Cuando nacieron las figuras de la inviolabilidad e inmunidad parlamentarias, el enemigo era la monarquía absoluta. El ascenso de la burguesía como clase fue construyendo su interés político coincidente con su interés económico. El lema burgués “no pagamos impuestos sin representación” construyó la base de la democracia liberal, que exigía al monarca compartir la decisión acerca de en qué se gastaban los dineros de los impuestos recaudados. Y aunque le molestaran los políticos, tenía que respetarlos. Se estaban creando nuevas reglas del juego. Por eso la democracia nació censitaria: sólo los que poseían rentas podían tener intereses en la marcha de un naciente estado nacional que, en el fondo, era un mercado nacional (lo dijo con claridad Burke en su Discurso a los electores de Bristol de 1776). El sufragio universal, recordemos, se llamó así cuando no votaban ni los trabajadores ni los pobres ni las mujeres. Los que dominan el lenguaje tienen estas licencias.
La democracia representativa fue construyendo poco a poco el monopolio político del diputado. Sieyès, diciendo que quien debía ocuparse del cuerpo social es quien lo conoce, esto es, el político; Constant, argumentando que si la libertad de los modernos estaba en lo privado, hacían falta los representantes para gestionar lo colectivo; Donoso Cortés, confiando en el líder que frenase las presiones populares y ligando política y teología para que pareciera que Dios seguía siendo el gran decisor; o, más cerca de nosotros, Dows y Osborne explicando que en vez de “ciudadanos” el Estado debía tratar con “clientes”, que cuanto más fragmentado anda el pueblo más conformidad se logra. Conforme aumentaba la tensión del “bajo estado” para entrar en el Parlamento, éste fue cediendo prerrogativas al Ejecutivo, de manera que la sede de la soberanía popular, el Parlamento, fue quedando de manera creciente en manos de las direcciones de los partidos, que son las que controlan las candidaturas. La academia, siempre tan amable con el estado de cosas, lo llamó “parlamentarismo racionalizado”, con una parte de verdad –gestionar un Estado con cada vez más tareas– y otra de mentira –mantener la ficción legitimadora de las elecciones–. Solo por la derrota en la Segunda Guerra Mundial de una derecha que se hizo fascista, y por la presión de la Unión Soviética (que empoderaba indirectamente a sindicatos y partidos de izquierda), Europa cedió y construyó los Estados sociales. Fue caer la Unión Soviética, así como entender que tanto los partidos socialistas como los sindicatos estaban lo suficientemente domesticados (las cúpulas y también sus votantes y afiliados) y comenzar la tarea de desmantelamiento de las Constituciones sociales.
La conclusión que vemos hoy con pasmo es que lo que estaba prohibido, ahora está permitido. Que desaparecen las garantías de reparto de la riqueza social y aumentan las desigualdades; que los políticos que gestionan la transferencia de renta de las clases medias y bajas a los ricos tienen la llave de la puerta giratoria que les permite un futuro cómodo en las grandes empresas; que cualquier tipo de protesta pasa a ser criminalizada por esos políticos que están gestionando ese robo de los de abajo hacia los de arriba (llevando a suelo patrio lo que antes se hacía entre continentes). Viendo el comportamiento de Lehmann Brothers, de Goldman Sachs y de la Reserva Federal, Gordon Gekko, el bróker de la película Wall Street -la reflexión de Oliver Stone sobre el mundo de las finanzas y la política–, muestra su infinito asombro con el nuevo escenario. En la segunda entrega de la película, diez años después de la primera –estrenada a finales de los ochenta–, afirma con un deje de melancólica ironía: “Por la mitad de lo que estos están haciendo yo me he pasado diez años en la cárcel”. Y eso que no sabía ni lo de la Infanta, ni lo del coche en el garaje de Ana Mato, ni lo de la escritora fantasma de Mulas, ni lo de los sobres del PP. Cuando lo ilegítimo se convierte en legal, nace el momento de la desobediencia. En América Latina se preguntan a qué está esperando Europa.
Buena parte de lo que se inventó para defender a los políticos de los monarcas absolutos, ahora, en “democracia”, lo usan los políticos para blindarse en su privilegio o, directamente, atacar al pueblo. Todas las herramientas que construyeron los trabajadores para avanzar en la redistribución de la riqueza –base del contrato social– hoy están melladas. Desde los centros de poder se han descontando, incluso, las huelgas generales. En su cálculo, les parece un juego de idiotas condenados al fracaso (las empresas pierden un día de beneficios pero ganan al día siguiente todo lo que ahorran en costos laborales o en control de los trabajadores). La ley vuelve a beneficiar al poderoso. Contratan caros bufetes de abogados y logran que sus delitos prescriban. Construyen tupidas redes de financiación ilegal –los tres últimos tesoreros del PP sin ir más lejos– y aunque sean pillados in fraganti tienen más libertad que un joven que protesta deteniendo un tren del metro mientras está parado en una estación, o una estudiante que se queda en sujetador en una capilla universitaria denunciando la misoginia de la iglesia. Los elegantes ladrones con licencia para robar vacían bancas y bancos, instituciones, liceos, fondos de pensiones y, además, disfrutan de una extensa impunidad que se les ve en sus rostros, las portadas de sus periódicos y sus peinetas.
Y en eso, por fin, llegaron los escraches. Nuevas reglas del juego para una nueva partida democrática. Escraches, esto es, un diálogo directo con los “mandatarios” que se convierten de ipso facto, otra vez, en “mandatados”. Que es lo que son. Escraches como la actualización en el siglo XXI de la rendición de cuentas democrática, de la exigencia del cumplimiento cabal de los programas electorales (o la convocatoria de nuevos comicios), de la reclamación de comportamientos acordes con la soberanía popular, de la renovación de la construcción de la voluntad popular más allá de la distancia que marcan los partidos, de la reivindicación de la honestidad en el ejercicio de los cargos públicos. Entonces, los diputados conservadores y sus palafreneros mediáticos empezaron a gritar: ¡a mí no me hable! ¡Quítese de en medio! O se desgañitan en alaridos: ¡Policía, policía, que han entrado los ladrones, digo, el pueblo! Y la gente los mira con la creciente convicción de que ellos son de Marte y los demás de Venus o viceversa.
El escenario, en cualquier caso, se clarifica: los diputados que no soporten la cercanía de los electores, que se marchen. En democracia, es el pueblo el que manda. Aunque expresarnos así parece devolvernos a un lenguaje que se hablaba en tiempos arcaicos. ¿Quieren seguir manteniendo los políticos la impunidad? ¿Quieren trabajar para otro señor que no es el pueblo y que nadie les demande por su traición? ¿Va a convertirse la política en un negocio paralelo al desmantelamiento de los sistemas de previsión social? La salida fácil es decir que los escraches son una forma de amedrentamiento que pertenece a los regímenes fascistas. Se equivocan. Las tensiones entre sectores sociales pertenecen a todos los regímenes que mantienen desigualdades. ¿Quién sin que se le caiga la cara de vergüenza va a defender que un escrache es más violento que un desahucio, que un despido, que un corralito, que el cierre de la universidad y las urgencias, que una mentira electoral, que las machadas de los antidisturbios, que las multas por ejercer la democracia? Los que están en contra de los escraches son los que están a favor de otras formas de protesta que ya no cambian nada. Mienten. O no han terminado de entender que la democracia que defienden hace tiempo que se ha ido. Una queja que no es oída no tiene efectos democráticos. Por eso los escraches están devolviendo la democracia perdida o quizá, incluso, están permitiendo el advenimiento de la democracia que nunca hemos tenido.
El sistema político está “desconstitucionalizando” nuestras democracias. El caso más claro está en la reforma del artículo 135 que prioriza el pago de las deudas, allá sean ilegítimas. Pero llevamos muchos años con una judicatura que no defiende la Constitución, con un Parlamento que está vaciando la democracia reduciéndola a votar cada cuatro años (además, con una ley electoral espuria), con un Banco Central trabajando para las empresas y no para los trabajadores, con una Defensoría del Pueblo que sólo defiende al Gobierno, con unos tribunales de la competencia que sólo sirven para cerrar servicios públicos, con unas cárceles llenas de personas humildes y unas minorías con enormes cuentas en Suiza llenas del dinero de los que no tiene ya nada… ¿Y resulta que los ciudadanos no le pueden decir a los diputados que no están de acuerdo con su comportamiento?
En pura teoría democrática, hace mucho tiempo que está justificado en Europa el derecho de resistencia. Los escraches son el penúltimo intento amable de un pueblo que quiere hacerse escuchar. El PP quiere criminalizarlo. Poner una pegatina en un portal es como pegar un tiro en la nuca. La exageración de esta comparación sólo se explica por el miedo que les ha generado. El miedo que cambia de bando. Punto de partida para recuperar la democracia. A nosotros, los ciudadanos de a pie, el gobierno y sus corifeos ya nos tienen asustados. ¿Tan mal está que los asustemos un poco a ellos?
Fuente: http://www.cuartopoder.es/tribuna/escraches-devolver-la-dignidad-a-la-democracia-perdida/4274