María del Puerto Alonso, ocd Puçol
Juan de la Cruz experimentó en su vida muy fuertemente la envidia, las rencillas y la maldad ajena. Es un hombre de experiencia de perdón en toda su vida. Lo ha vivido profunda e intensamente.
Nacido pobre de solemnidad, conociendo desde su más tierna infancia el hambre, la mendicidad, la carestía de lo más indispensable; podría haber sido el hombre más amargado del mundo. Sin embargo, los testimonios de sus contemporáneos no hablan más que de dulzura y de serenidad en este hombre verdaderamente admirable.
Recién ordenado sacerdote, conoce a santa Teresa, que lo embarca en la aventura de la fundación de la rama masculina de la reforma que ella estaba realizando. Cuando, unos años después, la Santa es obligada a ser priora de las monjas del convento que dejó (“La Encarnación”, de Ávila), Teresa pide auxilio a Fray Juan, que confiesa y predica a las monjas del convento. Al principio estas le reciben con reticencia. Pero reconocen en él un santo que les ayuda verdaderamente a vivir su vocación, y pronto lo valoran profundamente. Con esto, se granjea envidias y, en el fondo, miedos, de sus hermanos no reformados. Por esta razón, una noche, es literalmente secuestrado por los Carmelitas, que lo llevan a Toledo (él no sabe dónde está) y lo mantienen encerrado, primero en una habitación, pero después en un zulo pequeño y oscuro. A los castigos corporales y la precaria alimentación, se añadía el maltrato psicológico, pues a la puerta de su encierro conversaban en voz alta diciendo que la reforma se había terminado, que todos los descalzos habían desertado y que solo quedaba él. A veces, se comentaba con desdén que si lo tiraran al río una noche, nadie lo echaría en falta.
Por supuesto que nada de todo eso era verdad, y Teresa de Jesús escribió incluso al Rey para pedirle por el pobre fray Juan, desaparecido, y llegó a decir que lo preferiría en manos de los moros que de sus propios hermanos…
Estuvo preso desde la noche del 3 al 4 de diciembre de 1577 hasta el 15 de agosto de 1578 en que se fugó. Se refugió primero en el convento de Descalzas de la ciudad y después con un amigo de la comunidad. Cuando las monjas lo vieron, flaco y macilento, hambriento y consumido, quisieron que les narrara todas las calamidades pasadas en su encierro. Nada de ello fue posible. Tan solo hablaba de su experiencia de Dios vivida en su cautividad. Jamás dijo una sola mala palabra contra los que lo encerraron y maltrataron. Esta misma actitud mantuvo toda la vida.
Tras la muerte de santa Teresa, los carmelitas descalzos ya eran una nueva Orden, pronto soplaron vientos turbios que llamaban al rigor y penitencia excesiva. Un espíritu nada teresiano, contra el que el bueno de fray Juan se posicionó claramente, renunciando a todos sus cargos. Entonces volvió a sufrir la persecución de sus propios hermanos que buscaban testimonios contra él para echarle de la Orden. Enfermo, pide ir a México, mientras trata de recuperarse en Úbeda (Jaén), donde sufre la incomprensión y el desprecio de su superior. Cada vez que su enfermero trataba de desahogarse contra el superior por su desidia y mal trato con fray Juan, este le decía: “calle, hijo, calle”. Y jamás dijo una mala palabra contra el superior, que tan solo se dio cuenta de su error cuando nuestro padre Juan de la Cruz estaba muriéndose.
Durante este tiempo último, fray Juan recibía cartas de sus hermanas dirigidas espirituales de él, que se quejaban de lo mal tratado y reconocido que estaba siendo el que fuera el fundador del Carmelo en su rama masculina. Casi todas las cartas que fray Juan escribió fueron destruidas por sus amistades, que temieron fuesen manipuladas para expulsarlo de la Orden. Pero las pocas que se conservan dicen mucho de quien era fray Juan.
Él había escrito en sus tratados sobre cómo era Dios y su perdón para con la persona de esta manera: “Para más inteligencia de lo dicho y de lo que se sigue, es de saber que la mirada de Dios cuatro bienes hace en el alma, es a saber: limpiarla, agraciarla, enriquecerla y alumbrarla; así como el sol cuando envía sus rayos, que enjuga y calienta y hermosea y resplandece. Y después que Dios pone en el alma estos tres bienes postreros, por cuanto por ellos le es el alma muy agradable, nunca más se acuerda de la fealdad y pecado que antes tenía, según lo dice por Ezequiel (18, 22). Y así, habiéndole quitado una vez este pecado y fealdad, nunca más le da en cara con ella, ni por eso le deja de hacer más mercedes, pues que él no juzga dos veces una cosa (Nah. 1, 9)”. (Canción 33, 1,1).
Probablemente, de esta experiencia del amor de Dios, que nos dice fray Juan que habita incluso en el mayor pecador del mundo, nace la capacidad de perdón de este santo hermano nuestro:
“El haberme escrito la agradezco mucho, y me obliga a mucho más de lo que yo me estaba. De no haber sucedido las cosas como ella deseaba, antes debe consolarse y dar muchas gracias a Dios, pues, habiendo Su Majestad ordenádolo así, es lo que a todos más nos conviene; sólo resta aplicar a ello la voluntad, para que, así como es verdad, nos lo parezca; porque las cosas que no dan gusto, por buenas y convenientes que sean, parecen malas y adversas, y esta vese bien que no lo es, ni para mí ni para ninguno: pues que para mí es muy próspera, por cuanto con la libertad y descargo de almas puedo, si quiero, mediante el divino favor, gozar de la paz, de la soledad y del fruto deleitable del olvido de sí, y de todas las cosas; y a los demás también les está bien tenerme aparte, pues así estarán libres de las faltas que habían de hacer a cuenta de mi miseria.”
”De lo que a mí toca, hija, no le dé pena, que ninguna a mí me da. De lo que la tengo muy grande es de que se eche culpa a quien no la tiene; porque estas cosas no las hacen los hombres, sino Dios, que sabe lo que nos conviene y las ordena para nuestro bien. No piense otra cosa sino que todo lo ordena Dios. Y adonde no hay amor, ponga amor, y sacará amor.”
En estos dos extractos, Juan de la Cruz trata de hacer ver la mano de Dios en todo lo que le sucede y tener pensamientos positivos de su nuevo destino y situación. Pero no es un santo de cartón. También sufre y se desahoga con otra hermana de esta manera:
“Allí decía cómo me había querido quedar en este desierto de La Peñuela, seis leguas más acá de Baeza, donde habrá nueve días que llegué. Y me hallo muy bien, gloria al Señor, y estoy bueno; que la anchura del desierto ayuda mucho al alma y al cuerpo, aunque el alma muy pobre anda. Debe querer el Señor que el alma también tenga su desierto espiritual. Sea muy enhorabuena como él más fuere servido; que ya sabe Su Majestad lo que somos de nuestro. No sé lo que me durará, porque el P. Fray Antonio de Jesús, desde Baeza, me amenaza diciendo que me dejarán por acá poco. Sea lo que fuere, que, en tanto, bien me hallo sin saber nada, y el ejercicio del desierto es admirable.
Esta mañana habemos ya venido de coger nuestros garbanzos, y así, las mañanas. Otro día los trillaremos. Es lindo manosear estas criaturas mudas, mejor que no ser manoseados de las vivas. Dios me lo lleve adelante. Ruégeselo, mi hija.”
Y con otra hermana: “Ya sabe, hija, los trabajos que ahora se padecen. Dios lo permite para prueba de sus escogidos. En silencio y esperanza será nuestra fortaleza (Is. 30, 15). Dios la guarde y haga santa.”
Con citas bíblicas trata de animarse a vivir este perdón, que no solo consiste en no tener en cuenta el mal, sino el procurar el bien del que te perjudica. Como lo hace Dios.