traje verde de una pieza", con el calzón unido a la chaqueta, en el que era un suplicio saber si se metían antes las manos o las piernas, de modo que para él la libertad siempre estuvo vinculada al progresismo; en otra ocasión volvía de Almería, donde había tenido su primer (y único) destino de ingeniero, cuando quedó paralizado en Aranjuez por la Vicalvarada, y fue él quien, por sus relaciones con un general sublevado, consiguió hacer llegar a todos los viajeros hasta Madrid, lo que le hizo sentirse muy importante; o el momento en que se encontraba en San Juan de Luz con muchas personalidades exiliadas esperando que se decidiera Prim a dar el golpe, y llegó la batalla de Alcolea, se inició la revolución de septiembre y él se encontró como uno de los protagonistas; mejor aún, cuando era un diputado algo apocado en las Cortes Constituyentes y tuvo que intervenir en la sesión en que se discutía la cuestión religiosa, en contra del canónigo integrista Vicente Manterola, que había defendido la unidad religiosa, y justo después del célebre discurso de Castelar [el de "Grande es Dios en el Sinaí"]: fue entonces cuando pronunció su discurso más famoso, el conocido como "el de la trenza y el quemadero" por aludir a que en las obras del Canal se había encontrado un antiguo quemadero de la Inquisición, estratificadas las capas a modo de corte geológico, donde "se habían hallado recientemente un pedazo de hierro oxidado, una costilla humana casi toda calcinada y una trenza quemada por una de sus extremidades".
Más ejemplos: cuando se buscaba rey y los liberales promovían al duque de Montpensier, mal visto por los progresistas por sus connivencias con la dinastía derrocada, a Prim y a Ruiz Zorrilla se les ocurrió para desactivar esa candidatura hacer rey al duque de Génova y casarlo con la hija mayor de Montpensier. Fue a Echegaray al que recurrieron para hacer esas gestiones ya que un antiguo alumno pertenecía a la casa de Montpensier, gestiones que, como era de esperar, fracasaron estrepitosamente. Finalmente, fue Echegaray, cuando era ministro de Fomento, quien, junto con Juan Bautista Topete y José María Beránger, tuvo, tras el atentado contra Prim, que ir a buscar a Amadeo de Saboya a Cartagena, en un viaje en el que le tocó hablar en todas las paradas del tren en su nombre y en el de los otros dos, incluso en Cartagena en nombre del futuro rey, porque este no sabía castellano, lo que el ingeniero disimuló diciendo que estaba afónico. Es uno de los episodios más divertidos de unas memorias que abundan en ellos. No creo que hagan falta más ejemplos para permitir otorgar a estos recuerdos de Echegaray un estatuto de "episodios nacionales". Muestran, además, una fina ironía y el autor da prueba de la suficiente distancia crítica y sentido del humor como para reírse de sí mismo.
Es esa narración de una historia personal al hilo de la de su tiempo lo que hace que los Recuerdos resulten tan amenos. Y lo que justifica que todos los que hablamos de Echegaray quedemos enredados en sus historias y los utilicemos como fuente. Lo que no debe hacer olvidar que el ingeniero empezó a dictarlos en 1894, a los sesenta y dos años, cuando había transcurrido mucho tiempo y tenía una larga perspectiva sobre su propia vida y sobre su tiempo. En todo caso, las contrastaciones realizadas con los periódicos de la época y con otros relatos no han contradicho nada de lo que cuenta el ingeniero.
Hay dos hechos en esos textos que sí muestran bien el tiempo transcurrido y la forma en que el autor utiliza sus claves estéticas e intelectuales. Una es su insistencia, desde los primeros capítulos de sus memorias, en que desde su infancia ya tenía la misma querencia tanto por el drama como por las matemáticas: sus primeros recuerdos son de obras de teatro, y repasa una a una todas las que ha visto en su infancia y en su juventud, sin dejar de señalar que desde el principio prefirió el llanto a la risa; eso sí, en los entreactos de las óperas o de los dramas resolvía con sus compañeros problemas de geometría: un verdadero paraíso, "un emparedado de matemáticas con tapas de ópera italiana" (I, p. 148). Las matemáticas fueron desde siempre uno de los grandes intereses de su vida, pero constata que su cultivo no daba para vivir, lo que explica algunas decisiones (y frustraciones) de su carrera, como luego contaré. La segunda cuestión que me llama la atención es su repetida voluntad de explicar hechos psicológicos y sociológicos con analogías científicas: para empezar, la ciencia supone acumulación de información y eso es lo que dice hacer con sus recuerdos desde las primeras páginas; pero recuerdo, sobre todo, una larguísima disquisición sobre la libertad humana: la interpreta en términos de ruptura del fatalismo o del determinismo mecánico al adoptar la figura de sistemas inestables, o "como diría Boussinesq, integrales singulares" (I, 72). Todos sus recuerdos están llenos de analogías científicas semejantes, sorprendentes hoy.
El ingeniero profesor de matemáticas
José Echegaray nació en Madrid, de padre zaragozano y madre de Azpeitia (Navarra), pero a los tres años se trasladó con su familia a Murcia porque su padre, que era médico y botánico, había sido destinado allí como profesor de Botánica y Agricultura. Sus primeros recuerdos y sus primeros "cuadros" son murcianos. En 1846, a los catorce años, su padre lo trae a Madrid para ingresar en la Escuela de Caminos: no olvida comentar que, si habían tardado catorce días en ir once años antes, sólo tardaron ocho en volver. El régimen de la Escuela era durísimo y sumamente exigente [según la divertida anécdota que recuerda de un profesor, en la Escuela "se mandaba despóticamente y se obedecía lo mismo" (I, pp. 21-22)]; no faltó a ella ni un solo día, y tuvo la ocasión de conocer a un buen número de ingenieros, profesores y alumnos, que se convertirían en sus amigos, algunos correligionarios y muchos protagonistas de la historia de España: Práxedes Mateo Sagasta, Eduardo Saavedra, el futuro descubridor de Numancia, apodado "el Moro", José Morer -que estaba ejecutando las obras del Canal de Isabel II-, Gabriel Rodríguez -que había de convertirse en el líder de la escuela de economía liberal y librecambista, y que siempre ejerció una gran autoridad intelectual sobre él- o su gran amigo Leopoldo Brockmann, que compartía su entusiasmo por el teatro. Cursó brillantemente los estudios preparatorios, después los tres años de carrera, acabó con el número uno de su promoción e ingresó en el cuerpo de Ingenieros de Caminos a los veintiún años. Tras un corto destino en Granada y Almería como ingeniero segundo, encargado de cuidar unas carreteras que no había, volvió a Madrid, donde obtuvo la plaza de profesor de Matemáticas en la Escuela.
En la biografía de Echegaray se distinguen fácilmente tres etapas en función de su dedicación principal, en ningún caso única: la primera, en que ejerce de profesor de matemáticas de la Escuela de Caminos desde el ingreso en el cuerpo hasta que obtiene su primer cargo político en el primer gobierno del Sexenio; la segunda es la de político, que dura todo el Sexenio y acaba con el fracaso de la República y un corto exilio en París, período en el que llega a ser por dos veces ministro de Fomento y una vez de Hacienda; el tercero, desde la Restauración, cuando se convirtió en dramaturgo, al tiempo que continuaba y ampliaba sus estudios y publicaciones de matemáticas y física, y en la que fue nuevamente, cuando ya era mayor, efímero ministro de Hacienda.
Es muy llamativo que lo que más recuerda Echegaray de su primera etapa de profesor de la Escuela de cálculo diferencial e integral es lo poco que ganaba y las muchas clases que daba, y cómo fueron incompatibles con cualquier otro trabajo, en concreto el que se había planteado de profesor de matemáticas en una academia privada. El argumento económico vuelve repetidamente en las memorias de Echegaray, y parece que más en serio que en broma: con lo que ganaba en la Escuela no podía llevar la vida de burgués que le correspondía, tanto más cuanto que se había casado y tenido una hija. Son muy divertidas sus apreciaciones de que no puede pedírsele a nadie que viva como burgués cuando se le paga como un menestral. No duda después en decir que, al aceptar ser director general de Obras Públicas en el primer gobierno del Sexenio, tuvo en cuenta el dinero. Es más: haciendo unos curiosos cálculos entre lo que le había pagado el Estado pidiéndole la exclusividad y lo que habría ganado como profesor particular, concluye que el Estado le debería diez millones de reales. Para Martín Pereda, lo más probable es que escribiera teatro de modo profesional por aumentar sus recursos.
Los primeros libros de Echegaray fueron de geometría para uso docente, de inspiración francesa.
También escribió una memoria sobre la perforación del túnel de Mont Cenis en los Alpes. En efecto, como posible compensación por haberle impedido irse de la Escuela, la Dirección de Obras Públicas lo envió en 1851 a Italia a estudiarla en viaje oficial con dos alumnos. Las etapas previas del viaje fueron el Desierto de las Palmas en Castellón para contemplar el eclipse de sol, Marsella y París, desde donde fueron, él y su mujer, a Londres para conocer el Palacio de Cristal. Y ya después a Turín. Estaba muy orgulloso de haber podido restablecer de memoria los mecanismos de la perforadora del túnel, ya que no le dejaron tomar notas ni le dieron plano ni papel alguno. Su memoria sobre la cuestión se publicó en la Revista de Obras Públicas y no por el ministerio. Después viajó de nuevo a Londres a la Exposición Universal de 1862, y tras su etapa política estuvo varias veces más en el extranjero por motivos científicos y culturales. Sánchez Ron concluye que a Echegaray no puede tildárselo de "castizo", como se hizo más tarde, porque era un hombre muy viajado y con muchas relaciones internacionales. En su segundo viaje a Londres, conoció a Salustiano de Olózaga, que fue quien lo propuso para director general.
La Revista de Obras Públicas era uno de los círculos de reunión que frecuentaba el futuro premio Nobel. Allí se encontraban ingenieros que también eran economistas; por ello, si bien se hablaba del Cuerpo de Caminos, también se hacía de política y de libre cambio. Los otros círculos, fundamentales para comprender la evolución posterior del ingeniero, eran el Ateneo y la Bolsa, sin olvidar el Café Suizo, al que, por sus tertulianos, se llamaba entonces el Café de Economistas e Ingenieros. En el Ateneo, Echegaray frecuentaba sobre todo a José Canalejas, que era krausista, a Emilio Castelar, que presidía la Sección de Morales y Políticas, y a Gabriel Rodríguez, que era secretario de la misma. En uno y en otro lugar tuvo Echegaray que vencer su miedo a hablar, de modo que "pronunciaba discursos democráticos en las secciones del Ateneo, discursos [librecambistas] en la Bolsa" (II, p. 218), además de escribir artículos de economía política para El Economista, la revista que había fundado Rodríguez. Fue en esta época cuando estrechó sus lazos de amistad con este, cuando sumó a sus aficiones la de la economía política. Gabriel Rodríguez, que también era ingeniero, pero daba clases de Derecho Administrativo y era un convencido y tenaz polemista. Él era quien había introducido en España las ideas de la Liga de Manchester y el episodio de la supresión del arancel e impulsó a su amigo a leer Armonías económicas, de Frédéric Bastiat, que le produjeron, confiesa, un efecto extraordinario y le ganaron para siempre para la ciencia económica, y la forma liberal y antiestatal de entenderla (I, p. 373). Parece ser que Rodríguez, Laureano Figuerola y otros habrían acudido al Congreso Internacional de Reformas de Aduanas celebrado en Bruselas en 1857 y creado la Asociación Española para la Reforma de las Aduanas, de la que también formaba parte Echegaray, y asimismo, Luis María Pastor, exministro de Hacienda. Esta asociación funcionó en una primera etapa de 1859 a 1869, año en el que se disolvió por discrepancias entre sus miembros, y otra segunda a partir de 1879, ya sin presencia del ingeniero escritor.
De modo que fue en estos círculos donde el ingeniero se hizo economista liberal, y de los más radicales, según dice él mismo. Eso sí, en su memoria, en esos primeros años sesenta no se imaginaba en política ni poco ni mucho, y no estaba afiliado a ningún partido. El hecho es que seguía cultivando la ciencia y en 1868 publicó un Tratado de termodinámica. Unos años antes, en 1865, sin que se sepa muy bien ni por qué ni cómo, fue elegido miembro de la Real Academia de Ciencias, por lo que para su discurso de ingreso se metió en la que llama la primera batalla de su vida, él que era, como repite tantas veces, persona pacífica y no polémica. En efecto, "entre los cien temas que podía escoger [buscó uno] manso y bonachón, pero que levantó tempestades": Historia de las matemáticas con aplicación a España, que consistía fundamentalmente en decirles a los académicos que no las había habido entre los siglos XV al XIX, entre otras cosas porque en España tampoco había habido ciencia. En el discurso se cuida de documentar cada idea y cada descubrimiento matemático " allá [en el extranjero], para probar que no lo hay aquí [en un país como el nuestro], donde no hubo más que látigos, hierro, sangre, rezos, braseros y humo": fanatismo e intolerancia, en suma. Sólo merecen su mención el geómetra sanlucarense Hugo Omerique -que mereció las alabanzas de Newton-, Antonio de Ulloa y Jorge Juan, pero este por sus estudios aplicados. Treinta años después, cuando escribe sus memorias, confiesa que su discurso había sido inoportuno e indiscreto.
José Manuel Sánchez Ron hace un detenido análisis del discurso como primer episodio de la polémica sobre la ciencia española, veinte años antes de que Menéndez Pelayo escribiera sobre la misma. Sin duda el episodio fue, como se dice coloquialmente, mentar a la bicha en casa del ahorcado. Para el historiador de la ciencia, Echegaray habría caído en el error de reducir la historia de una ciencia a la de sus cultivadores, además de carecer de datos suficientes, y de cometer errores. Pero lo que parece más evidente es que, como le criticó Felipe Picatoste en su momento, no era ni mucho menos el sitio adecuado para ir a decir aquello. En todo caso, para mí quedan de ese discurso dos mensajes: la constatación de que el desarrollo que estaban teniendo las matemáticas en España en aquellos años se debía a los cuerpos facultativos tanto militares como civiles y a sus escuelas especiales. En segundo lugar, el nuevo académico apostaba por que la importancia de la ciencia no residiera sólo en sus aplicaciones y se cultivara la ciencia por la ciencia: las matemáticas puras.
Político y ministro liberal
Comenta Echegaray que, al igual que en los tiempos geológicos, hay años montañosos, con sus abismos y sus cúspides, y que este habría sido el caso de los agitados años del Sexenio (II, p. 164). A la vuelta de un segundo viaje a París, y esta vez para informar sobre los alcantarillados, se habría producido una doble maduración: "la de la revolución y la del profesor". El revolucionario muy pacífico y más teórico que otra cosa que era el ingeniero y profesor de la Escuela se encuentra convertido en protagonista de la acción política. En efecto, en el Gobierno Provisional, presidido por Serrano, y en el que Prim era ministro de Guerra, Topete de Marina, Sagasta de Gobernación, Manuel Ruiz Zorrilla fue designado para la cartera de Fomento. De inmediato, Olózaga propuso a Echegaray como director general de Obras Públicas, con la responsabilidad nada menos que de Agricultura, Industria y Comercio: como él dice, casi un ministerio completo. El ingeniero no lo duda, porque "le importa el dinero" y también porque se encuentra competente (lo recuerda por este orden), ha estudiado Derecho Administrativo con Gabriel Rodríguez, ha escrito contra el sistema de subvenciones y para lo que no sabe demasiado, que es de agricultura, cuenta con el conocimiento de su padre. En las Cortes constituyentes no se hablaba mucho de obras públicas(más bien de libertad religiosa y de tipo de Estado), pero el Ministerio de Fomento era, sin duda, el gran actor económico; y si Ruiz Zorrilla era Alá, Echegaray se reconocía -cuenta el ingeniero- como Mahoma, su profeta.
La obra de liberalización económica y modernización administrativa de España llevada a cabo por Echegaray fue enormeLas páginas que dedica Echegaray al ambiente político del Gobierno Provisional y de las Cortes Constituyentes son estupendas. Formaban parte de la coalición del período constituyente el viejo partido progresista, procedente de los esparteristas, que no era antimonárquico, sino antidinástico, que tenía en su programa la descentralización y un amplio concepto de las libertades públicas, y que era el que aportaba las masas populares; la Unión Liberal, que tenía la ventaja de aportar al Gobierno la confianza de la Administración y de las fuerzas conservadoras y de atraer al ejército; y los demócratas, a los que pertenecía Echegaray, que no tenían ni masas ni ejército, pero sí las grandes ideas: ahí estaban Cristino Martos, Moret, Canalejas, González y otros krausistas, Becerra y muchos más. Eso sí, los demócratas estaban divididos entre monárquicos y republicanos, y estos a su vez entre federalistas y unitarios.
La obra de liberalización económica y modernización administrativa de España llevada a cabo por Echegaray, primero como director general y luego como ministro de Fomento (dos veces, de junio de 1869 a enero de 1871, cuando Ruiz Zorrilla pasó a la presidencia de la Cámara, y de junio a diciembre de 1872, con Amadeo I), fue enorme, siempre con el doble objetivo de descentralizar y ensanchar el ámbito de la acción individual, liberándola de trabas y de obstáculos, y dejando al Estado como subsidiario, aunque, dado el retraso del país, todavía tendría que pasar por una etapa de transición, con un papel estatal mayor del deseable. Se suceden los decretos-leyes: entre los principales, todavía en 1868, el de Bases de la nueva legislación de las Obras Públicas (14 de noviembre: el Estado subvencionaría, pero ya no construiría), las Bases generales para la nueva legislación de Minas (29 de diciembre: en ellas se distingue claramente entre propiedad y explotación de suelo y subsuelo); en 1869, ya como ministro, la Ley de quiebras y convenios del Ferrocarril (12 de noviembre, que evitó una gran quiebra ferroviaria); en 1870, la Ley de concesiones de Canales de Riego y autorización para construirlos (20 de febrero). En otro orden de cosas están también la Ley de Creación de sociedades anónimas y de crédito, la de libertad de creación de los bancos territoriales y agrícolas, y la que creaba el Banco Hipotecario. "No dejábamos [Ruiz Zorrilla y yo] descansar a la Gaceta", recuerda el escritor, que se muestra satisfecho de la mayor parte de esta obra legislativa y de su repercusión y duración. Él redactó los preámbulos de la mayor parte de estas disposiciones, donde queda patente una intransigente doctrina liberal. Todas las reformas administrativas tenían que seguir "el gran principio único y supremo de la libertad". La política general quedó ya establecida desde el decreto de bases de obras públicas: "El Ministro cree que en tiempo oportuno las obras públicas, las minas y los montes deberán salir del dominio del Estado y pasar, no ya a la provincia o al municipio, sino a la libre esfera del individuo y de la asociación. A medida que la instrucción pública progrese [seguirá el mismo camino]" (Decreto de reforma de la enseñanza de la Escuela de Caminos, 23 de octubre de 1868). El ministro era Ruiz Zorrilla, pero el redactor y director general, Echegaray.
Las exposiciones de motivos de estas disposiciones, repito que redactadas parece que en su integridad por él, son textos muy interesantes, porque se advierten las dudas entre los principios absolutos de libertad de concurrencia y explotación, y la complejidad de la realidad, que aconsejaba restringirlos siquiera fuera transitoriamente. Me queda añadir que las obras públicas (ferrocarriles, carreteras, puertos, saneamiento de marismas, etc.), de las que el ingeniero firmó la concesión en su paso por Fomento, son muchísimas. Merece destacar la supresión de la Escuela de agricultura de la Flamenca en Aranjuez y la creación de la de la Florida, el apoyo permanente a la construcción del Canal de Lozoya (ya se había ocupado de ello desde la Escuela) y del Imperial de Aragón, así como la constitución de la Sociedad Ferroviaria del Tajo, en la que luego estuvo empleado.
Si bien, como director general, la instrucción pública y la enseñanza en sus distintos grados no le competían, sí pasaron a hacerlo cuando fue ministro. Destacan, en ese ámbito, la extensión de la libertad de enseñanza a todos los grados, la iniciativa de extender la responsabilidad de la instrucción pública a las diputaciones y municipios, la exigencia de escuelas normales en todas las provincias y otras de maestras, la obligación de enseñar la Constitución en la instrucción pública y de que los funcionarios la juraran, la iniciativa para dignificar las escuelas que estaban en un estado lamentable, etc. Cuenta Martín Pereda con detalle cómo quiso atribuírsele una supuesta orden para sacar la enseñanza del catecismo de las escuelas, que no llegó a emitirse y de la que él no se reconoce autor, pero que le valió la consideración de "descreído, hereje, casi endemoniado". En otro orden de cosas, contribuyó a la restauración de la Alhambra, ordenó la publicación de los Monumentos Arquitectónicos de España, apoyó la iniciativa de las bibliotecas populares, creó el Instituto Geográfico Nacional, de lo que se muestra muy orgulloso, y ordenó la constitución de la Comisión del Mapa Geológico Nacional, formada por ingenieros de minas. Y muchas más cosas que es imposible mencionar aquí, pero que contribuyen a agigantar la figura del ingeniero liberal y, sobre todo, la época a que pertenece.
En la segunda etapa como ministro de Fomento, la solidaridad entre los ministros del Gobierno estaba más quebrantada. En ella le tocó a Echegaray ejercer de desamortizador. Ya lo había sido en su primer ministerio, nada menos que de las riquezas mobiliarias de la iglesia, es decir, archivos, bibliotecas y objetos de arte, que tendrían que ser trasladados a bibliotecas y museos públicos. Era una disposición heredada de Ruiz Zorrilla que tuvo que ejecutar y que no sé en qué medida se llevó a cabo. Pero la desamortización que pretendió, por convicción o por necesidad de dinero público, fue la de los montes: se habían vendido seis millones de hectáreas desde la desamortización general y su proyecto de ley lanzaba otros tres al mercado. Se trataba de los montes de usos comunales, en los que imperaba, según dice en el preámbulo del proyecto, un cierto grado de socialismo campesino, que "no por ser manso y tranquilo es menos amenazador [que el urbano e industrial]". El proyecto no pasó de eso por el rechazo que suscitó y la inestabilidad gubernamental. Los ingenieros de montes que todavía estaban consolidando el catálogo de montes públicos lo atacaron denodadamente. Pero parece que en las armonías universales que profesaba Echegaray, tras sus lecturas de Frédéric Bastiat y su militancia con Gabriel Rodríguez, no estaban las de la naturaleza. Ni, desde luego, cualquier forma de socialismo.
Poco después, todavía con Amadeo de Saboya, Echegaray pasó a ser ministro de Hacienda. Unos días antes, en un mitin en el Teatro Príncipe Alfonso, había pronunciado otro discurso que se hizo célebre y en el que afirmó que los vientos de la libertad todavía no habían llegado al Palacio Real. De modo que si, según él, el discurso del quemadero lo había catapultado a Fomento, este otro, llamado "del oreo" de Palacio, lo llevó a Hacienda. Allí tuvo que luchar contra un presupuesto muy deficitario y el aumento galopante de la deuda pública. Desde allí propugnó el Banco Hipotecario, y luego, cuando tuvo que negociar empréstitos a cambio de privilegios, estableció el derecho de emisión del Banco de España, que supuso un buen crédito de la entidad al Tesoro.
Dramaturgo y matemático
Echegaray no escribió dramas hasta los cuarenta y dos años. O, mejor dicho, lo había intentado antes con tres: el primero lo perdió, el segundo lo rompió y el tercero lo dejó a la espera. Estrenó su primera obra, El libro talonario, cuando todavía era ministro de Hacienda, con el seudónimo de Jorge Hayaseca, anagrama de su nombre. Cuando, tras la caída de la República, vuelve a España tras un corto exilio en París, decide dedicarse al teatro y recuperar dramas escritos en los años sesenta. Para entender algo (en lo posible) de esta carrera tardía, hay que tener en cuenta tanto su afición de toda la vida como su necesidad de dinero. Como ya he dicho, para Martín Pereda esta es la explicación más plausible.
"Quizás he sido un dramaturgo tan terrible por efecto de compensación", confiesa el autor: esa ley de compensación con la que interpreta tantos aspectos de su vida. En este caso se trataría de la otra cara de la moneda de la tranquilidad de su vida personal, su carácter pacífico, su falta de apetencia de grandes riquezas, salvo las intelectuales. El hecho es que escribió, en verso, pero también en prosa, dramas truculentos con desenlaces apoteósicos. Una paradoja más: Echegaray, que tanto denigró la historia oscura de España, que tanto trabajó por modernizar el país desde el punto de vista político, social y científico, ancló, sin embargo, su teatro en las raíces más antiguas y retrógradas del viejo Romanticismo hispano. Repito que él lo asume como una reacción dramatizadora frente a una vida prosaica y sitúa el origen de esta afición en la infancia. En las escenas segunda y cuarta del Diálogo (Prólogo) de El Gran Galeoto, el dramaturgo pone de manifiesto por boca de uno de sus personajes hasta qué punto tiene que concentrar en ellos, ya que simbolizan tipos, los rasgos que en realidad están dispersos entre muchas personas: se trata de enfocar luces y sombras "para que [en el drama] brote del incendio dramático y la trágica explosión de la catástrofe". Más conocido y citado es el soneto en que el autor deja explícito que el cálculo, categoría lógico-matemática, puede ser utilizado como categoría dramática para comunicar ideas y hechos al espectador y transmitirle la conmoción estética provocando el "sublime horror trágico".
Ese teatro cosechó ya en vida del autor tantos triunfos como críticas acerbas e ironías crueles y, desde luego, no resistió, ni resiste, el paso del tiempo. Fue traducido a varias lenguas y tres de sus obras al sueco, lo que le dio la oportunidad de que la Academia de Suecia tuviera acceso a ello cuando lo propuso para el premio Nobel el ingeniero Daniel de Cortázar, compañero suyo en la Real Academia. Los suecos buscaban un escritor del sur de Europa y, como no dieron con un italiano, concedieron el premio ex aequo a Echegaray y al provenzal Frédéric Mistral, mediterráneos ambos, en suma, por una conjunción de casualidades, cualesquiera que sean los méritos que se les computaran. Pero así debe de ocurrir la mayor parte de las veces.
Se da a conocer en el libro de Sánchez Ron la nota sobre el Nobel académico que pasó otro miembro de la Real Academia, Emilio Cotarelo, a su director, Antonio Maura, a la muerte del escritor: "El teatro de Echegaray es romántico. En los procedimientos orgánicos, en la tendencia al efectismo, en la exageración de afectos y pasiones; en las inverosimilitudes y olvido frecuente de la lógica [...]. Pero, en otras cosas, ¡cuántas novedades y cuánta grandeza!"
Porque Echegaray había entrado en la Real Academia Española; con demora, ya que Castelar, encargado de contestarle, retrasó su escrito de 1882, año en que había sido elegido, nada menos que hasta 1894, cuando se celebró el ingreso. Dos discursos, el de quien entraba y el de quien lo recibía, cuando menos profusos, que merecieron la atención en primera página de los periódicos de la época, pero que pronto fueron olvidados. El dramaturgo aprovechó para, de algún modo, ajustar sus cuentas con los críticos, para contestarles a todo lo que le habían hecho padecer, para reclamar que, "en nombre de una legalidad común en materias literarias", se aceptaran todos los géneros y estilos, sin anatemas ni excomuniones, sin odios ni rencores.
Echegaray fue, pues, autor de drama desde 1875 al ritmo medio de dos obras por año. Pero fue muchas otras cosas: senador vitalicio desde 1900, presidente de la Academia de Ciencias, director de la Compañía Arrendataria de Tabacos, ingeniero en nómina en la Compañía de Ferrocarril del Tajo o presidente del Ateneo. Parece probado que en todos los lugares trabajó denodadamente y no regateó su esfuerzo.
https://www.ivoox.com/jose-echegaray-intelectual-polifacetico-detras-del-nobel_md_16963612_wp_1.mp3Ir a descargarPero, sobre todo, se dedicó a sus otras aficiones y talentos, particularmente las matemáticas y la divulgación de la ciencia. Dictó durante muchos años un curso de altas matemáticas en la Escuela de Estudios Superiores del Ateneoy de física matemática en la Universidad Central, en la que lo nombraron catedrático a principios de siglo XX y donde estuvo hasta 1914, casi el final de su vida. Su biógrafo Sánchez Ron analiza con detenimiento el significado y la dimensión de su discurso de inauguración del curso de 1904-1905: constata una crisis en la Física cuyas causas no acierta a resolver, aunque atisba algo de por dónde iba a ir el futuro. Contribuyó a crear la Sociedad Española de Física y Química y la Sociedad Matemática Española. En suma, Sánchez Ron mantiene la tesis de que modernizó la ciencia española, dio a conocer las nuevas teorías y dignificó sus instituciones.
No fue menor su labor como divulgador, faceta que ha estudiado Martín Pereda. Como homenaje al Nobel, sus compañeros del cuerpo de Ingenieros de Caminos reunieron en un libro, con el título de Ciencia Popular, alguno de sus artículos de divulgación, en particular los de la Revista de Obras Públicas, El Imparcial y El Liberal. Hay un poco de todo: termodinámica, movimiento continuo, ecuaciones superiores, la teoría de Galois, las funciones elípticas, etc., lo que dio motivo a que Ramón y Cajal lo comparara con John Tyndall. La conclusión de Martín Pereda es muy aguda: los artículos tienen en común su estructura, los desarrolla de forma paralela a sus dramas, planteamiento de la cuestión, desarrollo y clímax final. Como en casi todas sus obras, impera el sentido del humor y un espíritu burlón: por ejemplo, para plantear la cuestión de los tranvías eléctricos, empieza con contar cómo van a contribuir a liberar a los caballos de su esclavitud.
Pero tampoco Echegaray perdió su sensibilidad e interés ingenieriles y resultó ser indispensable para que concluyeran las obras del Canal de Isabel II. Siempre había estado pendiente de ellas, desde que fue alumno del ingeniero que lo construía, José Morer. Al acueducto de Las Cuevas que proyectó Lucio del Valle lo consideraba de elegancia suprema; ni puente, ni verdadero acueducto, sin adornos: la belleza pura de la línea. Los rasgos que retiene para elogiar la personalidad de Morer podrían aplicarse también a él: lo mismo reducía la música a fórmulas que aprendía en un invierno a hablar inglés por sí mismo cuando estaba dirigiendo las obras del canal, o resolvía en el paraíso del Real un dificilísimo problema de geometría y proyectaba toda la distribución de agua por Madrid, o, por entretenimiento, las leyes generales de la economía política. Es curioso, pero parece el retrato idealizado del ingeniero decimonónico como personaje positivo y de progreso que caracteriza al siglo y que aparece, por ejemplo, en las novelas de Galdós.
Pero, cuando Echegaray cobró importancia supina para el Canal, y por ende para la historia de las obras públicas en España, fue cuando se hundió en 1903 el tercer depósito del Canal, el del Oeste que limitaba con el Paseo de la Dirección. Se celebró un concurso para su construcción, que se adjudicó a José Eugenio Ribera, uno de los constructores de mayor prestigio con hormigón armado, recién introducido en España. Las obras se seguían con gran expectación, pero el 8 de abril se hundió la cubierta del cuarto compartimento, lo que se tradujo en cerca de treinta obreros muertos. Estalló la ira popular y la campaña de prensa; Ribera sólo fue exculpado, y la polémica sobre el hormigón detenida, gracias a la intervención de Echegaray en el juicio como perito, sirviéndose la defensa (que desempeñaba Melquíades Álvarez) de su prestigio para apoyar los informes técnicos que demostraban que la causa había sido la dilatación del hormigón por efectos térmicos: todavía se desconocía cuáles eran los efectos que producían en él los cambios de temperatura.
Termino volviendo a evocar el discurso pronunciado en el Ateneo por José Echegaray cuando, como presidente del mismo, inauguró el curso. Fue uno de los más grandes discursos del ingeniero, científico y dramaturgo, y también es el más lúcido y el que sigue más cargado de razones, además de estar impregnado del espíritu de Giner de los Ríos. Se preguntaba nada menos que por lo que constituye la riqueza de las naciones, y su conclusión es rotunda: no son ni los ejércitos, ni los hombres fuertes, sino que las naciones son tanto más grandes cuanto más alta ciencia, pura y aplicada, trabajo y riqueza posean. La causa de la entonces reciente derrota de España ante Estados Unidos no había sido tanto la debilidad del ejército como la carencia de ciencia y de riqueza.
En opiniones fundadas como estas reside sin duda el mejor Echegaray. Vuelvo sobre mis palabras iniciales: polifacético, sin duda, pero, sobre todo, paradójico, capaz de introducir la mejor ciencia y la mejor educación, y de cultivar el drama de contenido y forma más trasnochados; progresista en lo político, en las libertades públicas y en las creencias, conservador probablemente en lo social; indispensable en su época para tantas cosas y pronto olvidado tras su muerte. Lo que, desde luego, merece es ser conocido y yo aconsejo vivamente leer las biografías que se le han dedicado. Son amenas, informadas: la de Martín Pereda logra muy bien transmitir la simpatía y el entusiasmo que le suscitan el autor y sus contemporáneos, mientras que la de Sánchez Ron es más cauta en el elogio, con algunas reservas a la hora de valorar las aportaciones científicas. En efecto, en este libro, el historiador de la física va estudiando el contexto de las aportaciones matemáticas y físicas trabajadas por Echegaray al hilo de la bibliografía. Y desde luego, la lectura de los Recuerdos de Echegaray produce una satisfacción, y hasta un regocijo, considerables.
Josefina Gómez Mendoza es catedrática emérita de Análisis Geográfico Regional en la Universidad Autónoma de Madrid y miembro de la Real Academia de la Historia, la Real Academia de Ingeniería y el Colegio Libre de Eméritos. Sus últimos libros son La Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas y los académicos de la historia (Madrid, Real Academia de la Historia, 2008) y la compilación de Repensar el Estado. Crisis económica, conflictos territoriales e identidades políticas en España (Santiago de Compostela, Universidad de Santiago de Compostela, 2013).
Fuente: Revista de Libros | Escrito por Josefina Gómez Mendoza | Echegaray y la cuadratura del círculo | 29.03.2017.
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Categorías: Artículos
Etiquetas: biografías, José Echegaray, Libros, Literatura, Revista de Libros