Pasados los años, porque la memoria se va acopiando de otros datos, o porque comienzan las lagunas y te olvidas por momentos del nombre de las cosas, de las herramientas que manejas a diario; como te olvidas del nombre de las personas con las que hacía mucho tiempo que no te encontrabas, de la misma forma te olvidas también, un poco, de tu madre, que era, como la de cada uno, la mejor madre del mundo.
Yo la recuerdo feliz, no digo que fuera la más feliz aquellos días, porque es muy difícil medir los sentimientos, pero, en mi memoria, siempre veo su cara sonriente, su ánimo despierto para cualquier eventualidad que surgiera, manejando con tino aquellas jornadas tan largas, a medida que el Parkinson tejía sobre ella una especie de tela de araña que poco a poco iba reduciendo su movilidad, que incluso la paralizaba durante horas, acabando la jornada extenuada por completo. Era conocedora de su suerte y, temprano, en cuanto despertaba y se vestía, buscaba el camino del monte para respirar, para asomarse al sol, para coger cuanto pudiera de aquel aire, para alargar la vida, y pensar, y sentir, y soñar. Nunca me lo confesó pero estoy convencido de que pensaba con mucha intensidad en el precioso privilegio de estar vivos, y la oportunidad que le daba cada jornada para seguir soñando. Sabes que serán apenas unos días porque la vida es un instante de nada, que los avances no fueron suficientes, y para que no te embargue la negatividad, deducir si acaso que estás a un punto de dejar el infierno que aquel mal te depara. Yo describo en la novela Castilla la última de sus luchas, increíble que un cuerpo tan menudo resoplara como el volcán más grande, involuntariamente. Tenías la sensación de que se movía toda la casa. Jamás vi un desaliento en ella, ni una mala cara, ni una queja, ni un desplante. Jamás le oí decir, esto que me ha tocado, me está matando. Se evidenciaba en su rostro la tremenda fatiga, los temblores, el dolor, la pérdida del gusto y del olfato, la sudoración excesiva..., notas que fui dejando caer en un cuaderno a medida que avanzaba la noche.
Sólo le cayeron dos lágrimas fugaces cuando le dije que volveríamos a vernos cuando se recuperara. Ella sabía de sobra que allí terminaba su viaje.