Revista Cine
"Yo los veo igual que siempre", dice uno de los personajes de Juan de los Muertos (Cuba-España, 2011), al señalar la calle y ver que la gente camina torpemente, sin rumbo fijo, arrastrando las piernas. ¿Zombies en La Habana?: nah, son los mismos cubanos de siempre en las mismas actividades de siempre. Qué zombies ni que nada. Por supuesto, este apunte satírico proviene del inicio de El Desesperar de los Muertos (Wright, 2004), a su vez una referencia a la celebérrima escena del centro comercial en el clásico Dawn of the Dead (Romero, 1978). El segundo largometraje de Alejandro Brugués (Efectos Personales/2006) no tiene el menor recato en hacer este tipo de citas y/o saqueos del cine de muertos vivientes proveniente de Hollywood y de otros lares, pero sería una injusticia afirmar que estamos ante un mero recalentado zombiesco. El Brugués argumentista -autor del guión original- le sirve bien al Brugués cineasta: aunque la realización de Juan de los Muertos es competente, la producción más que aceptable y el reparto cumplidor, lo más logrado de esta cinta de zombies habaneros es la descripción satírica de los vicios y virtudes de la sociedad cubana de nuestros días y esos ingeniosos diálogos hablados en un sabroso español cubano. El hecho de que de improviso La Habana sea invadida por muertos vivientes que solo quieren comerse a sus congéneres, no es tan extraño para nuestros protagonistas, el Juan del título (Alexis Díaz de Villegas), su vaquetón amigo botijas Lázaro (Jorge Molina), el saleroso travesti La China (Jazz Vilá) y el fortachón bueno-para-nada El Primo (Eliecer Ramírez). Después de todo, ellos están bien acostumbrados a este tipo de broncas y a otras peores. Como lo dice el propio Juan al inicio y al final: él ha sobrevivido a todo, a la guerra de Argelia, al Mariel y al Periodo Especial, así que unos cuantos muertos vivientes por las calles de La Habana no lo asustan. Así que después de la sorpresa inicial, Juan y sus "compañeros" deciden hacer lo que todo cubano haría en tiempos de crisis: sacar provecho de la situación. Así, mientras en la televisión oficial -bueno, no hay de otra- el locutor en turno insiste que los zombies son un "grupúsculo de disidentes pagado por el gobierno de Estados Unidos", Juan, emprendedor que es, inicia un negocio que él mismo anuncia displicentemente cada vez que contesta el teléfono de la azotea: "Juan de los Muertos, matamos a sus seres queridos". La Habana y sus habitantes, vistos a través de esta sátira de Brugués, son capaces de las mayores abyecciones (dejan morir a un anciano en sillas de ruedas para salvar unas cuantas botellas de ron) y sobreviven en un desvergonzado conformismo (no huyen a Miami "porque allá tendría que trabajar") pero, al mismo tiempo, no están exentos de cierta dignidad postrera (la decisión que toma Juan en el desenlace) que va más allá de la defensa de un sistema al que aborrecen de manera abierta (el largo chiste que cuenta el hijo de Lázaro, interpretado por Andros Perugorría; la temerosa pregunta que hace el mismo Lázaro sobre los zombies: "¿Y si se quedan 50 años más?"), pero que ellos mismos, implícitamente, han dejado hacer/ser, porque, como lo dice la guapa Camila (Andrea Duro), con respecto a Juan, su cínico padre: "Él es como este país, al que le pasan muchas cosas, pero no cambia". Juan de los Muertos se deja ver como un aceptable homenaje/parodia al universo fílmico de los zombies, pero resulta obligado revisar como una inteligente y capciosa sátira de la Cuba en tiempos de Castro II, el joven príncipe que sucedió a Castro I quien, por cierto, en la secuencia de créditos finales, aparece con el pecho destrozado, arengando a los cientos o miles de muertos vivientes que van tras el valeroso y solitario Juan. No cabe duda que los auténticos líderes no mueren nunca: nomás se convierten en zombies.