Ayer pasé una tarde difícil. Por la mañana tuve una entrevista de trabajo (la primera desde que hace seis meses me quedé en paro) y no me fue bien. Al principio fue solo una sensación: me parecía notar un ligero tono de desdén en el entrevistador cuando comentábamos aspectos como mi preparación académica y mis méritos o la carta de recomendación del último colegio en que he trabajado, pero no quise darle importancia. Hice la entrevista lo mejor que pude, estuve relajada y respondí a todas sus preguntas. Pero cuando nos despedíamos, después de decirme que tendré una respuesta el martes, me quedó claro que el puesto no va a ser mío. Me dijo: «Tienes muy buen currículum, pero yo lo veo más bien orientado para la universidad».
Yo siempre he tenido claro que quería ser profesora de secundaria. Me gustan los chavales, establecer relaciones con ellos, conocer sus gustos y sus intereses… Creo que hay una enorme diferencia entre ser profesora de secundaria y de universidad: en la universidad debes instruir, informar a los alumnos de ciertos contenidos, mientras que en secundaria tu función es educar y eso no se limita al aprendizaje de unos conceptos y unos procedimientos, sino a transmitir valores, a hablar con ellos, a compartir experiencias, a enseñar a reflexionar…
El problema es que cuando terminé la carrera, con 23 añitos recién cumplidos, mi padre me recomendó que hiciera la tesis y a mí me pareció una buena idea. Me encanta estudiar y la carrera me había sabido a poco, así que la idea de prolongar mi vida universitaria unos años más me parecía muy atractiva. Y durante esos años en que seguí ampliando mis estudios me sentí muy feliz y valorada: mi esfuerzo se vio premiado por varias becas, algunas publicaciones e incluso, al final, el Premio Extraordinario de Doctorado. Pero cuando terminé esa segunda etapa de estudios y quise, por fin, empezar a trabajar en lo que me gustaba, aparecieron los problemas.
No es la primera vez que me pasa y tampoco será la última. Todo el mundo espera que con mi nivel de estudios quiera trabajar en la universidad, y por eso me encuentro reticencias al intentar acceder al trabajo para el que tengo vocación. Es más, es que si quisiera trabajar en la universidad ya no podría: desde que terminé la tesis, dejé de hacer méritos en ese sentido, dejé de ir a congresos, de publicar, no pedí acreditación a la ANECA. Hoy tengo 33 años y, al parecer, estoy demasiado preparada para secundaria pero para trabajar en la universidad me faltan publicaciones y méritos: siento que se me han cerrado todas las puertas. Ya no puedo hacer lo que me gusta y tampoco lo que no me gusta. Mi marido se sorprende de que no me muestre orgullosa de mi Premio Extraordinario. Yo lo siento como una carga que me ha alejado de mi vocación y que me ha dejado en el paro.
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