Las banderas de José Liborio Poblete
Venta ambulante para la revolución
Un grupo de militantes discapacitados generó recursos para sobrevivir durante el Mundial 78 con la venta callejera de banderas argentinas.
Por Ailín Bullentini
La mañana del viernes 2 de junio Fernando Navarro llegó al local que el Turco Ibrahim tenía sobre la calle Pasteur, en el barrio porteño de Once, con una idea clara de lo que necesitaban: banderas de Argentina. Esa tarde la selección debutaría en el Mundial de Fútbol que recién había comenzado a disputarse en el país, contra Hungría. “Banderitas, Turco, ¿no tenés alguna por ahí? Tiene que haber”, le pidió Fernando. Ni él ni el vendedor, ni su hermano Pepe, ni el resto de los lisiados que integraban con ellos la agrupación revolucionaria Cristianos para la Liberación imaginaron esa mañana que la idea sería un “negoción”.
Fernando es hermano de José Liborio Poblete Roa. “Pepe”, “Cortito”, “Martín”, como le decían a José según el escenario en donde interactuara, llegó a la Argentina en la primera mitad de la década del ‘70. Venía de Santiago de Chile, adonde había sufrido un accidente de tren que lo había dejado sin piernas. Algunos registros históricos cuentan que viajó a Buenos Aires para rehabilitarse de su discapacidad. Pero su mamá, la Abuela de Plaza de Mayo Buscarita Roa, asegura que José, que en su tierra natal integraba el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), se fue cuando la militancia política comenzó a ser perseguida en Chile, tras la dictadura de Augusto Pinochet.
Enseguida José hizo migas argentinas. Con varios jóvenes discapacitados que conoció en el Instituto de Rehabilitación de Bajo Belgrano (Claudia Grumberg, Hugo Avendaño, Alejandro Alonso, Norberto Scarpa, Mónica Brull, Gertrudis Hlaczik) fundó el Frente de Lisiados Peronistas, una organización que llegó a concentrar a más de 200 militantes políticos durante la década del ‘70 con y sin discapacidad. La persecución desplegada por la Triple A los obligó a desintegrar el frente, pero el grupo originario de compañeros y compañeras continuó unido, trabajando y militando. Poco después, confluyeron en la agrupación Cristianos para la Liberación. A ellos se unió Fernando, luego de cruzar la Cordillera de los Andes con el resto de los hermanos de José, Buscarita y su marido.
La última dictadura cívico militar los encontró combinando militancia con estrategias para la supervivencia diaria. “La situación era difícil desde lo personal y desde lo político”, relata Fernando. El secuestro de Claudia Grumberg, el 12 de octubre de 1976, obligó a los integrantes del grupo a mudarse y a autoimponerse medidas de seguridad estrictas para no caer en las garras de los represores. Fernando se fue a vivir a Florencio Varela con Hugo Avendaño. José y Gertrudis, que ya eran pareja, se fueron a la casa de Buscarita, en Guernica. “Los compañeros caían todos los días, se hacía muy difícil el tema económico”, completa Fernando.
La venta ambulante fue una salida que los ayudó a mantenerse. Cuenta Fernando: “Con José comenzamos a armar una especie de cooperativa con los compañeros para poder subsistir. La venta se hacía bastante fácil porque la gente a los compañeros discapacitados les compraban. Teníamos compañeros ciegos, en sillas de ruedas, pero con un espíritu enorme de lucha.” Para 1978, la faena ya estaba organizada. Solían comprar mercadería al Turco que luego revendían en colectivos y trenes o en la calle.
Junio era todo Mundial. “No se hablaba de otra cosa”. Fernando fue a ver a su revendedor con una idea:
—Turco, ¿tenés banderitas de Argentina?
—Chileno, ¿para qué las querés si no van a pasar de la primera ronda?— bromeó, pero enfiló para el fondo del local y empezó a hurgar entre bolsas de peines y jarras de plástico, kits escolares y de costura, hasta que encontró una bolsa a punto de romperse con un puñado de banderas.
Fernando y su hermano Víctor “Lolo” Navarro las agarraron y las empezaron a ofrecer a apenas unas cuadras del local del Turco, al grito de “¡Argentina, vamos Argentina!”. Las vendieron todas a la media hora. Contentos, se fueron a ver el partido que la selección local ganó 2 a 0.
A la mañana siguiente se encontraron con Pepe en la estación de trenes Constitución para pensar cómo explotar ese pan caliente que habían descubierto el día anterior. “Pepe todo lo hacía organización social”, define el hermano. Buscarita lo recuerda diciéndoles a sus compañeros que aunque les faltaran las piernas o fueran ciegos debían trabajar, que no se podían quedar en la limosna. Ese mismo día los hermanos lo fueron a ver al Turco, quien se comprometió a conseguir más banderas. Poblete, por su parte, organizó todo para que compañeras y compañeros de Cristianos para la Liberación también fabricaran las telas albicelestes.
Repitieron el éxito en cada partido de Argentina. Las manos vendedoras crecieron con la organización. Había grupos de Cristianos para la Liberación vendiendo en cada punto importante de la ciudad. Fernando y Lolo, Hugo, Pepe y “Trudi” las ofrecían en las cinco esquinas —de las calles Honorio Pueyrredón, San Martín, Angel Gallardo, Díaz Vélez y Gaona— que confluyen donde está el monumento al Cid Campeador, en el barrio porteño de Caballito.
A veces, la pareja llevaba consigo a su pequeña beba Claudia Victoria, a quien los compañeros y compañeras de militancia de sus padres llamaban “Mundialito”. El apodo se lo había puesto el padrastro de Pepe por haber nacido en marzo, muy cerca del Mundial. El resto de los días, la nena quedaba a cargo de la abuela Buscarita, quien luego la buscó intensamente. Es que Claudia Victoria Poblete Hlaczik fue secuestrada con sus padres en noviembre del ‘78 y llevada con ellos al excentro clandestino conocido como El Olimpo. Al cabo de unos días se convirtió en uno de los 400 bebés apropiados durante la dictadura. Fue criada como hija propia por el integrante de la estructura de Inteligencia del Ejército Ceferino Landa y su esposa, Mercedes Beatriz Moreira. Gracias a la lucha de Buscarita y las Abuelas de Plaza de Mayo recuperó su identidad en el año 2000.
La gente estaba alegre con el desempeño de la Argentina en el campeonato y los Cristianos para la Liberación también. A pesar de que la dictadura les “soplaba en la cabeza todo el tiempo”, de las noticias de un compañero secuestrado allí y otro caído allá, cómo se vivió el Mundial de 1978 les sirvió para sentir “eso que se siente cuando el pueblo está en la calle, esa alegría… fue una distensión, había mucha alegría”, reconoce Fernando.
La venta de banderas les permitió no solo generar recursos para la subsistencia de los compañeros, sino también para financiar actividades de militancia. Pudieron imprimir volantes con consignas revolucionarias, compraron un auto y ayudaron con el alquiler de casas a quienes lo necesitaban en la organización. “El dinero no era una preocupación para nosotros, sino que estaba al servicio de la lucha”, apunta Fernando. El grupo se financió con los recursos generados por las ventas de las banderas del Mundial hasta noviembre de 1978, cuando secuestraron a Pepe, Trudi y Claudia Victoria.
Su nombre no era su nombre
Federico Bianchini*
El periodista y escritor argentino Federico Bianchini acaba de publicar el libro “Tu nombre no es tu nombre” (Libros del K.O.), donde cuenta la historia de Claudia Poblete Hlaczik. A Claudia la secuestraron cuando tenía sólo ocho meses; una pareja de militares la crió hasta los 21 años, momento en el que un juez le dijo que su nombre no era su nombre, que sus documentos eran falsos y que sus padres, o en realidad los que ella llamaba sus padres, iban a quedar detenidos porque no eran sus padres sino dos personas que se habían apropiado de ella. Sus verdaderos padres, le dijo el juez, estaban desaparecidos: habían sido torturados por la dictadura militar argentina en un centro clandestino de detención. Todo, o casi todo lo que creía, era una mentira. Había vivido engañada durante 20 años. A continuación les compartimos un adelanto del libro:
La tarde del 7 de febrero de 2000, en la cocina de su casa del barrio porteño de Belgrano, Claudia Poblete Hlaczik se preguntó qué iba a cenar esa noche. La mayoría de las veces, la elección de la cena es solo un detalle. Se podría pensar, también, que la vida no es más que una sucesión de detalles o recuerdos que se suceden en lo cotidiano. En este caso, la pregunta por la cena, o en realidad la respuesta, fue importante porque Claudia Poblete Hlaczik no supo qué contestarse.
Claudia Poblete Hlaczik estudiaba ingeniería en sistemas, tenía muy buenas notas y un coeficiente intelectual superior a la media. Sin embargo, nunca en sus 20 años había prendido un horno. No sabía cómo encender un lavarropas, planchar una camisa ni cómo pagar una boleta de luz. No había viajado en colectivo o en subte, no andaba sola por la ciudad ni se quedaba a dormir en casa de sus amigas. La acompañaban a comprar, a pasear y a las clases de inglés.
Para Claudia todo esto era tan natural como cubrirse cuando llueve o no entrar en la ducha con el agua demasiado caliente. A veces, protestaba por la intransigencia de sus padres, pero tampoco podía comparar, así que vivía como vivimos todos: creyendo que decidía.
La tarde del 7 de febrero de 2000, en la cocina de su casa, Claudia Poblete Hlaczik se sintió sola como no se había sentido en su vida.
Ese mediodía había caminado las cuadras que separaban el Tribunal de la oficina en la que realizaba una pasantía. A sus compañeros les había comentado que salía a comer y volvía en un rato. No le daba demasiada importancia al asunto. Unos meses antes, un juez la había citado, le había dicho que tenía dudas sobre su filiación y le propuso hacerse un examen. Claudia preguntó si podía negarse. El hombre le respondió que, en caso de que existiera un delito, ella sería la única evidencia.
Pepe, Trudi y Claudia. Cortesía.Claudia se sintió impactada por la frase: así que fue a un hospital público y dejó que le sacaran sangre. Luego, siguió con su vida. Sin embargo, ahora, caminaba inquieta. Sentía que estaba por enfrentarse a una especie de prueba. En su casa, le habían anticipado que todo lo que le dijeran en el juzgado sería mentira. Los perseguían porque eran militares.
Nunca, en sus veinte años, ella había oído la palabra «dictadura». Sabía, en cambio, de la existencia del «proceso militar» y de los «subversivos», gente que ponía bombas y atentaba «contra el sistema». Pero no mucho más.
Iba a ir al juzgado, a escuchar lo que quisieran decirle, y volvería a trabajar. Luego, tal vez, más tarde, podría pensar en todo eso.
En el Tribunal, la recibieron un juez, unos secretarios y un hombre gordo de pelo largo que dijo ser un psicólogo.
Arriba de la mesa, una carpeta con casi cien hojas. En la tapa de la carpeta, tres fotos en blanco y negro. Claudia Poblete Hlaczik vio las fotos del hombre (la mirada seria, el pelo corto despeinado), de la mujer (el flequillo hacia la izquierda), pero se detuvo en la de la bebé. Esa bebé con cara enojada y cachetes rechonchos. Se detuvo sintiendo una certeza que le recorrió el cuerpo con la fuerza de un relámpago. En ese momento supo, sin ningún tipo de dudas, que esa bebé era ella.
Luego de presentarse, el juez le dijo que sus padres —las personas a quienes ella llamaba sus padres— iban a quedar detenidos. Porque en realidad no eran sus padres sino dos personas que la habían robado cuando era una bebé. Secuestradores, delincuentes, criminales. ¿Qué? Sus verdaderos padres, le dijo el juez, estaban desaparecidos luego de haber sido torturados por militares argentinos en el centro clandestino de detención El Olimpo.
Según el resultado de la prueba de ADN, había noventa y nueve coma noventa y nueve, nueve, nueve, nueve por ciento de probabilidades de que ella fuera hija de José Poblete y Gertrudis Hlaczik. Sin embargo, en ese momento, atravesada por la verdad de esa foto, Claudia sólo lloraba. Lo que sentía dentro era más fuerte que cualquier cosa que alguien pudiera decirle: un edificio que se derrumbaba desde los cimientos. El juez seguía hablando. Ella no entendía del todo las palabras de ese hombre, pero estaba segura de que eran verdad: lloraba. De repente, sintió miedo por lo que iba a pasarles a Ceferino y a Mercedes. Y, a la vez, un alivio: como si una espina clavada en algún lugar profundo de su historia se hubiera removido.
El juez esperó. Con la prudencia y la incomodidad que nos genera el llanto ajeno, le dijo que ella no se llamaba Mercedes Beatriz Landa sino Claudia Victoria Poblete Hlaczik. Le dijo que no había nacido el 13 de junio de 1978 sino tres meses antes: el 25 de marzo de ese mismo año. Le dijo que su documento, número 26.769.382, sería retenido porque era un documento falso. Le dijo que los boletines de su escuela secundaria seguirían confiscados como pruebas que acreditaban el delito de falsificación de identidad. Le dijo que en ese mismo momento, un patrullero estaba yendo a buscar a sus apropiadores y le dijo que allí, en ese juzgado, estaba su verdadera familia y que quería conocerla.
—No —dijo Claudia terminante—. No quiero.
Y el juez, los ojos bien claros, le respondió:
—Hace mucho tiempo que te están esperando.
Con dudas, entonces ella asintió. Y al salir se encontró a algunos familiares. Los saludó con una cautela muy parecida a la desconfianza. Fernando, su tío, le dijo que entendían que ese momento debía ser muy difícil y que esperarían todo lo que necesitara.
—Yo no necesito nada —tajeó ella.
Fernando le dio cartas, fotos y unos cassettes que en ese momento no eran más que eso, unos cassettes, y que luego se transformarían en una parte importante de su historia.
Ella agarró todo y lo guardó en su cartera.
Salió del juzgado sin detenerse a mirar a las 150 personas que la esperaban afuera con carteles. Su abuela, sus tíos, primos, primas, amigos, gente del barrio donde vivían sus padres y compañeros de militancia, algunos discapacitados. Todos compartían una alegría intensa por haber encontrado a esa bebé que les habían quitado hacía tantos años.
Al llegar a su casa, descubrió la nota que Ceferino Landa y Mercedes Moreira le habían dejado: «No te preocupes por nosotros, estamos bien. Te queremos mucho».
Su nombre no era su nombre. Su fecha de nacimiento estaba equivocada. ¿Los recuerdos que tenía de chica también serían falsos? Se sentó un momento en uno de los sillones y reprodujo uno de los cassettes en el walkman. Escuchó la voz de una mujer, pero no podía detener sus pensamientos. No estaba enojada con Ceferino y Mercedes. Tenía miedo de que les pasara algo. Eran personas mayores. Los quería. Detuvo la grabación. Llamó al juzgado. Preguntó adónde los habían trasladado. Pidió un permiso urgente para ir a verlos y un certificado que dijera que no tenía documentos. Fue a buscar esos papeles y le dijeron que sus apropiadores iban a ser trasladados al Departamento Central de Policía y que a las once de la noche podría verlos. Volvió a su casa. Recién entonces, se preguntó por la cena. Resolvió que no comería nada. En una bolsa, guardó varios remedios y unas frutas. Y así, con el estómago vacío, salió hacia las calles de una ciudad que no parecía la misma.
Tomó un colectivo para Monserrat, uno de los barrios más oscuros de la Capital Federal. Ella, que nunca había salido del barrio más caro de Buenos Aires, se bajó con miedo en una esquina en la que conversaban dos prostitutas. Entró en un bar, pidió un café con leche y esperó que el tiempo pasara.
A las once de la noche, entró a ver a Ceferino y a Mercedes. Ellos le dijeron que se quedara tranquila. Ceferino le contó de un lugar de la casa en donde podía encontrar plata en efectivo y le recordó que ella podía acceder a la cuenta bancaria de él. No mencionó las mentiras, la apropiación ni el futuro de Claudia. No hizo ninguna referencia a lo sucedido, como si se hubiera debido a un error o a un malentendido que pronto se aclararía. Como si no hubiera nada por lo que pedir disculpas.
Claudia volvió a su casa en colectivo.
Desde chica, había tenido miedo de estar sola. Como no podía dormir, se fue a la habitación de sus apropiadores, se acostó en la cama matrimonial y escuchó los cassettes que le habían dado en el juzgado. Eran unos veinte cassettes de noventa minutos cada uno. Un archivo biográfico familiar. Relatos de su abuela paterna, de su abuelo materno, de sus tías, de sus tíos, de los compañeros de militancia de sus padres. Información sobre fechas, lugares, situaciones y recuerdos que la confundían. ¿Su papá militaba a los doce años? ¿El accidente había sido en la Argentina o en Chile? ¿Cómo podían haber pasado tantas cosas en sólo tres años? A pesar de no entenderlo todo, seguía escuchando. Oyendo voces ajenas y lejanas, Claudia Poblete se fue quedando dormida.
Esta historia muestra cómo, a cuarenta años de la vuelta de la democracia en la Argentina, la dictadura no sólo sigue presente en la memoria, sino también en algunos cuerpos. Como el de Claudia, que durante una de las entrevistas para este libro, realizada en la oficina en la que trabaja como ingeniera en computación, se referirá al coronel retirado Ceferino Landa y a su esposa Mercedes Moreira, como «esta gente» y «mis apropiadores», aunque también les dirá: «mis papás».
***
*Federico Bianchini es periodista y Licenciado en Comunicación. Ganador del premio Don Quijote (EFE/Reyes de España), trabajó como redactor en los diarios Clarín y La Razón y como editor en la revista Anfibia. Publicó los libros de crónica “Desafiar al cuerpo” y “Cuerpos al límite” (Aguilar). Luego de pasar un mes en la Antártida escribió “Antártida: 25 días encerrado en el hielo” (Tusquets) con el que obtuvo la Beca Michael Jacobs de la Fundación Gabriel García Márquez (FNPI). Acaba de editar el libro “Tu nombre no es tu nombre” (Libros del K.O.). Colabora con medios nacionales e internacionales.
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