Por Luis Toledo Sande
El texto que sigue lo ilustra la portada (diseño del artista Roberto Figueredo) de la entrega que Bohemia dedica a José Martí en el aniversario 160 de su nacimiento. En lo concerniente a ese homenaje, el número lo coordinó el autor del presente artículo, quien agradece la entusiasta respuesta dada a su gestión desde Cuba y desde otros países, e invita a leer las valiosas colaboraciones aportadas a la revista por autoras y autores que tienen entre sus virtudes la lúcida veneración por el legado de aquel a quien Gabriela Mistral llamó -nunca se habrá repetido lo bastante- mina sin acabamiento. El mundo lo necesita cada vez más, y lo confirma el hecho de que para las fuerzas dominantes en el planeta, como señala Paul Estrade a propósito del caso francés, el autor de “Nuestra América” sea persona non grata.
L.T.S.
La herencia de José Martí, caracterizada por su valor planetario, encarna honor y responsabilidad especiales para Cuba, beneficiaria directa de su sacrificio y su luz. Con la guía de su legado alcanzó el país la liberación nacional y desbrozó el camino para un afán justiciero del que sería infamante desertar.
La inquebrantable ética de Martí valida el arranque de sus Versos sencillos: “Yo soy un hombre sincero”. Su obra escrita y en actos, que tuvo centro en la política, fue expresión de honradez. Lo confirmó con el esmero táctico y estratégico que puso en el Partido Revolucionario Cubano, definido por Juan Marinello como “creación ejemplar de José Martí”.
Esa organización, que se proclamó constituida el 10 de abril de 1892, nació “de la obra de doce años callada e incesante”, según el propio Martí. Fue, por tanto, para decirlo apretadamente, fruto de una experiencia que aunó como lecciones o retos las heroicidades y vicisitudes de la Guerra de los Diez Años; la historia de los pueblos de nuestra América, lacerada por la herencia colonial y el caudillismo; la opresión impuesta a Cuba por España, y la voracidad de los Estados Unidos, potencia entonces naciente y presta a desplazar a la metrópoli europea en la dominación de Cuba. Martí quiso frenar el expansionismo estadounidense, y buscar el equilibrio del mundo, con la independencia de las Antillas y de nuestra América en general.
La república deseada por Martí para Cuba debía tener como “ley primera […] el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre”. De lo contrario, no merecería ni “una lágrima de nuestras mujeres ni una sola gota de sangre de nuestros bravos”. Lo proclamó el 26 de noviembre de 1891, en el discurso Con todos, y para el bien de todos, umbral de los documentos rectores del Partido que se gestaba. En el Manifiesto de Montecristi plasmó la aspiración de que la guerra no fuese “la tentativa caprichosa de una independencia más temible que útil”.
Fundar un pueblo nuevo
Martí sometió su creciente y bien ganada autoridad personal a una institucionalidad que impidiese el fomento del caudillismo, nocivo aunque lo animaran las mejores intenciones. De producirse, las deformaciones caudillescas harían que el Partido y su brújula dependieran de individualidades, tanto más influyentes cuanto mayores fueran su autoridad y sus méritos.
Escritas por él, quien propició que fueran aprobadas en el seno de una emigración patriótica mayoritariamente obrera, las Bases de la organización explicitan un propósito guiador: “fundar […] un pueblo nuevo y de sincera democracia, capaz de vencer, por el orden del trabajo real y el equilibrio de las fuerzas sociales, los peligros de la libertad repentina en una sociedad compuesta para la esclavitud”.
Deseaba el bien de todos, pero conocía las fuerzas que se autoexcluían de ese fin. En el artículo titulado Los pobres de la tierra, alusión a aquellos con quienes en Versos sencillos había dicho que quería echar su suerte —y la echaba—, habló de “la patria, ingrata acaso, que abandonan al sacrificio de los humildes los que mañana querrán, astutos, sentarse sobre ellos”.
En los preparativos de la contienda resultaba prematuro —o ni tiempo habría para ello— anticiparse a teorizar sobre modos de gobierno para la paz. Pero reclama atención un apunte que diversos estudiosos —Cintio Vitier y Jorge Ibarra los primeros— han destacado por las iluminaciones que aporta —coherentes con el pensamiento general del autor—, pero no ha recibido toda la atención que merece. Tomado del volumen Fragmentos de las Obras completas martianas, y copiado, por apremio de espacio, sin los puntos y aparte que allí tiene, expresa:
“Ha de tenderse a una forma de gobierno en que estén representadas todas las diversidades de opinión del país en la misma relación en que están sus votos. Un consejo de gobierno, que elija, cada año, su presidente de su seno. El Congreso: electo cada cuatro años.— Que el pueblo elija los gobernadores; el Consejo de Gobierno corresponderá al número de votos.— De siete, por ejemplo, los siete que relativamente obtengan más votos. Que cada opinión esté representada en el gobierno. Que la minoría estará siempre en minoría: ¡como debe estar, puesto que es la minoría! Para [que] no se vea obligada a ser la oposición, como es ahora, ni influir en el gobierno como enemiga obligada, y por residencia, sino de cerca, con su opinión diaria, y por derecho reconocido. Garantía para todos. Poder para todos.— Sobre los puestos puramente políticos.– Inamovibles los empleos.—”
En particular, lo planteado sobre puestos políticos buscaba que estos no deviniesen privilegios en el vaivén del favoritismo.
Con el pueblo
El 24 de enero de 1880, en el discurso que puede tomarse como inicio público de la labor de doce años que dio origen al Partido, Martí afirmó: “El pueblo, la masa adolorida, es el verdadero jefe de las revoluciones”; y en Nuestra América, a inicios de 1891, señaló que en esta parte del mundo se había incumplido un deber cardinal: el de hacer “con los oprimidos […] causa común, para afianzar el sistema opuesto a los intereses y hábitos de mando de los opresores”.
Su claridad sobre la relación entre tales intereses y hábitos de poder ilumina el alcance de aquel apunte, poco estudiado, que rompe los límites de la democracia semifeudal o burguesa que él conoció. La superó también el modo como concibió y estructuró el Partido, con elecciones anuales y la posibilidad de que los dirigentes —empezando por el Delegado, cargo para el cual fue electo él— fueran depuestos por los electores, ante quienes debían rendir periódicamente cuenta. Buscaba crear las raíces para un funcionamiento social que en el mundo sigue siendo un desiderátum incumplido, o burlado.
En campaña se dio a organizar una República en Armas que respetara los requerimientos de la lucha armada y, a la vez, asegurase la representación de la patria, para que esta no deviniese una mera “secretaría” del ejército llamado a liberarla. La clara perspectiva se aprecia en textos como el resumen de su Diario de campaña sobre la entrevista con los heroicos generales Máximo Gómez y Antonio Maceo en La Mejorana.
En su empeño organizativo y de pensamiento procuraba que, sin demoras —“son derrotas”—, se celebrase la que llamó “Asamblea de Delegados de todo el pueblo cubano visible, para elegir el gobierno adecuado a las condiciones nacientes y expansivas de la revolución”. En plena guerra la Asamblea debía hacerse con representaciones de “las masas cubanas alzadas”, para que no fuera una reunión de enviados de los jefes.
Sin moldes ni frenos
Se trataba de abonar la democracia necesaria en la paz, y también para ello urgía poner contención a los planes de los Estados Unidos. De diversas formas, hasta el final de su vida, Martí denunció los manejos de la potencia en ascenso: regida por los monopolios, había levantado en su territorio una tiranía industrial, y fomentaría a su alrededor gobiernos dóciles a sus intereses y, por tanto, opuestos a todo proyecto sinceramente democrático.
Se necesitaban prácticas democráticas nuevas, preparar creativamente al pueblo para que fuera capaz de librarse de quienes quisieran sentarse sobre él en una república a la que “nadie puede llevar moldes o frenos”. Pero Martí murió antes de celebrarse la Asamblea que él planeó, y sus previsiones sobre los peligros en acecho se confirmaron. Tal realidad frustró el proyecto democrático, de veras popular, amasado por él.
El valor de ese proyecto, como históricamente ha ocurrido con los grandes ideales liberadores en un mundo donde ha prevalecido la opresión, lo confirma lo que su frustración acarreó para nuestra América y aun para el mundo todo. Pero la actitud honrada está en no resignarse ante los designios impuestos por las fuerzas hegemónicas o dominantes, y enfrentar los obstáculos sin amedrentarse por las desventajas y la oscuridad en que la justicia pueda verse arrinconada en el planeta. El honor de los honrados vencidos será preferible a la ignominia de los vendidos exitosos.
Si Martí sometía su autoridad a una institucionalización que debía representar los intereses más abarcadores y dignos de la patria, no era para debilitar la causa por la cual dio la vida, sino para fortalecerla, y no ilusamente. Cuatro días antes de caer en combate escribió en su Diario: “Escribo, poco y mal, porque estoy pensando con zozobra y amargura. ¿Hasta qué punto será útil a mi país mi desistimiento? Y debo desistir, en cuanto llegase la hora propia, para tener libertad de aconsejar, y poder moral para resistir el peligro que de años atrás preveo”.
En ese texto desistir significa acogerse a las decisiones de una Asamblea democrática que, entre sus prerrogativas, tendría decidir el futuro del Partido y trazar la Constitución para la República que debía asegurarle el camino a la soñada para la paz. Pero la Asamblea se hizo sin el fundador: ya no sería la misma que él planeó, ni lo serían las decisiones adoptadas en ella.
Muerto Martí, se violaron principios democráticos que él había procurado sembrar con el Partido Revolucionario Cubano. Sus Estatutos secretos —redactados por él mismo— fijaron: “Caso de muerte o desaparición del Delegado, el Tesorero lo pondrá inmediatamente en conocimiento de los Cuerpos de Consejo, para proceder sin demora a nueva elección”.
Lo que perdura
Martí no expresó sugerencia alguna —habría infringido aquella norma cardinal— sobre quién podría sustituirlo en un proceso que debía ser democrático desde la base. La designación de Tomás Estrada Palma para ocupar el cargo de Delegado después de la tragedia de Dos Ríos, no fue fruto de la voluntad del héroe. Pero, si fuera cierto —y ello requeriría un escrutinio inviable en los límites de este artículo, cuyo autor ha rozado el tema en otras páginas— que Martí confiaba en aquel expresidente de la República constituida en Guáimaro, la ignominia de la deslealtad recaería sobre el triste personaje, no sobre la memoria del fundador.
Su legado vive incólume y luminoso, por la coherencia de su pensamiento y sus actos, no afincada en espejismos, sino en un penetrante conocimiento de la realidad y en una proverbial capacidad creativa para encararla. El Partido Revolucionario Cubano, escudo ético, no sería de los que el 3 de abril de 1892, en vísperas de la proclamación de aquel, Martí sostuvo: “Los partidos suelen nacer, en momentos propicios, ya de una mesa de medias voluntades, aprovechada por un astuto aventurero, ya de un cónclave de intereses más arrastrados y regañones que espontáneos y unánimes, ya de un pecho encendido que inflama en pasión volátil a un gentío apagadizo, ya de la terca ambición de un hombre hecho a la lisonja y complicidad por donde se asegura el mando”.
En el corazón de Martí, y en el de sus más fieles seguidores, empezando por los humildes —pioneros en llamarlo Apóstol—, y sin excluir a nadie que honradamente lo apoyara, el Partido que él creó abrazaba aspiraciones limpias: “Nació uno, de todas partes a la vez. Y erraría, de afuera o de adentro, quien lo creyese extinguible o deleznable. Lo que un grupo ambiciona, cae. Perdura, lo que un pueblo quiere. El Partido Revolucionario Cubano, es el pueblo cubano”.
En ese texto no deslindó si lo que el grupo quería era hipotéticamente bueno o malo: lo decisivo estribaba en que lo bueno, para merecer el triunfo, debía quererlo el pueblo. De ahí la necesidad de una prédica persuasiva, honrada y lúcida, basada en el ejemplo. El día antes de su muerte escribió la carta inconclusa considerada con razón su testamento político, y que también lo es en lo tocante a las ideas aquí abordadas.
A Manuel Mercado, fraterno confidente, le dijo en esa carta: “entiendo que no se puede guiar a un pueblo contra el alma que lo mueve, o sin ella, y sé cómo se encienden los corazones, y cómo se aprovecha para el revuelo incesante y la acometida el estado fogoso y satisfecho de los corazones. Pero en cuanto a formas, caben muchas ideas, y las cosas de hombres, hombres son quienes las hacen”.
Seguro de que Mercado lo conocía, añadió: “En mí, solo defenderé lo que tengo yo por garantía o servicio de la Revolución”. Convencido de que actuaba con la eticidad que dio consistencia a su práctica y a sus ideas en todos los terrenos, también le confió: “Sé desaparecer. Pero no desaparecería mi pensamiento, ni me agriaría mi oscuridad.—Y en cuanto tengamos forma, obraremos, cúmplame esto a mí, o a otros”.
Queda en pie el ejemplo de quien defendió la utilidad de la virtud, no la virtud de la utilidad, y obró rectamente, sin resignación cobarde o pragmática ante las adversidades.
Publicado originalmente en Bohemia Digital:
http://www.bohemia.cu/jose-marti/11-democracia-sincera.html
y en la edición impresa de la revista, correspondiente al 25 de enero de 2013.