Hay una región literaria donde viven, en agónica armonía, Elfriede Jelinek, Thomas Bernhard y Josef Winkler. Hace frontera con el pueblo de Agota Kristof, con el brezal de Brand y con el manicomio de Robert Walser. A veces es Austria, a veces Alemania, a veces Suiza. Sus habitantes no son numerosos porque se suicidan. Al hablar, vomitan. Al lado de cada casa hay un cementerio, una vaca, un tocón de madera con un hacha clavada y un cubo de agua fresca. Cuando los niños miran al cielo, ven vigas de las que cuelgan cuerdas. Comen tocino, lengua y pezuña, y la leche siempre tiene temperatura de vaca. La lengua nacional es el alemán, traducido por Miguel Sáenz.
Alguien lleva siglos escribiendo acerca de este país. Es una voz que se encarna en otra voz que no sabe hacer otra cosa y que habla mientras vive. Después, la voz viaja a otro cuerpo. Y si en el resto del mundo otros hacen algo llamado literatura, bien por ellos. Aquí es distinto. Aquí no sabemos qué son los recursos, las vanguardias o los personajes. Escribimos a lo burro, a golpes, atascándonos en cada frase. Sabemos que en otros lugares el pensamiento fluye, pero aquí va, como mucho, de un pueblo a otro, y a mitad de camino se te cruza un caballo que te da una coz. O tu padre, que al volver de misa te suelta una hostia. Y vuelves a casa, donde ha muerto alguien que antes ni existía porque así son las cosas en esta tierra: tu tía Hildegard es distinta de tu tía Gretchen porque una se tiró al río y la otra, embarazada de gemelos, al fuego. Así vivimos.
Josef Winkler sigue, de momento, escribiendo. Sobre sus hombros pesa Carintia entera, una región donde sopla el föhn que vuelve locos a los personajes de Bernhard cuando tienen la mala idea de asomar la cabeza por la ventana -de guillotina. El föhn, pues, sopla, y Winkler se va de vez en cuando a otros lugares a escribir sobre la India y sobre Italia, donde la gente -algo es algo- se toca los genitales antes de morir. Winkler, como Bernhard, cree que la repetición es lo más cercano al pensamiento austriaco, y si la repetición genera otra repetición, pues tanto mejor. Su novela "Cuando llegue el momento" es un martillo, es el aspa de un molino que rasca contra una piedra en el fondo del río, es la vuelta que da la cuchara de madera en un caldo cada vez más espeso. Ay, el caldo, el caldo, el caldo de huesos que, como sabemos, se cocina hasta que el olor es insoportable incluso para las moscas. El caldo negro con el que se empapan los ollares, las orejas, los ojos y el vientre de los caballos para que las moscas, asqueadas de podredumbre, no se acerquen. El caldo negro que termina siendo una letanía, un padrenuestro, una cacerola donde van cayendo, uno encima de otro, los muertos.
Natura Morta, como no puede ser de otra manera: una novela precaria, sin narración, un viaje a saltos entre carne podrida, fruta podrida y pescado podrido, de puesto a puesto del mercado de Piazza Vittorio. Se lee y después, días después, se sigue soñando así, de puesto en puesto, en un bucle, en el vacío. Cada vez que el verbo se posa en un objeto, lo describe, y si Picoletto tiene largas pestañas que casi le rozan las mejillas en la primera página, tiene las mismas pestañas que casi le rozan las mejillas en la última porque el caldo negro con el que se empapan los ollares, las orejas, los ojos y el vientre de los caballos tampoco cambia. Quien crea que en literatura basta con decir cada cosa una vez, o incluso media, que vaya de veraneo al país de Penelope Fitzgerald y jamás pise esta tierra.
A modo de entremés, y para aligerar, otra novela suave: esta se llama Amras y empieza -para qué se va a andar Bernhard con rodeos- en suicidio. Dos hermanos que piensan como uno (Hans y Ruedi para Jaeggy, Claus y Lucas para Kristof) son rescatados del mundo por su tío, que los encierra en la torre de Amras. "Esa torre perteneciente a nuestro tío fue para nosotros, en esos dos meses y medio, un refugio que nos protegía de la intromisión de los hombres, que nos guardaba y escondía de las miradas de un mundo que sólo actúa y comprende siempre a partir del mal". Allí, el narrador, metáfora del cerebro que se divide para observar su propio descenso, cuenta lo que le sucede a su hermano en un libro más basto que las Pinturas Negras de Goya.
Y así pasa el verano. Abro ahora el tercer libro de Winkler. Se llama "Cementerio de las naranjas amargas". El título lo ha puesto un enemigo. Leo. Dos páginas. Diez. Rezamos. Pensamos cómo vamos a recuperar la fe en la imaginación como motor de la narrativa después de esto.
Fotografías de Jesús Monterde