Revista Opinión

Josefina Sánchez Pedreño, esa cíclope del teatro del absurdo

Publicado el 12 abril 2023 por Manuelsegura @manuelsegura
Josefina Sánchez Pedreño, esa cíclope del teatro del absurdo

En los escenarios madrileños, entre los años 1954 y 1963, desarrolló su actividad intensiva el grupo independiente Dido Pequeño Teatro, dirigido por la murciana Josefina Sánchez Pedreño, una mujer valiente y arriesgada, reconocida introductora en pleno franquismo del teatro del absurdo en la escena española. Fundamentalmente con textos de Eugène Ionesco y Samuel Beckett, pero también con otros autores, y no solo extranjeros. Lauro Olmo -con el estreno de ‘La camisa’- y Fernando Arrabal fueron claros ejemplos de ello. Me puse hace unos días en contacto con el dramaturgo melillense y su respuesta, no por esperada, me motivó a seguir indagando sobre la trayectoria de esta mujer, que abrió tantas puertas -a Margarita Lozano, Charo Baeza, José Caride o Julio Navarro, entre otros- en aquellos años obtusos de censura y prohibiciones: “¡Le debo tanto a Josefina Sánchez Pedreño! ¿Todo?”, me confesó un lúcido Arrabal, camino de sus 91 años de edad.

Como hace cuatro décadas ya dejó plasmado, el escritor reconoció que “cuando este cuento de hadas y de brujas que para mí es toda carrera de dramaturgo se inicia en Madrid en 1958, me va a dar la alternativa nada menos que Josefina Sánchez Pedreño, en una, para mí, legendaria función única de teatro de cámara [en el Bellas Artes]. Elegimos como intérprete [de ‘Los hombres del triciclo’] a la actriz más arrebatadora de su generación: Victoria Rodríguez. Cuando su marido [Antonio Buero Vallejo] me vio… reconoció en el autor novel al misterioso desconocido de las noches de estreno”

El dramaturgo y académico Joaquín Calvo Sotelo, que acudió al estreno, no pudo presenciarlo. Recuerda Arrabal de Josefina y de esa noche que “su novia y ella solían contar que a última hora se presentó el gran dramaturgo español con la esperanza de ver la obra. Pero que, a pesar de sus constantes triunfos como autor y el renombre familiar, no pudieron acogerle y tuvieron que decirle que no quedaba una sola entrada”. Con todo, la mayor parte de las críticas en la prensa fueron demoledoras. En especial, la de Gonzalo Torrente Ballester en el diario ‘Arriba’. El también crítico José Monleón señalaría gráficamente que “cuando Arrabal salió al centro de la escena, los pies del público pudieron más que las manos”.

En el verano de 1967, Fernando Arrabal pasó por Madrid, procedente de París -donde residía desde 1955-, camino de La Manga del Mar Menor, en compañía de su esposa, Luce Moreau. A orillas del Mediterráneo pensaba concluir ‘El jardín de las delicias’, un duro alegato contra el dogmatismo religioso. En la sección de libros de Galerías Preciados firmó ejemplares de una obra que acababa de publicar: su título, ‘Arrabal celebrando la ceremonia de la confusión’. Un joven intentó provocarle, pidiéndole que le firmara en el volumen que había adquirido una “blasfema y enorme” dedicatoria. Aquel Arrabal de la diáspora aceptó el envite y, ni corto ni perezoso, escribió de su puño y letra: “Para Antonio. Me cago en Dios, en la Patria y en todo lo demás”.

Como consecuencia de ello, el autor fue denunciado por alguien que fotocopió la dedicatoria, un capitán de la Marina Mercante, ante la Dirección General de Seguridad, y detenido en la madrugada del 22 de julio, en un hotel de La Manga, por media docena de policías armados, siendo trasladado a Murcia y posteriormente a Madrid, para dar con sus huesos en la cárcel de Carabanchel más una petición del fiscal de 12 años de prisión por delito de blasfemia y ultraje a la nación. Allí contactó con militantes comunistas que le ayudaron a pasar por ese duro trance, afectado como estaba por la tuberculosis, algo que nunca olvidará. Como tampoco que fue Josefina Sánchez Pedreño la que intercedió por él, a través de sus amistades, y consiguió que saliera de aquella lúgubre prisión a mediados de agosto: “La primera persona del mundo del teatro que me dijo algo tan insignificante como que yo era un autor, que representó mi primera obra en Madrid, ante el escarnio de los más, y que no contenta con ello me sacó literalmente de la cárcel cuando, como la mayoría de los hombres de España, pasaba una temporada en Carabanchel”.

Nombres de la Literatura con mayúscula, como Arthur Miller o Samuel Beckett, y españoles como Vicente Aleixandre o Camilo José Cela, habían solicitado su excarcelación, si bien Arrabal resultó absuelto definitivamente en el juicio, celebrado en septiembre, al argumentar su sagaz defensor que escribió aquella dedicatoria bajo los efectos de la mezcla de varios medicamentos con la ingestión de bebidas alcohólicas, al tiempo que había confundido Patria con Patra, nombre de la gata que el escritor tenía en su domicilio parisino. Sobre aquel incidente en los grandes almacenes de Preciados, el crítico francés Bernard Gille escribiría que aquel muchacho que incitó a Arrabal a que le firmara con una blasfemia o una cosa muy gorda “fue un enviado del destino. Llevó el autógrafo a sus raíces. Fue orientación del teatro de Arrabal. Que le sean dadas las gracias por los siglos de los siglos”.

En 1960, Josefina le propuso a su paisano Ángel Fernández Montesinos el montaje para Dido de una obra modesta, con solo dos personajes, algo que este consideró hiriente para su orgullo, sobre todo porque venía de dirigir con notable éxito a una treintena de actores en el Teatro Español Universitario (TEU). No aceptó la oferta, por lo que ella, sin rencor alguno, le preguntó qué es lo que quería hacer entonces: ‘El libro del Buen Amor’, respondió Fernández Montesinos sin vacilación alguna. Y lo montó y lo estrenó. Un año después, recibiría el Premio Nacional de Teatro.

El también director teatral Alberto González Vergel, nacido en la localidad alicantina de Rojales pero murciano de adopción, donde, como Fernández Montesinos -quien hoy, a sus 93 años, aún lo considera su maestro-, se formó y dirigió el TEU entre 1949 y 1954, dejó patente que Josefina fue “una persona a la que no puedo olvidar. A través de Dido se me brindó la gran oportunidad de mi vida, que fue estrenar por primera vez en el país a un autor que luego me ha perseguido, me seguirá persiguiendo y es su teatro parte de mi propia vida y de mi estética: Antón Chéjov. La noche del estreno de Tío Vania fue para mí como el bautismo y el nacimiento a la dirección y a la confianza de los demás. Al día siguiente, la crítica, con absoluta unanimidad, saludó en mí un nuevo director, dándome un amplísimo margen de confianza”.

A comienzos de la década de los ochenta del siglo pasado, los profesores Antonio Morales y Francisco Torres Monreal pretendieron homenajear a Josefina Sánchez Pedreño, “cíclope del teatro español” en palabras del primero reflejadas en un artículo publicado en este diario a mediados de 1983. Contaban para ello con la participación del propio Arrabal y de otras personas cercanas a la productora teatral. Cuando se trasladaron a Madrid y se lo plantearon al director general de Música y Teatro de turno, el hombre los despachó educadamente pero con poca convicción en la propuesta. Morales, decepcionado, concluía aquel texto periodístico criticando a los que “siguen promocionando la mediocridad, odian la cultura y no saben, entre otras cosas, quién fue y quién es Josefina Sánchez Pedreño. Yo sí, y por eso lo digo”. Pongamos en cuarentena que, transcurridos todos estos años, los próceres de la cultura regional, pasados, presentes y aun futuros, sepan o quieran saber algo de ella. Yo también “espero y anhelo como me importa que a su ocultación Pan la haya conducido al sol”, conforme escribiera Arrabal, en 2019, en un Tercera memorable de ‘ABC’.

[‘La Verdad’ de Murcia 12-4-2023]


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