José Saramago, solidariandose con Aminetu Haidar, en un aeropuerto canario.
Se fue con la misma serenidad con que vino, hace 87 años, en Azinhaga (Portugal), en el seno de una familia campesina. Tras pasar una noche tranquila, desayunó, mantuvo una conversación con su esposa y traductora, Pilar del Río, y comenzó a sentirse mal, víctima de una leucemia crónica. Horas después, moría acompañado de los suyos, despidiéndose “de una forma serena y plácida” en su vivienda de Lanzarote, en donde vivía desde inicios de los noventa, y en donde publicara “El Evangelio según Jesucristo”, que levantó ampollas en el Vaticano y fue vetada en Portugal, y “Ensayo sobre la ceguera”.
Fue el primer escritor portugués que recibió el premio Nobel de Literatura. La Academia Sueca destacó su capacidad para “volver comprensible una realidad huidiza, con parábolas sostenidas por la imaginación, la compasión y la ironía”. Escribió para desasosegar, “para no dejar que la gente se duerma y decirles que lo malo está ahí esperando” y nos dejó tres biografías, cuatro libros de poesía, cinco de relatos, diecisiete novelas, cuatro de crónicas, cinco obras de teatro y una guía turística, habiendo conseguido innumerables premios. A finales de 2009, publicaba Caín, su última novela, y estaba escribiendo su próxima obra sobre la industria del armamento. “Hoy en día –decía– la vida humana no tiene ninguna importancia”.
Histórico militante de la izquierda marxista, también dejó marca con su actividad social, levantó su voz en numerosas ocasiones contra las injusticias, la Iglesia y los grandes poderes económicos, a los que veía como las grandes enfermedades de su tiempo. “Estamos todos hundidos en la mierda del mundo y no se puede ser optimista –decía en diciembre de 2008, durante la presentación en Madrid de “Las pequeñas memorias”, las suyas–. El que es optimista, o es estúpido o insensible o millonario”.
Hombre comprometido, Saramago nunca cesó de denunciar las injusticias que veía a su alrededor o de pronunciarse sobre los conflictos políticos de su tiempo. Dios, lejos de tener una imagen de padre bondasoso, se convierte en sus libros un ser alejado de su creación, incapaz de compadecerse de las penurias e injusticias que viven millones de personas. Y la Biblia era para él “un manual de malas costumbres: crueldad, incestos, carnicerías…Según un científico que los contó, hay cerca de un millón 700 mil cadáveres en este libro”. Pero, tan crueles como Dios eran para él los hombres.
Sin embargo, aún sin conocerlo personalmente, era, para mí y para cualquiera, un personaje querido y admirado, de los que dejan huella. “He intentado no hacer nada en la vida que avergonzara al niño que fui”, había dicho en una ocasión. Fue el escritor que nunca tuvo que avergonzarse de nada.